El Thyssen-Bornemisza presenta la primera retrospectiva en España de Georgia O’Keeffe (1887-1986) a través de una selección de 80 obras que demuestran el inmenso peso, influencia y creatividad de la artista, considerada “génesis” del arte norteamericano durante el siglo XX, como inspiradora y desarrolladora. La exposición abrirá sus puertas el 20 de abril (hasta agosto de este año).
IMÁGENES: Wikimedia Commons – IMAGEN DE PORTADA: Oriental Poppies (1928)
Nacida en 1887 y fallecida en 1986. Faltó poco para que fuera una centenaria. Llegó al mundo en Sun Prairie, en el invernal y frío Wisconsin, para terminar sus días en el soleado Suroeste de EEUU. O’Keeffe fue principalmente tres personajes en una sola vida. Primero: la pionera del arte creado por mujeres, donde imprimió una huella de sensualidad evidente en sus múltiples obras sobre flores, en las que todos los espectadores (por mucho que ella insistiera en que no era así) veían genitales femeninos, pero también supo abrirse camino con su talento, su particular estilo (definido en la Historia del Arte como “preciosismo”, quizás muy alejado de lo que realmente hacía) y un carácter a prueba de bombas. Segundo: fue un espíritu libre en muchos ámbitos (desde la sexualidad al control de su obra) y no dejó nunca que el mundo exterior entrara en su particular territorio, ese estudio final de Nuevo México, “Shanty”, en el que sólo podía estar ella. Sería en la ciudad de Santa Fe, cabeza de ese estado, en el que se levantaría luego el museo dedicado a la pintora. Tal fue su huella en el Suroeste.
Tercero: fue pura modernidad, un motor indispensable para el arte contemporáneo norteamericano, que desde el arte abstracto amoldado a muchas otras influencias (desde el paisajismo al modernismo) no sólo hizo que la cultura de su país madurara por fin desde el realismo y la representación del siglo XIX hacia las vanguardias. Hubo un antes y un después de ella. Especialmente en los años 20 y 30 en los que cimentó su particular estilo lleno de escenas de Nueva York y naturaleza sometido a su particular visión. Fue esta época en la que O’Keeffe quedó fijada en el imaginario cultural de EEUU como la gran moderna, en lo personal, en lo artístico y en los valores propios que todos vieron en los cuadros sobre Nueva York. Pero también por uno de sus mentores, Arthur Wesley Dow, que desde sus clases en Virginia alentó el gran cambio en Norteamérica a través de sus alumnos, como la propia O’Keeffe.
O’Keefe y el paisaje urbano neoyorquino: Radiator Building (1927), Brooklyn Bridge (1949) y el mítico ‘Calle de Nueva York con Luna (1925).
La influencia del arte abstracto en su obra es determinante. La exposición retrospectiva dará buena cuenta de esa huella, de una corriente que O’Keeffe hizo suya hasta moldearla a su gusto. Parte de ese trabajo con Dow llegaría a manos de Stieglitz en 1916, año clave en la vida de la pintora: no sólo conoció al que sería su amigo, socio, amante, pareja y exhibidor a través de la galería ‘291’ de Nueva York, sino que fue la fecha (mes de abril) en el que la gran ciudad vio sus dibujos. Diez, concretamente. Su vida se movió durante algunos años entre la urbe y su trabajo como profesora en Texas, donde nacerían muchos de sus temas personales (cielo, amaneceres, naturaleza), que estarán presentes en la muestra del Thyssen-Bornemisza. El plan de trabajo es mostrar su carrera desde 1910 (cuando abrazó la abstracción) hasta la época de Nuevo México, fascinada por la cultural del suroeste y el poder desnudo de la naturaleza.
En los años 20 fundiría en un solo cuerpo creativo las diferentes líneas artísticas y vitales: se convierte en una locomotora capaz de unir abstracción, simbolismo, figuración, paisajismo urbano (a partir de las técnicas fotográficas que usaría incluso para sus pinturas sobre flores), pero también de vivir personalmente cómo deseó, una libertad extraña para la época, más propia de nuestro siglo que del suyo, en el que dio rienda suelta al erotismo en vida: bisexual, liberada de la monogamia y emparejada con Stieglitz, igual de abierto y bisexual que ella. De hecho el fotógrafo llegó a acumular hasta 350 fotografías de estudio de ella hasta finales de los años 30; Georgia fue su modelo, su amor y su objeto artístico y profesional, ya que Stieglitz financió su carrera artística en beneficio del arte y de ambos. No obstante, las continuas idas y venidas de Alfred le causarían cicatrices emocionales que corregiría con sus sucesivas escapadas hacia Nuevo México, donde encontraría ya en un viaje en 1934) su particular edén: Abiquiú, una localidad cercana a Ghost Ranch característica de este estado del Suroeste.
