Alfaguara publica el 17 de septiembre ‘Hijos del carbón’, de Noemí Sabugal, hija y nieta de mineros, leonesa de la montaña y de las cuencas mineras. Periodista y escritora que ha trazado un viaje evocador y literario de un mundo que se nos va de las manos, repleto de problemas pero que fue parte de las vidas de mucha gente, que ha bajado el telón con más tristeza y pena que gloria. Viaje de datos, de conocimiento pero sobre todo de empatía y recuerdos.
Quizás sepan cómo se hace una pulsera trenzada. Yo me acuerdo del colegio, cuando algunas compañeras (los chicos, entonces, no hacían esas cosas) se juntaban para hacer pulseras de tela y cordeles de diferentes colores. Es sencillo: se eligen, por ejemplo, tres cordeles y se entrelazan, poco a poco, cada uno con los demás, en una espiral que tiene un patrón muy concreto que sólo se ve cuando se lleva un buen trecho del trabajo. Entonces, de tres colores, aparece ese esquema múltiple, llamativo, nuevo, que culminará en una pulsera. ¿Por qué les cuento esto? Porque Noemí Sabugal ha construido una de esas pulseras trenzadas con ‘Hijos del carbón’, un ensayo que no es ensayo, un libro realista, exhaustivo, emocional y biográfico, una mirada periodística tan heterodoxa que termina por no ser periodismo, sino un mestizo. No es nada de lo que parece, es todo y ninguno al mismo tiempo. Es, repitiendo la metáfora, una trenza con un patrón nuevo de elementos diferentes. Y no sólo de palabras: Pablo J. Casal hizo el viaje en paralelo, cámara en mano, para dar sentido visual a ese mundo narrado, en blanco y negro, como los recuerdos, como el carbón sobre la piel. El tándem lenguaje-imagen que completa el viaje y permiten completar el escenario.
Lo fácil sería hablar de un mundo que agoniza. La historia humana está repleta de ejemplos de culturas, sistemas, épocas y modos de vida que nacen, crecen y luego mueren. Es una constante. Más vale no llorar, pero a veces es inevitable. Recordar es tan humano como innovar. Leyendo ‘Hijos del carbón’ no puedo evitar pensar en el mundo de los escribas medievales frente a la imprenta, o los viejos comerciantes mediterráneos después de 1500, cuando la apertura del Atlántico, el Índico y el Pacífico convirtieron el Mare Nostrum en un lago aislado; pienso en los gremios de artesanos en pleno siglo XIX, cuando la producción industrial en masa les pasó por encima, en lo que debieron sentir y pensar cuando aparecieron las máquinas a vapor que les convirtieron en prescindibles después de milenios de tradición, en los ingenieros especializados en el motor de combustión frente a los que trabajan en Tesla o los que preparan los motores de hidrógeno en otras marcas. Mundos que sucumben, superados, o en este caso concreto del carbón en España, abandonados porque contaminan, porque ya no son rentables o porque políticamente ya no interesan. O todo a la vez.
La Unión Europea se embarcó hace unos años en una tarea titánica: sustituir el sistema basado en el carbón, el petróleo y el gas por otro de energías alternativas. Y el orden en el que he colocado los tres no es casual: primero morirá el carbón, luego el “zumo de dinosaurio” como lo llaman jocosamente muchos, y finalmente el gas, que vive ahora su particular expansión sustitutiva de sus otros dos hermanos químicos. Es más fácil cerrar una mina, aunque no se haya agotado, que el Golfo Pérsico. Todavía queda mucho carbón bajo la superficie, otra cosa es que forme parte del sistema de los hidrocarburos, que la conciencia social haya variado, que otros países produzcan con costes más bajos, que las minas fueran siempre un foco de reivindicación social y laboral. Dieron muchos problemas políticos, y llegaron incluso a poner de rodillas al franquismo con sus huelgas. Fueron el ariete, y eso se paga. En las páginas de ‘Hijos del carbón’ se adivina esa alargada sombra política, aunque Sabugal se centra en la gente, en el negocio y en las circunstancias humanas. Lo que importa es ese mundo que ya es más pasado que presente. Las personas que lo conformaron.
