Hay dos nombres fundamentales en el testimonio de lo peor del siglo XX: uno es el venerado Vassily Grossman, pero el segundo, y del que se reedita en español parte de su obra, es Ilyá Ehrenburg.

Ambos fueron testigos directos del horror de la Segunda Guerra Mundial mientras fueron corresponsales de los periódicos soviéticos, en parte responsables de la propaganda de guerra sobre el terreno, en el frente, incrustados, como se dice ahora (aunque ellos mismos, en ocasiones, tuvieron que luchar también). Los dos compartían además algo más importante: eran judíos, y entendieron como suya la causa contra el Tercer Reich. También fueron represaliados por el comunismo cuando, en los años 50 y 60, siguieron pensando por libre en un régimen donde eso era poco menos que el gran pecado original.

La historia contemporánea cobra vida a través de ‘Gente, años, vida (Memorias 1891-1967)’ (Ediciones Acantilado, 2.060 páginas – 55 euros), el recuerdo de un mundo ruso en plena transición entre el zarismo y el comunismo revolucionario, y de éste a la dictadura estalinista y el comunismo soviético de posguerra. Es el relato directo y certero de un siglo que metió los dedos en el enchufe (que diría un castizo) y que el periodista, cronista y escritor ruso supo recoger en papel. Este libro sólo apareció una vez en España, en los años 60 y por supuesto censurada por el franquismo. Ahora se reedita (por fin) el relato del otro gran ojo humano de aquellos tiempos junto con Grossman.

El libro fue publicado originalmente en revistas soviéticas y por capítulos, con lo que es bastante conocido en Rusia, donde todavía hoy Ehrenburg es un autor de referencia para la parte pensante de una sociedad por desgracia muy poco dada a desobedecer al poder después de siglos y siglos de tiranía de uno u otro color. Con este gran volumen de más de 2.000 páginas se puede seguir el rastro de la Historia en Rusia desde los primeros momentos revolucionarios junto a Lenin y Trosky, y su deriva posterior que casi se lo lleva por delante. Porque Ehrenburg lo tenía todo para culminar su existencia en Siberia picando piedra: judío, intelectual, viajero y de rasgos humanistas. 

Gente, años, vida (Memorias 1891-1967) - Ilya Ehrenburg

Portada del libro y fotografía de Ehrenburg en la última etapa de su vida

Pero sobrevivió, a duras penas, con una extensa red de contactos forjada durante toda una vida y que le permitió formar parte del sistema para evitar que éste le engullera y luego sobrevivirle de alguna forma. No como el pobre Grossman, que sufrió escarnio y represión en vida hasta casi llevarle a la muerta y que tuvo que pasar a escondidas por la frontera su monumental ‘Vida y destino’, quizás uno de los mejores libros del siglo XX. Tuvo que huir una y mil veces: primero de la Rusia zarista. En este primer exilio que narra como un viaje hacia un París occidental y que por aquel entonces era la cuna de la cultura más refinada del mundo. Allí conoce a muchos exiliados como él, en una ciudad que primero acogió a los huidos del zarismo y que después acogería también a los zaristas exiliados en un viaje de ida y vuelta revelador de la naturaleza del siglo que le tocó vivir.

Ehrenburg regresa en 1917 a Moscú para volver a viajar por Europa con permiso especial a partir de 1921. Siempre trabaja como corresponsal, periodista o propagandista de la URSS, y lo hace a conciencia, porque es la forma de conseguir que le dejen viajar como ciudadano soviético sin ser atado en corto. En paralelo inicia su carrera como poeta y novelista (controlado, eso sí). Los años 20 son de éxito y vida bohemia, sin anticipar el infierno que se avecinaba. Entonces simpatiza con las vanguardias, el lirismo y la imaginación, nada que ver con el crudo realista crítico que sería después de la guerra. Les cambió para siempre. Pero a diferencia de Grossman, Ehrenburg nunca fue una piedra en el zapato, supo navegar entre el oleaje. De hecho firmó una de las novelas clave de la Rusia de posguerra, ‘El deshielo’. Supo bien aprovecharse del sistema comunista y al mismo tiempo ser mirado con lupa.

Fue también fundamental, como parte de ese brazo propagandista comunista, en la Guerra Civil española como agitador y unificador de los antifascistas europeos frente al franquismo, el nazismo y el gobierno de Mussolini. En su vida alegre europea absorbe energías y elementos de todos los que conoce: Malraux, Boris Pasternak, o los poetas españoles. Se enamoró de España tanto como de Francia, sus dos países preferidos y que siempre estarían en su memoria. Eso no le libró del trago amargo de los juicios de Moscú, donde fue obligado a ser testigo y asistente incluso en procesos donde se mandó al cadalso a amigos y compañeros. Pero Ehrenburg sobrevivió.

Vassily Grossman, compañero de Ehrenburg durante la guerra en el frente como reportero

Fue de los pocos que intuyó que el nazismo atacaría a la URSS, algo que casi le cuesta el calabozo porque Stalin había firmado un pacto con Hitler y aplastó cualquier sugerencia de que podían ser enemigos. Pero tenía razón, y eso le convirtió en uno de los cronistas de primera línea: puso al servicio de la resistencia su talento y acompañó las campañas como periodista de guerra para la prensa soviética y también en los órganos de propaganda. Junto a Grossman formó un tándem casi perfecto que dio a la guerra un aire patriótico y épico que todavía hoy sobrecoge. Especialmente él, que se hizo inmensamente famoso y muy útil para Stalin, que le usó de acicate. Sus crónicas eran leídas en voz alta en los frentes de guerra antes y después de cada batalla, además muchas eran también leídas por la radio. Los dos firmarían luego el ‘Libro Negro’, el testimonio del horror nazi y que todavía hoy es una piedra angular en la lucha contra el olvido que muchos conservadores interesados quieren sobre aquellos años. El gran pecado de este manuscrito fue que denunciaba el antisemitismo y el racismo cerval de las autoridades soviéticas.

Sólo la muerta de Stalin le salvó: en una suerte de golpe de timón, en los últimos meses de vida del dictador, Ehrenburg se atrevió a replicarle por escrito para evitar que iniciara otra purga más, esta vez contra judíos dentro del sistema. Sólo la muerte de Stalin (todavía sin aclarar del todo, por cierto) le salvó de caer en barrena y en prisión. O frente a un pelotón de fusilamiento. Lo que quedó de él más tarde fue un autor siempre ruso, que aunque vivió entre muchas calles de diferentes países logró sobrevivir a todo pero dejando tras de sí una memoria algo parcial: es evidente que nunca contaría (todas) las miserias del régimen al que sirvió y al que sobrevivió. Pero lo cierto es que fue un testigo demoledor de aquella suerte de cultura soviética despiadada que le encumbró y casi lo entierra.

Para más datos, una espléndida crónica de Ricardo San Vicente en el diario El País.