O’Keeffe y la vegetación: Black Iris (1926) y Grey line with black, blue and yellow (1923)
Pero también fue en los años 20 y 30 cuando marcó su obra: en 1924 O’Keeffe realizó ‘Petunia nº2’, la primera de sus flores de gran formato, que pronto se convertirían en sus obras más aclamadas. Poco después comenzó una serie de paisajes urbanos que tenían como protagonista a la ciudad de Nueva York y en 1931 realizó su primera pintura de huesos. Aunque pueda parecer frívolo, su trabajo con las flores la encumbraron más por lo que el público veía en ellas, genitales y sexualidad, que por lo que realmente quiso representar, el juego de la forma y la luz con el color. Esta labor de reconstrucción del denostado “arte de mujeres” la llevó mucho más lejos y la asoció con el feminismo, aunque ella, literalmente, “iba por su camino”. Nunca quiso unirse al movimiento y rechazó que la instrumentalizaran. Ya en esa época, fundamental en su vida, marcó su territorio: en el estudio entra sólo ella, no quería interrupciones, era una “artista”, no una “mujer artista” (en un claro ejemplo de carácter independiente incluso de movimientos que ella ayudó a cimentar con su obra) y su estilo era producto de fusiones pero enteramente suyo. Personalista.
Tal era su fuerza que fue pionera incluso en el acto de la retrospectiva: en 1946 el MoMA ya hizo la primera sobre su obra. Pero el reverso de la vida estaba ese año: la muerte también 1946 de Stieglitz dejaría también huella. Fue el momento de cambio: la sentida muerte de quien había sido amante, pareja, socio, amigo y alma comprensiva (pero que también la había amargado hasta el punto del daño psicológico) la empujaría a los cambios que la llevarían a una nueva vida plena. Y a una mayor independencia: O’Keeffe fue definida por amigos y extraños como alguien sin ataduras, solitaria, individual, “una personalidad espinosa”. No obstante, en aquella tierra luminosa de cielos inabarcables y naturaleza salvaje encontró la paz, el sosiego y también el estímulo para variar una vez más sus temáticas y perfeccionar su estilo. Para entonces ya era un mito americano, la creadora del “arte indígena americano” en el sentido de que fue la primera creadora capaz de sacar el arte de su país de las garras de Europa. Aunque llegó más tarde que otros genios de la primera mitad del siglo XX a las vanguardias, pocos artistas han sabido sacar mejor partido de ellas para cimentarse a sí mismos.
Red Hills & Bones (1941)
O’Keeffe y Stieglitz
Suele ser habitual reducir la vida de muchas mujeres a su relación con algún hombre, o con varios. Su vida sentimental puede ser la coartada para rebajar sus méritos. O bien se atribuyen las razones a él, o bien ella se aprovechó. En el caso de Georgia O’Keeffe y Alfred Stieglitz podemos afirmar que el aprovechamiento fue mutuo. En múltiples aspectos: él fue amante, amigo, socio y dueño de la galería de Nueva York (‘291’) que a partir de 1916 participó en al ascenso de O’Keeffe. La usó como modelo para sus series fotográficas (le hizo cientos de fotos) que le granjearon reputación y fama. Ganó materialmente y también emocionalmente, pues la relación abierta como amantes y socios se convirtió en 1924 en matrimonio. Ella encontró un patrocinador, un benefactor, un protector dentro del mundo del arte que la ayudó a elevarse como artista.
Se beneficiaron mutuamente mientras soportaron las querencias de cada uno: él era un adúltero consumado, bisexual y que buscó todas las puertas posibles en busca de amor. Ella, que también gobernaba su vida de la misma forma, aprendió pronto que Stieglitz amaba sobre todo a Stieglitz. Según la biografía de Benita Eisler la relación fue siempre un “acuerdo tácito” entre ambos, sin necesidad de ser expresado donde rechazaban el enfrentamiento (a pesar de las idas y venidas de él y la libertad de ella). Sin embargo Alfred empezó en 1928 una nueva relación, más intensa y permanente, con Dorothy Norman, lo que coincidió con un bajón artístico y una depresión que la empujó a cambio de aires (Nuevo México). No sirvió de mucho: en 1933 sufrió un colapso nervioso por la toxicidad de la relación con Stieglitz que la obligó a dejar de pintar. Después de eso, en otro viaje a Nuevo México, encontró su lugar en el mundo, Abiquiú, en Ghost Ranch, y decidió que ése sería su futuro. Desde 1940 abandonó definitivamente Nueva York y sólo volvería en el 46 para acompañar en sus últimos momentos a Stieglitz (aún era su marido legalmente) y esparcir sus cenizas en el lago George al norte del estado.
Georgia O’Keefe
Ram’s Head, White Hollyhock-Hills (1935)