Superviviente del Holocausto, Nobel de la Paz, escritor, memoria viva narrada y escrita de un siglo terrible que él vivió en primera persona y contó a todos los demás. Ése era Elie Wiesel, fallecido ayer sábado con 87 años.

Wiesel era parte de una comunidad tremendamente fructífera, la de los judíos del Este de Europa, un lugar donde desde pequeños a los eslavos y húngaros se les inculcaba el antisemitismo. El resultado fue que el Holocausto, obra de los nazis, encontró muchos socios y voluntarios espontáneos. De aquello se salvó Elie siendo muy joven, capaz de soportar lo que él mismo llamó “el Reino de la Noche” después de pasar por Auschwitz y Buchenwald.

Nació en Sighet, actual Transilvania, en el seno de una comunidad judía que no vería mucho con vida: fueron deportado cuando apenas tenía 15 años a Auschwitz, donde perdió a su madre y su hermana pequeña. Las dos hermanas mayores sobrevivieron, pero él y su padre fueron trasladados a Buchenwald, donde murió el progenitor poco antes de que se liberara el campo en abril de 1945. Entre las muchas herencias de aquello fue el número A-7713 tatuado en su brazo, la marca de su cosificación y deshumanización.

Una marca que fue la memoria activa de una tragedia que marcaría su larga vida posterior. Jamás volvería a ver Transilvania, ya que después de la guerra, huérfano, viajó a París, donde se formó como periodista y escritor. Tardaría mucho tiempo en volver a pensar en el Holocausto, joven como era, ávido de vida y de existencia. Pero cuando lo hizo creó una trilogía a la altura del ‘Vida y destino’ de Vassily Grossman. Empezó con ‘La noche’ (1955), a la que seguiría ‘El alba’ y ‘El día’. Es especialmente duro porque rememora el silencio y la pasividad que mostró cuando, a su lado, su padre era golpeado. Un detalle más de una larga cadena de recuerdos sangrantes que conformó a Wiesel.

Además de escritor fue un activista fundamental a través de la fundación que creó en la posguerra para no olvidar a los muertos y para que algo así no fuera jamás dejado de lado en la memoria y la Historia. Defendió a Israel (aunque luego criticaría su comportamiento con los palestinos), a los judíos en la antigua Unión Soviética, donde eran discriminados y perseguidos (Stalin era un gran antisemita, y sus sucesores también), pero también a todos los represaliados de todas las dictaduras de su época, desde Latinoamérica a Indochina, Oriente Medio (defendió a los kurdos) o África.

Tal era el poder de su memoria que cuando Alemania se reunificó montó el cólera y advirtió que el antisemitismo volvería de nuevo porque creía que iba insertado en la psique y la cultura profunda de Centroeuropa. A fin de cuentas la memoria era su gran legado, su aportación, el acto de recordar a los caídos una y otra vez. Les iba la justificación de su existencia en ello.