Fotografía de Noemí Sabugal por Pablo J. Casal / Portada (Alfaguara)
Cientos de miles de ciudadanos vivieron de aquello: por cada minero había una familia que, como narra Sabugal, muchas veces vivían en pueblos creados ex profeso para ellos, con economatos propios, escuelas, bibliotecas, pabellones deportivos y todo tipo de ventajas para las familias de los trabajadores. El modelo de la empresa-padre llevado al extremo. Una generación tras otra bajaba a la mina o picaba en los yacimientos de cielo abierto: abuelos, padres, hijos… y muchas mujeres, siempre marginadas y a las que costó muchos años poder entrar en la mina como sus hermanos, padres y familiares, a las que la autora reivindica con historias que dan vergüenza ajena del comportamiento masculino. Sabugal cuenta cómo la jerarquía de la empresa (directivos, ingenieros, jefes, mineros, auxiliares) se prolongaba en la vida real fuera de los horarios de trabajo, porque casi siempre se vivía junto a las minas, y lo hacían todos juntos. Era un microcosmos insertado en montañas y valles, un mundo ajeno al agrario y el urbano. Vivió su época de esplendor y dio de comer a muchísima gente, revitalizó comarcas rurales y fue el motor de regiones enteras… hasta que dejó de serlo. Tempus fugit. Entierra el cadáver y pasa a lo siguiente. Como si fuera tan fácil.
Uno de los cordeles de Sabugal es su propia experiencia vital, sus recuerdos de infancia como hija de un minero en las cuencas leonesas, en Santa Lucía de Gordón. La autora usa sus recuerdos para abrirnos las primeras puertas del viaje que realiza. Otro cordel es la historia real del negocio del carbón, en datos, en sucesos, en las tragedias de los accidentes que solían llevarse vidas por delante (muchas veces, como ella misma narra, por puras casualidades). Un tercer cordel es el ojo de la reportera que realiza un viaje incansable por Asturias, León, Palencia, el Ebro, Andalucía y Cataluña siguiendo los pasos de los focos de minería del carbón. Existe un cuarto, invisible, pero que también se trenza y da sentido: las ganas de contar ese mundo con la literatura de la mano, el pegamento de todo el libro.
Porque en cuanto empiezan las cifras, los datos, la narración aséptica, la escritora de novelas emerge con algún requiebro que será una delicia para los que no estén acostumbrados al ensayo. Puede hacerse a veces difícil de leer por la enormidad de datos, hilvanados de manera periodística para hacerlo más llevadero, cómo Sabugal intercala lugares, estadísticas y sucesos históricos con episodios humanos, anécdotas y una mirada que rompe los esquemas del ensayo. A veces con humor, a veces con sentimientos, otras con la Historia como un mazo. No se trata de crear un alud que haga perder el paso al lector, sino de guiarle. Sabugal trenza y patea ese mundo con una linterna estilizada, para que no cedamos a la tentación de cerrar el libro, en especial para los que no sabían casi nada de la minería y puedan tener la tentación. “Te voy a llevar por un bosque”, parece decir entre líneas, “no te pierdas, tú sígueme”. Las fotografías de Casal ayudan a entender ese lamento de abandono, anticipando y subrayando los capítulos. Se cae el ánimo a los pies cuando asoman imágenes que hacen barruntar el páramo que construirán las palabras.
