José de Ribera pasó a la Historia por ser uno de los maestros del Barroco acunado por la reacción católica a la Reforma, fue uno de los pilares artísticos de aquella España que eligió ser el reducto de la tradición. Pero no todo eran santos y devociones, también fue un maestro del dibujo con gusto por lo grotesco, la fealdad y la fantasía. La exposición del Museo del Prado y el Meadows Museum saca a la luz esta vertiente.

Imagen de portada: ‘Cabeza de guerrero’ (finales de 1610)

Desde el pasado día 22 y hasta el 19 de febrero el Museo del Prado, con colaboración del Meadows Museum de Dallas (Texas), está abierta al público ‘Ribera. Maestro del dibujo’, una exposición que quiere darle la vuelta a la imagen tradicional de Ribera en la memoria colectiva. Fue mucho más que un pintor de santos, clérigos y devociones. Para encontrar esa vertiente desconocida hasta ahora, o menos conocida para la mayoría de espectadores, hay que buscar en su faceta de dibujante, en el trabajo que realizaba en privado en su estudio, donde su talento hiperrealista y expresionista al mismo tiempo daba rienda suelta a la imaginación.

Por aquel entonces el dibujo era la fase de preparación previa a una pintura, o de práctica, los esbozos de lo que sería o los divertimentos de un pintor en sus horas muertas. Ribera acumuló cientos de esos dibujos: se han catalogado como suyos 160 de muchos otros que quizás también fueron obra de sus ayudantes o de discípulos. Todos ellos se han recogido en una publicación coeditada por el Museo del Prado, el Meadows Museum de Dallas y la Fundación Focus, está dirigida por Gabriele Finaldi y escrita por él, Elena Cenalmor, de la Dirección Adjunta del Museo del Prado, y Edward Payne, Senior Curator of Spanish Art en Auckland Castle, Reino Unido.

La exposición se sitúa en la Sala C del edificio Jerónimos y es un viaje a ese mundo, contextualizando el dibujo con estampas y pinturas, siempre con un orden cronológico y agrupando las obras de forma temática para que el espectador pueda navegar en la faceta más libre y experimental de Ribera, quizás sepultado por su trabajo “oficial” en España y en Italia, donde fue llamado “El Españoleto” (de hecho vivió toda su vida en Italia). La muestra intenta entrar en ese pequeño reino privado de pluma, tinta y el lápiz de dibujo en el que la religiosidad daba paso a un artista sin corsés que se regodeaba en la fantasía, la más viva expresión e incluso un pequeño culto a lo grotesco y lo feo, siguiendo quizás la vieja tradición medieval que Umberto Eco recogió en ‘Historia de la fealdad’ (2007).

Estudio de cabeza para composición sobre acróbatas (izquierda) y ahorcado (derecha)

De esos 160 catalogados El Prado alberga temporalmente 52 dibujos, más diez pinturas (como ‘Sansón y Dalila’, ‘Aquiles entre las hijas de Licomedes’ o ‘San Alberto’) y ocho estampas, más un aporte especial: una escultura de cera de Giovan Bernardino Azzolino, su suegro, que representa un alma en el infierno y que teóricamente sería parte de un estudio anatómico a partir de los dibujos de Ribera, muchos de los cuales se perdieron. Pero entre los que se atesoran destacan estudios mitológicos, anatómicos, fantasías libres, la representación de la vida de Nápoles o su obsesión con la expresividad facial en sus series sobre cabezas humanas. No hay que olvidar que este gusto por lo virulento era parte del contexto de la época: en aquellos tiempos los ajusticiamientos eran públicos, y era común ver reunida a mucha gente o dibujantes haciendo prácticas por la oportunidad que les daba el grotesco espectáculo.

El legado expresionista de Ribera

José de Ribera nació en Xátiva (Valencia) en 1591 y llegó a Roma en 1606, donde se formó como pintor combinando dos tendencias aparentemente opuestas: el naturalismo y el clasicismo académico. Casi toda su vida y su carrera fue en Nápoles, donde se estableció en 1616 y ciudad de la que no saldría salvo para morir en 1652. Desde el punto de vista técnico Ribera era un dibujante “empedernido”, algo que no casaba bien con la tradición vigente de artistas naturalistas inspirados en Caravaggio, que pocas veces hacían esa práctica tan académica. El dibujo era una forma de preparación, no era algo explosivo y artístico en estado puro, representación de momentos de violencia física y máxima tensión anatómica.

