Revista El Corso publica un relato original de la escritora Noemí Sabugal inspirado en Praga y aparecido en nuestra revista en septiembre, con fotos de Pablo J. Casal.

“Escribí el relato ‘La chica que cantaba a Nina Simone’ para publicarlo en una antología sobre Praga. Así que viajé a la ciudad de Kafka y Hrabal esperando que me ofreciera tan sólo un poco de la inspiración que les había dado a ellos. Finalmente el relato no se publicó en la antología por motivos un tanto particulares que no me aburriré en explicar; pero a la vuelta del viaje, con las notas que había tomado en la ciudad, acabé la historia. Éste es el resultado”.

 

La chica que cantaba a Nina Simone

 

Mi mujer gruñe un poco cuando me levanto y se vuelve hacia el lado contrario. Veo esa verruga en su espalda que tanto asco me da y el viejo camisón de flores que lleva años diciendo que va a tirar. Odio ese camisón. Y su pelo revuelto por el sueño, y sus ojos hinchados. Doy gracias a que sólo los domingos tengo que verla cómo es por las mañanas. El resto de los días no me levanto antes de las tres de la tarde y entonces olvido la verruga y el camisón y los ojos hinchados.

           Tampoco creo que a ella le guste mucho verme a mí. Esta tripa fláccida que me cuelga bajo el ombligo, el pelo de los hombros. En el último mes puede que haya perdido un par de kilos, como mucho, pero sólo se ha dado cuenta la báscula, mi barriga no ha querido enterarse.

           Mi mujer se vuelve otra vez. Tiene la nariz aplastada contra la almohada, es una hembra orangután. O un boxeador cascado. Parece la primera vez que me fijo en lo fea que tiene la nariz. Pero tal vez sea por culpa de la chica, porque su nariz está esculpida por un miguelángel y su espalda es lisa y estoy seguro de que no duerme con un camisón tan feo. Desde luego en mis fantasías duerme sin nada.

           Si hoy me hubiera despertado con Ella a mi lado no huiría de la cama tan rápido como ahora, me habría quedado a contemplarla mientras duerme.

           Lo cierto es que no me la puedo sacar de la cabeza. Me miro al espejo y creo verla detrás de mí, echándome los brazos al cuello, dándome un beso sobre unos hombros ya sin pelo. Soy un hombre nuevo gracias a Ella, soy casi el muchacho que fui, sin barriga, con toda la vida por delante. ¿Por qué voy a renunciar a eso? Una chica joven y hermosa echándome los brazos al cuello. Mi mujer fue joven una vez, pero ahora creo que nunca fue hermosa. O me estoy mintiendo. No, estoy seguro de que nunca fue hermosa, al menos no como Ella lo es.

           La chica es hermosa de la mejor forma en que una mujer puede serlo: como si no lo supiera. Esa clase de belleza que parece no conocerse a sí misma, que está allí como para que se la descubras. ¡Eres preciosa! ¿Quién, yo?, diría. Sé que no es posible, que sabe que lo es, sino no llevaría ese pelo largo y despeinado que a mi mujer la haría parecer una loca y a Ella la asemeja a un hada salvaje y libre, ni la camiseta blanca sin sujetador que vestía la primera vez, con una falda plisada bajo la que se movían sus pies descalzos. Tan estudiadamente descuidado todo, tan bohemio y estúpido como ser joven y creer no necesitar pasta, dormir en cualquier sitio, alimentarte de salchichas, recorrer Europa durmiendo en las estaciones de tren.

           Todos los veranos veo a cientos de chicas así en Praga. Miento, nunca he visto ninguna así, como Ella. Pero sí otras chicas jóvenes, estupendamente bohemias también, con cabellos largos y camisetas sin sujetador. Jugando a ser vagabundas por unos años, hasta que se casen, tengan hijos y les salga una verruga en la espalda como a mi mujer.

           Y ni siquiera canta bien, esa es la verdad. Le pone sentimiento, vale, pero lo que se dice cantar bien, no. Diría que es ucraniana, por el acento que tiene su inglés. Porque, claro, todas esas chicas cantan en inglés. Aretha Franklin, Roberta Flack, Nina Simone. My baby just cares for me.

