Entre la evocación del amigo y la disección de un ser humano se encuentra ‘Glenn Gould (No, no soy en absoluto excéntrico)’, una vida narrada a través de la memoria secundaria de Bruno Monsaingeon, amigo y confidente del pianista Glenn Gould. Acantilado publica la traducción al español de un libro que rompe formatos para narrar la verdadera esencia de un loco, un excéntrico y un ser humano único que legó a la música un arte interpretativo tan diferente como grandioso para la música.
La sorprendente personalidad de Glenn Gould, su extraordinario talento interpretativo, su intensidad y su carácter escurridizo han fascinado a varias generaciones que vieron en el intérprete canadiense a un músico deslumbrante y singular capaz de inspirar tanto a músicos como a melómanos y lectores. El hechizo de su música y su carisma también cautivaron a Bruno Monsaingeon, quien logró trabar una amistad y colaboración que se prolongó hasta la prematura muerte del intérprete. Este libro recoge las evocaciones del amigo, así como las vivencias de aquellos años a través de textos e imágenes que nos descubren el universo gouldiano en un retrato casi autobiográfico.
Bruno Monsaingeon (París, 1943) es director de cine y escritor. Violinista de formación, la toma de contacto con la obra de Glenn Gould lo llevó a realizar y producir documentales de temática musical, la mayoría centrados en los intérpretes más notables de la música clásica del siglo xx. Es autor de algunos de los documentales más famosos sobre Gould, como ‘Glenn Gould, the Alchemist’ (1974); ‘Glenn Gould. The Goldberg Variations’ (1981) o ‘Glenn Gould, hereafter ‘(2006), así como de diversos libros dedicados a Gould, Sviatoslav Richter y Nadia Boulanger.
Gould (1932-1982) apenas tuvo 50 años de existencia y muchos menos de vida profesional: se retiró a los 34 años. Se fue, dijo, porque no quería competir con nadie más: él era como era, y no le interesaban las luchas de divos. Así que se dedicó sólo a grabar en estudio. Afortunadamente para todos nosotros. Sólo en contadas ocasiones aparece alguien de su talento, que traía consigo también una controvertida forma de ser y una nueva visión de lo que suponía tocar el piano, una de esas actividades que parecían sacadas de un cuadro religioso: pompa, circunstancia, pajarita, solemnidad, como los pilares de una catedral.
Fue un revolucionario que cambió la forma de interpretar a los clásicos, con una forma igual de bizarra de tocar el piano, con una gestualidad y comportamiento que se salía por completo de lo normal y esperado en alguien de su oficio. La expresividad física de los músicos es algo muy habitual: los hay que dejan de respirar, otros cierran los ojos, dibujan muecas contenidas y gestos que son espitas de la presión que supone ejecutar una partitura. Muchos de ellos luchan contra el siempre tenso momento de tocar en público.
Pero Gould los superó a todos: se encorvaba como el Igor de la película de Frankenstein, tarareaba mientras tocaba y su cara se convertía en una mueca extraña que desconcertaba. Pero lo que brotaba de sus dedos era sublime, tan superior a la media que era imposible que no se obviaran esas neuras convertidas en parte de su particular estilo renovador. De nacionalidad canadiense, era sobre todo un iconoclasta capaz de convertir un piano en un huracán, recogido y plasmado incluso en sucesión de viñetas que juntas parecen una película, como si cada una de ellas fuera un fotograma. Para botón una de sus frases célebres: “Creía firmemente que todo el mundo compartía mi pasión por el cielo nublado. Me sorprendió mucho darme cuenta de que algunas personas preferían el sol”.
El músico más raro nunca visto (y escuchado)
Glenn Gould fue adicto a las pastillas, sentía auténtica fobia hacia lo que no conocía o dominaba, tenía continuas salidas de tono para la sociedad más estática, no guardaba los códigos de la música clásica, la cual revolucionó con su forma de interpretar y de ser. A cambio de tanta rareza grabó las ‘Variaciones Goldberg’ de Bach de una forma que nunca antes nadie habría imaginado. Simple y llanamente era un ser superior por su talento. Sus discos son ya un canon artístico más allá de estilos y formatos. “Lo que ocurre entre mi mano izquierda y mi mano derecha es un asunto privado que no le importa a nadie” dijo en una entrevista cuando le preguntaron por su extraña postura, flexionado sobre el teclado casi como si estuviera en el vientre materno.
Gould parecía un elefante en una cristalería: mientras el resto subía impoluto a los escenarios, él se presentaba con el frac mal puesto y arrugado, abrigado con bufandas o cualquier cosa que se pudiera poner encima; antes de salir metía las manos en agua durante varios minutos y jamás daba la mano por fobia social y por miedo a que le lesionaran. Era un solista solitario, hermético, que vivía en su mundo particular, más pendiente de las salas de grabación que de conciertos en directo, que le atemorizaban tanto como para huir de sus fans (que los tenía a miles). No soportaba gente nueva, por lo que sólo tuvo de maestros de piano a su madre y al chileno Alfonso Guerrero: a ambos los dejó atrás cuando se dio cuenta de que ya no le podían enseñar nada más.
Le idolatraron tanto como le pusieron bajo la lupa de la sospecha, no por su talento, que era innegable, sino por su estado psicológico. Su muerte fue tan rocambolesca como su existencia: un derrame cerebral provocado por una infección mal curada causó su fallecimiento. Se medicaba de forma compulsiva y era un adicto a esas mismas pastillas (especialmente al Nembutal), que acentuaron su psique con posible síndrome de Asperger, en el que el individuo tiene rasgos de autismo, fobia social (hablaba por teléfono en lugar de mantener diálogos cara a cara) y una sensibilidad sensorial extrema al entorno. Para entonces ya era una leyenda con fans como Herbert von Karajan.