La Física sigue adelante como un tsunami, aunque parezca que es más teoría que práctica (que en gran medida lo es), de vez en cuando los experimentos multimillonarios como el LIGO rompen la baraja a favor de pruebas prácticas que confirman teorías centenarias. Hoy se ha sabido que la gigantesca instalación ha conseguido detectar ondas gravitacionales y la luz emitida por el choque de dos estrellas de neutrones.

El descubrimiento de las ondas gravitacionales le valió el Nobel a los tres científicos que idearon gran parte de los experimentos, Rainer Weiss, Barry Barish y Kip Thorne; fue gracias a dos agujeros negros supermasivos que chocaron provocando una onda expansiva semejante a la que se forma cuando se lanza una piedra a un lago (ondas gravitacionales), una fuerza de choque tan importante que se expande por el Universo modulando y alterando el espacio y el tiempo de todo lo que le rodea. Y lo más importante, el propio comportamiento de la materia y las fuerzas que la rigen. La cuestión es que los responsables del LIGO detectaron, a la vez, las ondas gravitacionales y el estallido de luz de esa colisión de dimensiones inabarcables.

“Inabarcable” no tanto por su tamaño como por su densidad: las estrellas de neutrones son mucho más pequeñas que la Tierra en muchas ocasiones, pero la concentración y densidad de la materia en ellas es inmensa: una simple cucharada de una estrella de neutrones supone un peso de más de 2.000 millones de toneladas. Las estrellas de neutrones son en realidad zombis: antiguas estrellas normales que consumieron todo su combustible y estallaron en una supernova: lo que queda, un simple corazón ultracondensado de materia a una presión miles de millones de veces más alta que en la realidad que vivimos, es una fuerza inconmensurable.

Lo que detectaron en el LIGO fue el premio doble: no sólo confirmaron otra vez la existencia de las ondas gravitacionales, y esta vez con otro fenómeno cosmológico diferente al inicial de los agujeros negros, sino que también captaron el rastro de luz del evento. Y eso que el choque ocurrió hace 130 millones de años en una galaxia de la constelacion de Hidra, la más grande de las 88 registrada spor la astronomía. Al embestirse la una a la otra, liberaron gran parte de su propia masa en forma de esas ondas que surcaron el Universo a la velocidad de la luz, deformando parcialmente el espacio y el tiempo a su paso por la fuerza contenida.

Fue el 17 de agosto cuando fueron detectadas por el sistema automático del LIGO, un software diseñado ex profeso para automatizar el trabajo de las instalaciones, y que hicieron vibrar el sistema de láser continuo que funciona como detector y alarma conjunta del LIGO. El resto del sistema de detectores de todo el mundo (el Virgo de Europa, su instalación gemela en Italia y la otra gemela, la de Luisiana) también los detectó; pero la otra sorpresa estaba preparada más lejos, en el telescopio espacial Fermi de la NASA y el Integral de la ESA: detectaron un gran estallido de rayos gamma, la más potentes que existe después del Big Bang. Cuando por fin lograron concretar el punto de origen con ayuda del resto de la red de telescopios mundiales se dieron cuenta de que tenían el mismo origen que aquel punto de detección de ondas.

Por decirlo así, el evento tuvo dos dimensiones: una se pudo “escuchar”, o mejor dicho, “percibir” en su dimensión física, y otra se pudo ver gracias a la red de telescopios que escrutan el espacio profundo. Y lo ha hecho, además, con una fuerza demoledora: al estar apenas a 130 millones de años luz (cercano para las dimensiones del espacio) el LIGO reverberó con el descubrimiento porque las ondas hicieron sonar todas las alarmas. Para que se hagan una idea: la señal tuvo una duración de más de un minuto, cuando la de los agujeros negros apenas duró unos segundos que se podrían contar con los dedos de una mano. Y, de paso, permitieron concretar mejor el fenómeno asociado a esas explosiones de rayos gamma, las Kilonovas, un fenómeno astrofísico muy raro que también ayudará a la astronomía a entenderlas mejor.