           Me visto rápidamente. Mi mujer aún no se ha despertado pero podría hacerlo en cualquier momento y no quiero que me vea salir de casa. Comprar el periódico es una buena excusa, tengo que acordarme de hacerlo por si cuando vuelva ya está dando vueltas por la cocina, echándome la bronca por llegar tarde.

           El Chino nunca cierra. En el barrio no hay nadie a estas horas, pero él siempre está en su tienda, aunque tenga las persianas bajadas. Doy tres golpes en el cristal y me abre. Lleva una camisa vieja, pantalones cortos y sandalias. Tiene las uñas de los pies de color amarillo. El Chino me ofrece una silla y me dice que espere un momento. Desaparece en el interior de la tienda y me deja rodeado de vestidos de mujer a medio hacer y rollos de telas de colores y pensando si el Uniforme (he decidido llamarlo así, Uniforme con U mayúscula) parecerá ridículo. Espero que no, el Chino es un tío con gusto, excepto para sí mismo y sus camisas. Cuando vuelve lleva entre las manos el Uniforme y, con el mismo cuidado que si fuera una reliquia, lo extiende ceremoniosamente encima del mostrador y me lo enseña con expectación, como un artista haría con el más preciado de sus cuadros.

           Decidí hacerlo en verde y naranja, como el otro uniforme (el de la u minúscula), también con bandas reflectantes en las perneras y en las mangas, pero el diseño es distinto. La parte de abajo es verde del todo y la de arriba naranja, los colores no se mezclan. Creo que así queda más elegante. El cuello es redondo y no tiene bolsillos en el pecho. En su lugar está el dibujo de un escobón negro y a la espalda mi lema, que he puesto en inglés para que Ella también lo entienda: Sweeper of evil.

           El Chino me prueba el Uniforme y asiente. A mí también me gusta. El escobón negro me disimula la barriga y, de todas formas, aún tengo que perder unos cuantos kilos más. Me estiro hacia arriba y hacia abajo, subo las piernas y doblo los codos. Es perfecto, cómodo y flexible. Le doy unas palmadas en la espalda al Chino y éste se relaja, su obra de arte me ha convencido. Sólo falta lo último, el antifaz negro, que se ajusta bien y se pone con rapidez.

           Pago y me voy con mi Uniforme bajo el brazo, tan contento como un niño. Sé que el Chino no dirá nada, sobre todo porque apenas sabe tres o cuatro frases en checo.

 

La jornada comienza tranquila y por eso yo me voy poniendo nervioso. Pero intento ser paciente, sé que nunca falta lío en esta ciudad y menos en verano. Lo que ocurre es que es demasiado pronto. El puente de Carlos aún está lleno de turistas y voy pasando el cepillo evitando los pies cansados que se retiran camino de los hoteles. Hoy no la he visto donde siempre, enfrente de la capilla de los espejos del Klementinum. Les habían cedido su sitio a otros músicos. Seguro que mañana estará, me conforto. Ha llegado un punto en que necesito verla todos los días.

           Hace calor esta noche y me alegro de haberle pedido al Chino que la tela fuera ligera. Llevo el Uniforme oculto cuidadosamente en el carro, metido en una bolsa de supermercado. Estoy impaciente por ponérmelo, pero hay demasiada gente por aquí y aún estoy con los compañeros, todavía no nos hemos dispersado. Las luces brillan sobre el Moldava y se fragmentan en cristalitos blancos. Desde que la conozco he vuelto a mirar el río como la primera vez que vine a esta ciudad. Entonces me pareció precioso, pero con el paso de los años ya no me pareció nada. Ahora todo es más luminoso, la ciudad es más luminosa porque la tiene a ella.

           No puedo evitar preguntarme dónde estará, qué luz en qué ventana será la suya, si estará cenando ahora o escuchando música o leyendo algo. Me gustaría saber cuál es su plato favorito y si le gustan las novelas de espías como a mí y la música suave, esa que no hace daño en los oídos. Seguro que no conoce los grupos que yo conozco, es demasiado joven. Pero canta a Nina Simone, me digo.

