El Brutalismo, un estilo tan característico como difícil de digerir, que toma su nombre tanto del tipo de cemento francés con el que empezó como del impacto que tiene en la visión del espectador. Todo ángulos, formas rotundas, sin miramientos ni suavidad, el estilo predilecto del mundo comunista pero que se propagó por toda Europa, América del Norte y Latinoamérica. Tan sutil como el directo de un boxeador, tan moderno en el siglo XX que ahora es pura afición vintage.
IMÁGENES: Phaidon / Wikimedia Commons – Imagen de portada: Biblioteca Geisel (San Diego)
Es brutal porque impacta con dureza en la percepción humana, con la misma solidez árida, geométrica y libre de todo preciosismo que con el hormigón usado para fabricar esos edificios. Casi podría decirse que son “antihumanos”, concebidos más para golpear visualmente, físicamente, por la rotundidad de sus formas, liberadas de la necesidad de ser bellas, o de recibir y acoger a los humanos para los que se construyen. La arquitectura brutalista se parece tanto a todo lo anterior como un huevo a una castaña, si exceptuamos las pirámides. Incluso la funcional Gran Muralla china tiene más calidez estructural que muchos de los edificios de este particular estilo, normalmente al servicio del comunismo, de corporaciones extravagantes (algún que otro banco, por ejemplo) o de movimientos tiránicos más preocupados por acogotar a la ciudadanía y soltar amarras con todo lo anterior.
Marcó época, no solo en el Este de Europa y los antiguos territorios de la URSS, sometidos a una perenne tiranía ideológica y estética, sino en otros puntos tan supuestamente alejados, como Londres (Southbank Centre), París, Valencia o Madrid. La razón es su origen, que no su deriva: el creador de esta ruptura no fueron los arquitectos al servicio de Moscú, sino Le Corbusier. Otra cosa es que con el tiempo tomara caminos extraños que le llevaron desde el funcionalismo positivista de Brasilia a la exuberancia simbólica de los partidos comunistas y soviéticos. Despreciado y relegado igual que hicieron los renacentistas e ilustrados con el arte medieval, el mundo dejó de lado decenas de edificios que hoy parecen recuperar admiradores, fascinados por un estilo tan rompedor como ligado a utopías futuristas y que triunfó en os 50, 60 e incluso los 70 del pasado siglo.
Berlin Unité (Le Corbusier)
Hay algo de nostalgia vintage, de escapismo posmoderno y ese picor típicamente occidental de buscar siempre algo nuevo, por estrafalario que sea. Sea como fuere, es pura distopía. Tiene incluso vínculos con la ciencia-ficción (más de un escenario brutalista ha sido usado como parte de películas, o inspiración, como en la reciente ‘Dune’). Pero su origen dista mucho de lo que luego fue. Fue nada menos que uno de los revolucionarios artísticos del siglo XX, de los más contundentes, Le Corbusier, maestro e inspirador de tantos otros, el que inició la ruptura tanto formal como semántica: brutalismo viene del tipo de hormigón crudo que utilizó Le Corbusier en muchos edificios, que en francés se denomina ‘béton brut’. Hasta entonces (incluso hoy) el uso masivo del cemento era poco menos que fealdad y mediocridad. Pero aquel era un siglo XX rompedor con ideas nuevas.
Fue el crítico británico Ryner Banham el que aprovechó ese elemento para definir el estilo, que encaja como un guante en la estética de geometría angulosa, repetitiva y sin variaciones, pura combinación matemática combinada, minimalista y liberada de todo ornamento (la pesadilla perfecta de los barrocos y esos humanos tan peculiares con horror vacui), con una clara proyección física y totémica respecto al entorno y las masas humanas, que en ocasiones incluso utiliza ladrillo, piedra, acero o cristal. En España hay algunos ejemplos: la torre del complejo Cuzco (Madrid), la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense (también Madrid) o el Colegio de Médicos de Sevilla. Eso por citar tres conocidos, en especial el segundo, un claro ejemplo de cómo arrear con un mazo estético a los estudiantes. Sin embargo el origen hay que buscarlo en el luminoso sur de Francia, donde Le Corbusier construyó la Unité d’Habitation y puso en marcha la dinamo industrial del estilo.
Pero si hiciéramos un tour, desde luego hay que viajar a los países del Este de Europa, empezando por la Berlín ocupada y luego siempre en contra del Sol. Allí el estilo encontró un caldo de cultivo perfecto por las exigencias ideológicas del comunismo soviético, que combinaba realismo, funcionalidad y desprecio por todo el arte anterior (recuerden, siempre burgués, aristocrático y clerical según ese prisma). Así, aparecieron en cada ciudad importante (o incluso en zonas rurales) palacios del pueblo, universidades, edificios públicos, viviendas o museos, o directamente sedes de partidos o productos de la megalomanía comunista a mayor honor del amado líder y que por lo general no tenían una gran utilidad. Muchos de ellos desaparecieron, sepultados por los mordiscos indiscriminados del capitalismo, pero otros perduraron.
