La primera parte de la misión conjunta entre la Agencia Espacial Europea (ESA) y Roscosmos (Rusia) tiene fecha de llegada a la órbita marciana, el 19 de octubre, después de un viaje de siete meses y unos objetivos de exploración muy claros.
La primera fase del viaje culminará cuando entre en órbita de Marte y libere el módulo Schiaparelli, una sonda que caerá sobre el planeta y en menos de diez minutos tocará la superficie, concretamente sobre el meridiano Planum, para medir el campo electromagnético de Marte y el nivel de concentración del polvo atmosférico en la débil atmósfera del planeta rojo. Esta misión permitirá conocer el comportamiento del polvo marciano, responsable en la generación de las tremendas tormentas de polvo capaces de cubrir todo el planeta, un aspecto nada gratuito: serán el principal problema de la instalación de bases humanas en la superficie de Marte.
La tercera fase será la propia nave ExoMars, que se quedará en órbita para tareas de investigación, análisis y observación del planeta rojo con un instrumental que incluye un medidor de gases (para localizar metano, vinculado con los procesos biológicos), así como cámaras especiales para fotografiar y topografiar al detalle la superficie de Marte. Es lo que la ESA llama TGO. Concretamente buscará detalles topográficos que puedan estar vinculados con erosión por procesos naturales antiguos (viento, lluvia, la acción de agua, como sospecha la comunidad científica), o bien alguna señal de una potencia actividad volcánica (gases principalmente) que pudieran dar a entender que Marte no es el planeta inerme que aparenta.
La segunda parte empezará en 2018, cuando se lance el segundo módulo que llevará dentro dos rovers robóticos, el MAX-C ruso (de 65 kg) y el Rover ExoMars de 270 kg. El éxito de la primera nave condicionará en gran medida el destino de la segunda, mucho más ambiciosa aún. En esta segunda “entrega” se colocaría sobre la superficie de Marte un aterrizador inmóvil para futuras misiones más los citados rovers. Todo eso se traduce en más de mil millones de euros, la colaboración estrecha con Rusia a través de Roscosmos, el adiós a la NASA, cuyos recortes presupuestarios dieron al traste con el tándem más lógico y habitual. La ESA decía adiós así a los cohetes Atlas americanos y recibía a los Protón rusos.
El potencial fracaso no es algo nuevo. Y para la ESA no es la primera vez: en 2002 ya fracasó con el lanzamiento del Beagle-2, un módulo de aterrizaje que llegó a Marte con la sonda Mars Express, que sí fue un éxito. Pero a Europa le falló la guinda: su módulo de aterrizaje cayó y jamás dio señales de vida. Por ahora sólo EEUU y la antigua URSS pueden presumir de haber logrado hacer aterrizar una máquina en Marte. De hecho la NASA ya lo ha hecho tres veces, y las dos últimas (con los rovers Opportunity y Curiosity) han aportado datos de valor incalculable a la investigación científica. Y siguen funcionando más allá de su vida útil calculada. Para superar eso la ESA fusionó dos misiones en una (la sonda TGO y el módulo de aterrizaje) con un presupuesto conjunto de 1.300 millones de euros. La aportación española supuso el 7% de ese presupuesto.
Marte es un desafío: su atmósfera es muy delgada y conseguir que un módulo frene (por rozamiento, paracaídas o incluso retrocohetes) es casi un milagro con esas condiciones. Por eso, y porque anteriores fracasos de otras agencias espaciales siempre son aleccionadoras, la ESA diseñó un nuevo tipo de módulo, capaz de entrar a más de 20.000 km por segundo y frenar en apenas 7 minutos (el tiempo que se cree necesario para llegar a una altura media de la superficie) hasta los 30 km/hora. Luego el abanico de “frenos” es el tradicional: retropropulsores, paracaídas y un escudo térmico capa de soportar la fricción con la atmósfera. De fabricación española, por cierto. Este módulo incorpora un sistema, DREAMS, que medirá la velocidad del viento, presión, campo eléctrico y concentración de polvo en superficie para comprender mejor cómo se forman las tormentas de arena que barren el planeta rojo cíclicamente.