           Conozco de memoria los adoquines de esta ciudad. No es verdad, pero casi. Los adoquines desiguales como dientes de viejo. Lo pienso mientras paso el escobón por ellos y recojo los desperdicios con la pala. Pocas veces he encontrado cosas de valor, pero nunca se sabe. Compañeros míos han encontrado bolsas con bebés o dinero (esto último no lo decimos, por supuesto, tenemos una especie de pacto de silencio entre nosotros porque para lo que nos paga el ayuntamiento…). Yo, como mucho, he encontrado alguna pulsera que nunca resulta ser de oro o una maleta con libros viejos.

           Son ya las cuatro de la madrugada y las calles están vacías. La plaza de la Ciudad Vieja está desierta y allí nos juntamos unos cuantos para fumar y tomar el café del termo de Miroslav. Después, evito la compañía y me desvío, solo, hacia la estación de trenes. En el parque que la rodea siempre hay jaleo y estoy seguro de que encontraré la oportunidad de estrenarme. El corazón golpea, bum bum, y los nervios me cosen el estómago, pero estoy preparado. Me cambio aprovechando la oscuridad de un portal. Por encima de la chaqueta del Uniforme me pongo el otro, para disimular.

           Dejo el carrito frente a la puerta de la estación y husmeo por el parque. Hay algunos guiris borrachos que duermen la mona y tres yonquis que me miran sin interés, tal vez soy sólo una de sus visiones. Empiezo a sentirme frustrado y a temer que el Barredor del Mal no podrá hacer nada hoy, cuando veo a un viejecillo que tose y se revuelca en el suelo, llevándose las manos al estómago. Está solo y parece que se ha caído del banco en el que dormía, donde están sus bolsas sucias y un perro que le mira con su único ojo bueno. El viejo gime de dolor y en él veo mi primera oportunidad. Ninguna misión es demasiado pequeña o demasiado grande para el Barredor del Mal, me digo. Me oculto tras un árbol y, aprovechando la luz escasa del parque, me pongo el antifaz y me abro la chaqueta para mostrar el magnífico escobón negro.

           El viejecillo dice ¡ay! y pone una cara rara cuando me ve. Entre la sorpresa y el miedo, imagino. Pero yo le cojo en brazos, no pesa demasiado, y me lo cargo a la espalda. Usted necesita ayuda, le digo, y el Barredor del Mal le ayudará. El viejecillo me golpea la espalda y patalea furiosamente. Supongo que no quiere abandonar sus bolsas y a su perro, pero no puedo dejarlo allí en ese estado y le ato las manos alrededor de mi cuello y los pies a mi cintura con unas cuerdas que llevo en el bolsillo (tengo en él varias cosas superheroicas que me podrían hacer falta). De todas formas el perro nos sigue mientras llevo el viejo al albergue.

           En la puerta me recibe un hombre que se me queda mirando como a un loco. Soy el Barredor del Mal, le tranquilizo, y les traigo a este anciano que necesita asistencia. El tipo frunce el ceño mientras desato las cuerdas de las manos y las piernas del viejo, que no ha dejado de revolverse para librarse de mí, pero que ahora se queda otra vez en el suelo, sollozando y abrazándose la tripa. Recuerde mi nombre y llame a los periódicos y a las radios, le digo al hombre del albergue, soy el Barredor del Mal y he venido para limpiar esta ciudad. Y cuando me voy lamento no haberle pedido al Chino una capa para poder darme la vuelta de forma más teatral, ondulando la tela tras mis pasos. Porque la imagen también es importante para estas cosas, todas las películas lo tienen claro y yo también.

 

Lenka me pregunta por qué he comprado tantos periódicos y le digo que estoy buscando una noticia sobre la ciudad más limpia de Europa. Tengo los diarios extendidos en la mesa de la cocina y la radio puesta. Las noticias no han hecho ninguna referencia a la primera acción del Barredor del Mal y tampoco la prensa, que he revisado de arriba abajo. Me digo que tengo que ser fuerte y tener paciencia. Que quizás los vagabundos no quieran ser salvados.

           Esa noche, cuando comienzo el trabajo, no puedo negarme a mí mismo lo desilusionado que estoy. Soy un fantasma abúlico que pasa el cepillo por Na Príkopê. Veo mi fracaso en los ojos de los demás, en la chica de la falda ajustada y los zapatos de tacón, en el camarero que se retira, en la gorda que pasea a su perrito. Me parece que me miran y se ríen y siento que dentro me crece una bola espesa de odio y desesperación. Pero es muy fácil rendirse y un héroe nunca se rinde, me digo. Así que me cambio y decido pasarme por la plaza Wenceslao, donde puede estar el Mal: el tráfico de drogas, las prostitutas y sus chulos.

