Sonaba un japonés, pero se equivocaron de japonés: Murakami tendrá que esperar un año más para ganar el Nobel. En la edición de 2017 el ganador ha sido uno de sus compatriotas, pero que escribe en inglés desde que se convirtió en ciudadano británico y en uno de los símbolos de la Gran Bretaña multicultural que recibió una gran cuchillada con el Brexit. Sirva este premio para demostrar lo vacuo y absurdo de todo nacionalismo, incluso el cultural. En España todas sus novelas las ha publicado Anagrama.
“En un tiempo en que impera la incertidumbre sobre los valores del mundo, sus líderes y su seguridad […] espero que este magnífico honor (contribuya) a alentar, aunque sea de una manera pequeña, las fuerzas de la benevolencia y la paz”. Es la frase que ha dado a los medios, entre otras, el autor de ‘Los restos del día’ (1989, también conocida en España como ‘Lo que queda del día’), ‘Pálida luz en las colinas’ (1982), ‘Cuando fuimos huérfanos’ (2000), ‘Nunca me abandones’ (2005) o ‘El gigante enterrado’ (2015), además de relatos (muchos de ellos publicados en periódicos) y cuatro guiones para televisión y cine. Para el gran público quedará sobre todo por ser el creador de uno de los dramas más ingleses imaginables, ‘Lo que queda del día’, que James Ivory adaptó al cine en 1993.
Según declaró Ishiguro no tenía ni la más remota idea, o sospecha, de que fuera el elegido. En declaraciones recogidas por varios medios, entre ellos El País (de donde las recogemos), el autor estaba en su cocina “escribiendo unos emails y preparándome para una comida temprana, cuando me llamó mi agente y me dijo que creía que estaban anunciando que me habían dado el Nobel. Pero en estos tiempos de noticias falsas, no me lo creí hasta que llamó la BBC. Qué quieren, soy un tipo chapado a la antigua […] De haberlo imaginado, me habría lavado al menos el pelo, y no habría venido directamente de la cocina a hablar con ustedes”. Ishiguro forma parte de una generación única para las letras británicas, comparte viaje literario con Martin Amis, Salman Rushdie, Ian McEwan o Hanif Kureishi.
Como suele ser muy habitual últimamente con el comité que elige los Nobel de Literatura, ha sido una sorpresa, aunque no tan mayúscula, escandalosa, justiciera y casi poética de Bob Dylan el año pasado. Curiosamente Ishiguro le ha dado otro Nobel a la lengua de Shakespeare: pocas veces repite idioma, pero esta vez el inglés une al bardo nortamericano con este británico de origen japonés perfectamente adaptado a los cánones, marcos y singularidades de la cultura inglesa. Todos los favoritos tendrá que seguir esperando. No obstante Ishiguro no es un desconocido ni un escritor de peso literario: ha ganado el Booker, es muy influyente sobre otros autores, ha conocido el éxito comercial sin rebajar el potencial de su obra y en Gran Bretaña es un referente de primer nivel. Mucho más ahora para un país muy necesitado de inyecciones de amor propio útil y no de nacionalismo. Por cierto: Ishiguro ha sido muy crítico con el Brexit, que considera un paso atrás.
Y es un novelista a la vieja usanza: se acabaron (temporalmente) los experimentos con poetas-músicos, periodistas o dramaturgos en el filo, el Nobel vuelve a los brazos del escritor de formato clásico. Novela. Y no una novela cualquiera, sino una con una fuerza emotiva telúrica, profunda, que es lo que une todas sus creaciones. Las emociones son el verdadero mundo sobre el que se construye el falso, tradicional, costumbrista y desligado de lo que sentimos. Algo así como el juego de la infraestructura y superestructura de la filosofía materialista pero vuelta del revés. Memoria y conflicto con ella (los personajes de Ishiguro viven para recordar con cierto grado de martirio personal), sentimientos, lo que no hacemos (sobre todo esto, como queda reflejado en ‘Lo que queda del día’) y el olvido voluntario de los errores. Sus personajes deben elegir, pero siempre sufren por ello, o se liberan de las cargas que arrastran.
Kazuo Ishiguro nació en 1954 en Nagasaki (Japón) y en 1959 ya estab en el sur de Inglaterra, en Surrey, donde su padre trabajó como oceanógrafo. El zambullido en la cultura inglesa fue completo, global, y muy característico: fue un ávido lector infantil de Arthur Conan-Doyle, en especial de Sherlock Holmes, para luego pasar a los grandes nombres de la siempre prolífica literatura inglesa en la Universidad de Kent. Proyectó su formación también hacia la Filosofía y sólo entonces, con los cimientos bien construidos, pasó a escribir. Pero se lo ha tomado con mucha calma: siete novelas en 30 años es un ritmo de tortuga. Pero qué tortuga. Bebe, además de la literatura europea con la misma fluidez que de sus ideas: en Suecia han citado paralelismos con Proust y Jane Austen, dos formas muy diferentes de acercarse al mundo de la experiencia sensorial y sentimental como motor creativo.