Pero Ribera no paró de dibujar, y no sólo como acto preparatorio, sino por gusto personal, como caprichos con sentido artístico que quizás, en especial en sus series sobre cabezas humanas, podían servir luego de ensayo para lo que haría sobre los lienzos. La temática podía variar, incluso seguir su propia tradición oficialista: la mayoría son dibujos preparatorios para obras religiosas, aunque también hay trabajos sobre mitología (Apolo, Marsias, Laoconte y las Furias, aquellos que podían darle mayor terreno para cierto grado de expresionismo formal), y las “cabezas”, que son quizás una de sus pulsiones de dibujante más destacables, muchas de ellas pura expresión y ornamentación, con complejos tocados o peinados, con cierto gusto por la violencia expresiva, más escenas costumbristas de las calles de Nápoles, algunas de ellas bastante intrigantes por lo mucho que se separan de lo habitual.

Dibujo de ‘Sansón y Dalila’ (sobre 1620)

Entre las fantasías aparecen cinco dibujos peculiares: pequeñas figuras que trepan sobre otras de mayor tamaño. Para Ribera este submundo dentro del mundo debía tener algún tipo de significado personal vinculada con el mundo de los acróbatas. Ribera recreaba la expresividad pura, con violencia, fealdad y todo tipo de temáticas de dudoso gusto, desde torturas, martirios de santos, decapitaciones, ahorcamientos… Aquí es donde Ribera enlaza con otro tótem del arte español, Goya. Si el aragonés fue el antecesor pretérito del expresionismo del siglo XX, incluso del cómic contemporáneo, Ribera fue el antecesor del propio Goya. Una cadena de eslabones en la que palpita siempre el mismo tipo de arte: abierto, desatado, sin corsés temáticos o formales, grotesco, violento, siniestro y gusto por ir más allá de lo académico.

Una de las facetas más peculiares de Ribera es la violencia expresiva y formal con la que retrataba los martirios de santos. Buscaba siempre la mayor expresión de violencia posible. Muchos de ellos eran preparaciones para otras obras, pero también estudios anatómicos a partir de dos o tres representaciones típicas (hombres atados a árboles o postes) que luego se convertían en pinturas. Ribera tenía especial obsesión con el martirio de San Sebastián (atado y asaetado), que reprodujo en muchos dibujos de diferentes formas, casi hasta la obsesión. Ribera solía optar por los momentos más dramáticos de las penitencias o martirios, en busca del instante de mayor tensión física y espiritual. San Pedro y San Jerónimo también fueron dos temáticas de tensión espiritual muy recurrentes, el primero crucificado boca abajo y el segundo rezando en solitario en el desierto.

Este tipo de representación hizo de Ribera carne de desprecio en los siglos siguientes. Después del Barroco y de la Contrarreforma el arte abrazó otro tipo de vías de expresión que se plasmaron en el arte galante del siglo XVIII, pero también en el neoclasicismo que quería volver a los postulados racionalistas originarios del Renacimiento. Es decir: Ribera y sus dibujos eran vistos como una rémora, producto de un artista grotesco que huía de la belleza, incluso un sádico religioso. Especialmente adversos para él fueron sus estudios anatómicos de los martirios de santos. Independientemente de que Ribera sintiera cierta fascinación por esos tormentos, quizás mezcla de la devoción espiritual y del expresionismo artístico que suponía, su obra fue sojuzgada como arte oscuro que sólo ha podido despertar ahora y gracias a nuevos catálogos, estudios y exposiciones como las de El Prado.

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‘Santo atado a un árbol’ (1626, posible estudio sobre San Alberto) y ‘Cabeza de sátiro sufriendo’ (1620)

‘Caballero con hombrecillos subiendo por su cuerpo’ (1620)