           A ver si hay suerte.

           Las luces de las farolas son tan amarillas como las uñas del Chino. Las chicas están discretamente apoyadas en algunos portales y no parece haber ningún problema. Me gustaría salvarlas también, pero creo que no se dejarían. Frente al hotel Adria una pareja se besa como si no hubiera cenado. Y yo pienso en Ella. Hoy llevaba un vestido de tirantes azul que hacía inútil la imaginación. Cantaba Love me or leave me y casi me vuelvo loco. Estuve un buen rato escuchándola, apoyado en el carro, y no me miró ni una sola vez. Soy invisible para Ella. Pero eso me hizo recordar por qué estoy en esta misión y por qué no debo hundirme.

           Un borracho mira los títulos en los escaparates de Knihy Books, un taxi recoge a una mujer que llora, el adolescente de la esquina me ofrece maría. El Barredor del Mal no puede fumar maría, me dan ganas de decirle, y de mandarle a casa de una colleja. Además la maría me sienta mal. La noche es tan suave, por decirlo así, y tan apacible que empiezo a pensar que hoy no conseguiré nada. Estoy a punto de darme la vuelta e irme, cuando veo algo en la calle Stêpánská. Son un hombre y una mujer que parecen estar discutiendo, tal vez una pareja. Me acerco procurando que el carro no haga ruido (lo he engrasado hace un par de días, con este objetivo) y entonces veo que el hombre, un colgado de pelo largo, lleva una navaja en la mano. Está atracando a la mujer. Estoy tan contento que podría saltar, pero no hay tiempo que perder. Me pongo el antifaz, agarro el escobón y corro hacia ellos con un grito de guerra. Al tipo apenas le da tiempo a verme, le doy un golpe con el cepillo en la espalda y se tambalea, con otro más consigo que caiga de rodillas y suelte la navaja, el tercero (en la cabeza) lo desploma. La mujer, una rubia demasiado maquillada, se me queda mirando. Sobrecogida por mi rapidez y mi fuerza, imagino. Pero también pienso que, de la sorpresa, es posible que eche a correr. Así que le digo: señora, no tiene usted nada que temer, soy el Barredor del Mal y estoy aquí para protegerla. A la rubia se le descuelga la boca. Ahora ya no tiene intención de huir de mí y me siento satisfecho, hay que saber manejar estas situaciones, la gente es muy impresionable. A cambio de haberla salvado le pido un favor, uno muy pequeño, llame usted a los periódicos y a las radios y cuénteles lo que ha ocurrido. La rubia asiente, todavía muda. Le tomo la mano y me la acerco al pecho, algo que me parece muy fino y apropiado, y la dejo atrás, aún temblorosa, sabiendo que su encuentro conmigo será algo que contará a sus nietos, como se suele decir.

 

No es siquiera una noticia, apenas un breve, lo que sale en los periódicos. Las radios ni citan lo ocurrido, pero me digo que ya es algo. Aunque me parece notar en las informaciones un leve tono burlón. No importa. Me siento grande y valeroso. Recorto los dos pequeños textos que he encontrado y los guardo en el álbum como un tesoro. Ahora, me digo, no hay vuelta atrás.

           Pero las dos noches siguientes son peor que tranquilas. Nada. Busco por todos lados y ni puedo ayudar a un niño a levantarse de un resbalón.

           La tercera es otra cosa. Cerca de la plaza de Malá Strana encuentro a una chica intentando reanimar a su novio, que está derrengado en un portal con la cabeza colgando hacia fuera. Por cómo huelen entiendo que el chico tiene un coma etílico, aunque la muchacha aúlla como si estuviera muerto. Intento tranquilizarla. Le indico por gestos que me empuje el carrito y recojo a su novio. El chico está totalmente inmóvil, pero su respiración mocosa  demuestra que sigue con nosotros. La chica me mira entre el aturdimiento y el éxtasis y observa mi increíble Uniforme de Barredor del Mal.