Habitat 67 (Montreal)
En Alemania ya sólo quedan restos en el este de Berlín; quizás el más siniestro sea la East Side Gallery, una larga hilera de secciones del antiguo Muro se mantiene en pie y se ha convertido en un atractivo turístico de la ciudad. Y por supuesto la Karl Marx Allee, una avenida mastodóntica de varios carriles flanqueada por enormes bloques de vivienda que a pesar de lucir hoy vistosos colores mantiene el brutalismo funcional como motivación. Merece la pena también recordar el Kunst im Heim (hoy una galería comercial) o los Kino International, unos cines de la vieja RDA que se mantienen y que incluso han aparecido en películas como ‘Atomic Blonde’. Otro ejemplo más cercano al estilo es el Mouse Bunker, un antiguo laboratorio que por su aridez y rudeza formal parece casi una nave espacial aterrizada en la capital alemana.
Pero el brutalismo desbordó por completo la ideología y los límites europeos, alcanzó medio mundo en su expansión con el hormigón y el cemento como insignias. Ejemplos: el edificio de la Facultad de Arte y Arquitectura en Yale, de Paul Rudolph (EEUU, 1964), el National Capital Complex, de Louis Kahn (Bangladesh, 1983) y Saint John’s Abbey Church, de Marcel Breuer (EEUU, 1961), o tesoros desconocidos como el Instituto Central de Investigación de Robótica y Cibernética Técnica de Rusia (1987) y el Centro de Exposições do Centro Administrativo da Bahia, en Brasil (1974). Hay pequeñas gotas de brutalidad arquitectónica en más de setenta países, que incluso llegan a hoy pero con otra visión (salvando las distancias y usos): el Salto de Esquí de Bergisel, de Zaha Hadid (2002), la Stone House de John Pawson (2010) y el Reading Space de Herzog y de Meuron (2006).
La editorial Phaidon y el brutalismo
Esta editorial especializada en arte ha dado buena cuenta en estos años del creciente afecto popular por la arquitectura brutalista. Un primer libro destacable es ‘Atlas of Brutalist Architecture’, la investigación más exhaustiva y variada sobre el brutalismo y muestra este estilo con ejemplos existentes, derribados, clásicos y contemporáneos de todo el mundo, más de 850 ejemplos organizados geográficamente en nueve regiones continentales, explorando más de 100 países. La arquitectura reseñada no solo incluye estructuras clásicas como galerías de arte, museos, monumentos conmemorativos, viviendas, edificios religiosos y salas de conciertos, sino también joyas inesperadas, entre ellas bibliotecas, aeropuertos, zoos, hoteles y discotecas que ponen de relieve lo popular y adaptable que es este estilo.
El otro ejemplo es ‘Un mundo brutal’, del diseñador gráfico y entusiasta del brutalismo Peter Chadwick. No sólo repasa el estilo sino que lo redefine, ampliando el término ‘brutal’ para incluir edificios que normalmente no se consideran pertenecientes al movimiento. La introducción de Chadwick incluye una crónica personal de su viaje de descubrimiento y su pasión por la arquitectura brutalista. El autor reflexiona sobre los ideales utópicos que había detrás de los proyectos de viviendas de los años sesenta, su infancia en el noreste de Inglaterra en los ochenta (cuando monolitos industriales como la Dorman Long Coke Oven Tower de British Steel le impresionaron por primera vez) y la relación del brutalismo con otras formas de expresión; a lo largo del libro hay citas de arquitectos, artistas, canciones, películas y literatura, desde Charles Baudelaire y Joy Division hasta Serge Gainsbourg y The Human League.
Huellas de “brutalismo” en el Este de Europa
En otros lugares no han conservado ese legado. Un buen ejemplo es Praga, donde casi todos los edificios brutalistas fueron borrados salvo el actual Crowne Plaza Hotel; en Eslovaquia, y concretamente en su capital, Bratislava, hay más ejemplos, como el puente Most SNP, apodado “el ovni” por una cápsula suspendida en la parte alta, un aperitivo respecto al Petržalka, un complejo de viviendas característico de la época pero que es discreto comparado con la Radio Eslovaca, puro estilo brutalista y con forma de pirámide invertida. En Varsovia (Polonia), reconstruida por completo después de la Segunda Guerra Mundial, despunta el Palacio de la Cultura y la Ciencia, un canto al hormigón de medidas grandilocuentes construido por la URSS como “regalo” en los años 50, con una altura máxima de 231 metros y que alberga teatros, cines, museos, auditorios… Pasamos a los países de la antigua Yugoslavia, en especial Serbia, como la Torre Genex en la periferia de Belgrado, ejemplo perfecto de brutalismo de inspiración soviética y de cómo la dictadura de Tito (tan comunista como alejada de la URSS); ya en la ciudad está el antiguo Palacio de la Federación (hoy Palacio de Serbia, que el nacionalismo no deja escapar oportunidad), inaugurado en 1961 y todo un derroche de fondos porque querían crear el mejor edificio de Europa.
Edificio Smolna 8 (Varsovia)
Edificio de la Radio Eslovaca (Bratislava)