Formalmente parece un ensayo, pero no lo es, al menos no para un formalista acostumbrado a leerlos durante toda su vida. Aunque el catálogo de Alfaguara, editora del libro, y la autora, insistan en ese concepto, no es un ensayo al uso. Por eso va a funcionar como lectura precisamente para la gente que no leería nunca el típico ensayo tradicional, y este libro va directamente hacia donde debe, a la gente de las cuencas mineras. No es difícil imaginarse a los ex mineros y sus familias con ‘Hijos del carbón’ en una estantería, las tapas dobladas de abrir y cerrar, manoseado, incluso puede que con notas o marcas donde estaba su pueblo, su mundo, que ya es más recuerdo que realidad. Es la historia racional-sentimental-histórica de ese mundo que ella vivió a fondo: lo conoce perfectamente, y lo que ignoraba debió de aprenderlo en el trabajo de documentación.
Cantar loas a los mundos en decadencia es muy habitual. La nostalgia es un enemigo atroz, porque congela el presente e hipoteca el futuro. Otra cosa vendrá, suele decirse, pero a las cuencas mineras no termina de llegar nada. Sabugal se ha empeñado en rendir cuentas, consigo misma (hija del carbón ella misma, nacida y crecida en las cuencas mineras de León), con “su gente” (y debe entenderse esta expresión todos los que crecieron como ella acunados en el negocio del carbón), con su patria chica (León y Asturias) y con su propio oficio de periodista. Noemí Sabugal ha escrito ‘Hijos del carbón’ con el corazón en una mano y la mente en la otra. Se adivina, en la forma literaria de narrar, a la novelista autora de ‘Una chica sin suerte’ o ‘Al acecho’, sus dos anteriores libros, pero también a la periodista. La trenza ideada por la autora tiene cimas y valles, a veces se convierte en un lamento, otras en una narración cargada de ironía, casi siempre con la vista puesta en la necesaria revitalización de esas mismas cuencas mineras que, simplemente, y siguiendo la lógica mecánica del capitalismo, se abandonan a su suerte. El mundo es puro cambio, y aferrarse es trabajo baldío. No es tan sencillo…
En ocasiones Sabugal parece una arqueóloga que camina entre ruinas. Si en lugar de las cuencas mineras fueran las ciudades romanas y griegas perdidas no desentonaría. Y tampoco dejaría esa sensación desasosegante de ver caer una columna griega a cámara lenta, que es lo que le ha pasado al mundo del carbón. El viaje es continuo, y en cada cuenca encuentra los mismos restos, el mismo modus vivendi; todas las cuencas se parecen, y al mismo tiempo son muy diferentes, del Mar de Aragón y del Ebro a las minas abandonadas de Lleida, al Puertollano del carbón luego sustituido por el Puertollano del petróleo, los montes de Palencia, el Bierzo, Mieres, A Coruña… Las anécdotas se repiten, los intentos baldíos de recuperación también (como la proliferación de museos de la minería y los polígonos que prometieron nueva vida y han terminado en ocasiones como las propias minas), las subvenciones, los fondos de compensación llegados desde Bruselas o Madrid que sólo sirven para parchear, las promesas vacuas de todos los partidos políticos (que no saben realmente qué hacer con las cuencas mineras), el despoblamiento que entronca ‘Hijos del carbón’ con esa España vacía que se ensancha (la “demotanasia”, concepto innovador que explica muy bien la situación)…
Media España pasa por ‘Hijos del carbón’. Lo que queda es una sensación agridulce, nostálgica, un lamento por el paraíso perdido (o no tan paraíso, simplemente la realidad que les tocó vivir) sin que haya otro que lo sustituya, un particular “sácate los recuerdos” de Noemí Sabugal que, como una ganzúa, nos abre las puertas a los que sólo hemos visto minas de carbón en fotos, en películas o de lejos y sin mucho interés. Un libro perfecto para los que no teníamos ni idea y para los que conocen muy bien ese mundo, unos para descubrir, otros para recordar (y reivindicar). Para que comprendamos que hay mundos más allá de las ciudades, los servicios, las oficinas. Una obra mestiza que transita, como el trenzado, por caminos diferentes para crear una senda nueva.