           En las puertas del centro de Urgencias hay algunos familiares de pacientes que fuman en silencio. Ellos también me miran, deslumbrados. Y entonces tengo una idea que no sé por qué no se me ha ocurrido antes. Camera?, le pregunto en inglés a la chica. Ella al principio no me entiende y me empuja para que pase a su novio al interior. Pero tendrá que esperar. Le repito la pregunta y ella, confusa, saca su móvil. Yes, le digo, y le indico que nos haga una foto. Me coloco mejor el antifaz y adopto la postura más viril que se me ocurre. Ella nos flashea y le digo, en mi inglés malo malo, que la envíe a los periódicos. Newspapers, le repito varias veces, señalando su móvil, y dejo al chico en el recibidor del centro de salud. Una enfermera me sigue con requerimientos y preguntas, pero la ignoro y sonrío con la satisfacción del deber cumplido. Por fin, al día siguiente, tres periódicos publican la fotografía y hablan (en titulares grandes) del Barredor del Mal. Y ahí estoy yo, sonriendo, con el escobón negro en el pecho y el chico babeando a mi espalda, sobre unas informaciones que me siguen pareciendo algo jocosas pero bajo las que (ahora lo sé) late una profunda admiración.

Plaza Wenceslao de día (Pablo J. Casal)

 

Todos mis compañeros siguen las aventuras del Barredor del Mal. Y además es una suerte que todo el mundo tenga un móvil de esos con cámara. Cada vez salgo mejor en las fotografías, más poderoso y creíble. Ahora a los barrenderos nos miran distinto y los praguenses nos saludan con simpatía. Para los turistas nos hemos convertido en algo tan digno de ser fotografiado como el reloj astronómico o la catedral de San Vito. Incluso más. Nos piden que posemos con los cepillos y las palas, de frente y de perfil, y las japonesas se nos pegan como lapas y nos hacen tantas fotos que ya estamos empezando a llevar gafas de sol.

           Van bien las cosas para el Barredor del Mal y me siento tan orgulloso que me gustaría decirles a mis compañeros que soy yo, pero en cambio leo con ellos las noticias en los periódicos y exclamo ¡vaya! y ¡qué tío!, y comentamos lo que hace mientras tomamos el café en la plaza de la Ciudad Vieja. Por ejemplo el caso de esa anciana paralítica a la que salvó después de que se le incendiara el salón por una plancha que había dejado puesta (la verdad es que fue una suerte ver ese día el humo saliendo por la ventana), o el atraco frustrado a un grupo de franceses (les di con ganas a los dos chicos que querían quitarles el dinero; uno de ellos perdió incluso tres dientes, según la prensa).

           El Barredor del Mal está cumpliendo. No es difícil ser un superhéroe, creo yo, pero también tengo que agradecer que en Praga casi no haya atracos con pistolas ni nada semejante y que baste con un poco de mala leche y un escobón grande para espantar a cualquiera. Como a ese idiota seboso que estaba intentando propasarse con una chica cerca de la Sinagoga Klausen o a los dos carteristas a los que dejé aplastados como uvas pasas en Kampa. Hasta mi mujer está fascinada y me enseña las hazañas del Barredor del Mal en los periódicos. ¿Has visto?, me dice, ¡qué hombre, dios mío! Yo me hago el indiferente, pero cuando pienso que hasta las mujeres de Praga suspiran por mí me estremezco de alegría. Y la evoco a Ella, claro, con más confianza que nunca. Hasta un día, en una televisión local, llegaron a hacer un debate con el lema ‘El Barredor del Mal: ¿Loco o héroe?’. No es que me gustara mucho la idea, pero comprendo que estos periodistas de algo tienen que hablar.

 

Qué lejos hemos llegado, tú y yo, me digo a mí mismo mientras me asomo al río para pensar. Qué lejos.

           Es una noche maravillosa. El castillo ahí arriba, iluminado en ámbar pálido; al fondo el tranvía que cruza el puente de las Legiones como un gusano luminoso, un violín que suena en alguna parte, dos barcos rompiendo las aguas oscuras del Moldava. Hasta la luna, redonda y blanca en un cielo despejado, parece haber sido puesta por un decorador teatral. Qué sereno y hermoso y espléndido todo.

