A finales de 2016, con las doce campanas asomando, salió a la luz otra proeza de la creación de nuevos materiales en laboratorio, anticipo de la revolución que vendrá a lo largo del siglo XXI: nanocables con un grosor máximo de tres átomos.
Las aplicaciones posibles de que un cable apenas tenga tres átomos de ancho son tan grandes que es difícil imaginar un sector en el que no lo vayan a aprovechar: industria, fabricación de maquinaria, construcción de casas, implantes médicos, tecnología aeroespacial donde cada gramo cuenta… Si eres capaz de crear cables tan pequeños podrías implementarlos en sistemas mejor conectados y mucho más eficientes. Con menos se podrá hacer mucho más. Los miembros del equipo de la Universidad de Standford que se pusieron manos a la obra tenían dos objetivos: utilizar una técnica parecida a la que tiene un niño con las piezas de Lego y por otro usar los diamantoides, diminutas jaulas de carbono e hidrógeno que están en los fluidos del petróleo y que pueden ser separados del resto de componentes del hidrocarburo en laboratorio.
La técnica es extremadamente funcional y permite crear redes electrónicas basadas en la combinación de electricidad y luz (optoelectrónica, una disciplina que tendrá una gran evolución en las próximas décadas). El logro implica que es posible hacer cables conductores de tamaño increíblemente pequeño y que pueden ensamblarse de forma paulatina y sin problemas para artefactos mucho más grandes aprovechando al máximo espacio, energía y posibilidades de diseño. El nanoncable tiene un núcleo sólido cristalino perfecto para la conducción eléctrica, y su tamaño, tan pequeño, es una ventaja, ya que en pequeña escala tienen mejores propiedades que si se hicieran a mayor escala. Los llamados “hilos de tipo aguja” tienen un núcleo semiconductor de chalcogenido (combinación de cobre y azufre) rodeado por estas “jaulas” de diamantoides que aíslan este elemento del resto.
La ventaja del uso de este tipo de materiales derivados de los hidrocarburos, es enorme: los diamantoides tienen una composición tal que se atraen entre sí con más solidez que otros materiales, a través de las llamadas “Fuerzas de Van der Waals”, que les empuja a agruparse en cristales de azúcar (lo que los hace visibles a cierta escala). Esto es una gran ventaja a la hora de trabajar con ellos en el laboratorio, ya que pueden manipularse para crear esas estructuras de jaula que aíslan el corazón del cable. En el proyecto desarrollaron diamantoides de apenas diez átomos de ancho, uniéndolos luego a átomos de azufre se que habían combinado con iones de cobre.
Las fuerzas de Van der Waals permitieron luego unir estos bloques (diamantoides-azufre-cobre) extremadamente pequeños entre sí para crear estructuras mucho más largas de una forma que parece casi hecha a propósito: los diamantoides permiten jugar con esas fuerzas subatómicas. Los átomos cobre-azufre se enrrollaban en el centro y los diamantoides hacían lo propio pero en el exterior, con lo que las “piezas de Lego” a nivel atómico conformaban la estructura del cable. Simplemente bastaría con repetir el proceso todas las veces necesarias para crear cables inmensamente largos unidos entre sí aprovechando esas fuerzas naturales.