           Bajo por Karlova sorteando ríos de gente. Los turistas se toman sus helados y gintonics en las terrazas y hay una cola de ellos aguardando frente al teatro TaFantastika. Yo sólo pienso en la chica y antes incluso de llegar al Klementinum ya la oigo y el aire se vuelve más dulce con su voz suspendida en él. Está cantando Little girl blue. Ahora ya me sé todas las canciones de Nina Simone, gracias a Ella, aunque no siempre las entiendo bien.

           Sit there, count your little fingers

           Unhappy little girl blue

           Su vestido de gasa blanco palpita alrededor de sus piernas morenas, sobre sus pies siempre descalzos, y le deja los hombros desnudos. En los hombros le brilla la luz de las farolas y también en los ojos, de un verde casi irreal.

           Count the little raindrops

           Falling on you

           Me siento como si una mano me acariciara la espalda, como si su voz fuera esa mano. Sus labios están húmedos y pienso que anhelantes y su pelo se agita convertido en agua o en niebla.

           Why won’t somebody send a tender blue boy

           To cheer up little girl blue

           Todo el mundo aplaude y a mí también me arden las manos. Los músicos hacen un descanso y yo me acerco a Ella, tan nervioso como si fuera a morirme. Está bebiendo de una botella de agua, se refresca, y me sonríe cuando ve que me acerco, con el álbum en las manos como si fuera un trofeo. Creo que piensa que voy a pedirle un autógrafo. Abro el álbum y le voy enseñando los recortes de prensa, aún en silencio. Después, con el poco inglés que he podido aprender en los últimos tiempos (ha formado también parte del entrenamiento superheroico), le digo mira éste soy yo, soy el Barredor del Mal, y todo lo he hecho por ti. Porque te quiero, porque estoy enamorado de ti.

           I´m in love with you, le repito.

           Ella se echa el pelo hacia atrás y me mira, desconcertada, supongo que conmovida. Dejo el álbum en el suelo y me quito la chaqueta del uniforme para enseñarle el otro Uniforme, con el escobón negro sobre el pecho que ha cosido el Chino con toda delicadeza. Me siento tan turbado como si me estuviera desnudando ante Ella, que es en parte lo que estoy haciendo, desnudando mi alma. Me pongo el antifaz, cojo mi propio escobón y lo levanto por encima de mi cabeza e intento adoptar alguna de las poses en las que me tomaron las fotografías que salen en los periódicos.

           ¿Lo ves?, le digo, soy yo, soy el Barredor del Mal y he venido aquí por ti, para amarte siempre y que sólo cantes para mí.

           Entiendo que Ella no sabe qué hacer ni qué pensar. Está maravillada y sobrecogida y pasmada. Y yo estoy con el corazón saliéndoseme del pecho. Ignoro el corro de gente que se ha formado a nuestro alrededor, y por fin me arrodillo y le tomo la mano a la diosa y le doy un beso largo y emocionado, porque por fin nos hemos encontrado.

           Y todo es como en mis sueños, porque Ella abre mucho los ojos y después me rodea el cuello con sus brazos y exclama ¡oh! varias veces y me besa en la mejilla y me dice (en inglés) ¡oh, Barredor del Mal, quiero ser tuya y que nos vayamos juntos muy lejos! ¡Yo también te amo, Barredor del Mal!

           I love you!, exclama, arrebatada.

           Todo es como en mis sueños, hasta que ella se da la vuelta y se acerca a uno de los músicos, el tipo con rastas que toca la guitarra, y me señala, y los dos se ríen. Y no vuelve conmigo y el chico le rodea los hombros y se ríe más fuerte, doblándose sobre su estómago. Y yo, todavía arrodillado en el suelo, no sé ni qué decir. Soy el Barredor del Mal, soy un superhéroe, pero no entiendo nada.

Noemí Sabugal en Praga (Pablo J. Casal) 

Tienda de marionetas / Botellas de absenta y ‘cucarachas kafkianas’ (Pablo J. Casal)

Reloj astronómico / Suelo de adoquines en el centro histórico (Pablo J. Casal)

Antiguo cementerio judío

Antiguo cementerio judío de Praga (Pablo J. Casal)

Tranvía y Torre del Puente en la Ciudad Vieja (Pablo J. Casal)