El fallecimiento en diciembre pasado de Edward O. Wilson privó al mundo del biólogo más grande en décadas, un titán divulgativo e investigador que ya no seguirá para iluminarnos. Una de sus mayores aportaciones fue su trabajo en mirmecología, el estudio de las hormigas, donde era una autoridad científica (descubrió cientos de especies de este insecto), y que nos legó póstumamente un libro más, ‘Historias del mundo de las hormigas’. Le dedicamos a ellas y a Wilson este espacio.
IMÁGENES: Wikimedia / Editorial Crítica
Es probable que las haya aplastado alguna vez, con un simple dedo. Molestas, siempre rondando la comida en las cocinas, en hileras por los pasillos, las paredes, minúsculos puntos aparentemente caóticos que se mueven en todas direcciones cuando son descubiertas. Quizás haya sido uno de esos niños que disfrutan perversamente quemándolas con una lupa, como el personaje de Nelson en ‘Los Simpson’ (de los pequeños maliciosos suelen llegar años después los adultos torcidos). Pero la mayoría simplemente las habrá ignorado o rociado con algún producto químico que las mate, que las aturda, y que probablemente también pueda intoxicarle a usted. Son las hormigas, tan universales que casi no hay nicho ecológico que no hayan ocupado: contaba un astrónomo hace años que si una civilización alienígena llegara a la Tierra y quisiera dirigirse a la especie dominante de la Tierra probablemente acabaría hablando con ellas en lugar de los homínidos bípedos de pulgares prensibles.
Nos superan en número, en ingenio proporcional y sus hormigueros funcionan casi como una ciudad humana: hay castas, clases y especializaciones entre ellas tan grandes que incluso modifican su biología para ejecutar un trabajo, desde las obreras a las reproductoras o las soldado. Incluso, llegado el caso, son capaces de sacrificarse por el resto de compañeras o por salvar el hormiguero. Llegan incluso al punto de crear puentes vivientes con sus cuerpos, enlazándose unas con otras hasta crear un arco perfecto, para que el resto de hormigas puedan cruzar sobre ellas. Y recientemente se ha confirmado que en algunas especies (y se cuentan por decenas de miles de variantes) hay grupos de hormigas que recogen a las heridas y las transportan al hormiguero para curarlas. Tal es el punto de organización, colectividad y capacidad, demostrando que lo que hace superior muchas veces a una especie es lo social más que lo biológico. Y se las considera como un “superorganismo” ya que la cohesión interna es tan grande que actúan en grupo como si compartieran pensamiento.
La reciente edición de ‘Historias del mundo de las hormigas’ (Crítica), del trágicamente desaparecido E. O. Wilson, biólogo fundamental del siglo XX, es la excusa perfecta para hablar de una disciplina tan desconocida como cercana a cada ser humano, la mirmecología, el estudio de esa especie que nos rodea, que está en nuestras casas, jardines, oficinas, en cada lugar al que vamos salvo en el mar. Las hormigas además son además una de las pocas especies “modificadoras”, es decir, que son capaces de cambiar su entorno natural en su beneficio, como los humanos. Esa capacidad la compartimos con un puñado de mamíferos más (nutrias, algunos primates), pero son los insectos los que con más ahínco “fabrican” y cambian el hábitat en el que viven para sacar el máximo rendimiento posible del entorno. Gracias a eso han podido colonizar toda superficie terrestre, salvo la Antártida y algunas islas remotas (como Islandia, por ejemplo). El cálculo más aproximado indica que son casi el 25% de la biomasa de los animales terrestres, y que hay 10.000 billones (billón europeo) viviendo en al planeta. Son las dueñas del planeta.
Las hormigas modernas (del orden de los himenópteros) son descendientes de un insecto similar a una avispa que existió en el periodo Cretáceo (hace 130 millones de años), origen a su vez de muchas otras especies de insectos actuales. Su crecimiento, expansión y diversificación fue en paralelo con la de las plantas con flor, que tuvieron una importancia inmensa en las relaciones entre vegetación e insectos. Por decirlo de una manera directa: hay hormigas porque aparecieron las flores. De este salto surgieron miles de ramas; las hormigas son una de las especies con mayor número de evoluciones diferentes, adaptadas a un tipo de clima, de medio ambiente e incluso de suelo, y se estima que podrían ser más de 20.000, aunque muchas aún no están clasificadas. Su estructura es sencilla: tres secciones unidas funcionalmente, una cintura estrecha y antenas en ángulo.
Tienen además otra virtud: la eusocialidad. Este concepto griego define el nivel más alto de organización social entre los animales, característica escasa y que los coloca al mismo nivel que los humanos. Y no son muchas las especies que pueden presumir de este rasgo: hormigas, las abejas de género Apis y Bombus, avispas de la familia Vespidae, las termitas, algunas variantes de pulgones, un tipo de gamba (Synalpheus regalis), y un puñado de mamíferos, como la rata topo (Heterocephalus glaber), el Cryptomys damarensis y miembros de la familia Bathyergidae. Este tipo de estructura jerárquica y de cooperación interna entre individuos les confiere numerosas ventajas de supervivencia y expansión. Posibilita la jerarquización de una colonia, paso vital para su mantenimiento, el cuidado de las nuevas generaciones, la detección y acumulación de alimento para superar el invierno y que llega a extremos como que la entrada de los hormigueros, en algunas especies, son curvos para evitar que entre agua cuando llueve.
Los mencionados hormigueros varían en función de la especie de hormiga, desde los diminutos con apenas un puñado de individuos que suelen ocupar pequeñas cavidades naturales y tienen un comportamiento predador, a las variaciones más y mejor organizadas con auténticas ‘metrópolis’ de millones de individuos y que pueden llegar a ocupar decenas (o cientos) de metros cuadrados de espacio subterráneo. Este tipo de hormiguero es el que los humanos conocen mejor: se basan en hembras estériles sin alas que conforman las castas de obreras, soldado, exploradoras, cuidadoras y otro tipo de individuos especializados. Dentro de esos hormigueros existen algunos machos fértiles y una o varias hembras fértiles (reinas), que se encargan de la reproducción del grupo de forma continua.
Todo el funcionamiento de las hormigas se basa en esa división del trabajo y en la comunicación constante entre ellas; si las observan lo podrán comprender mejor: esos aparentes choques entre ellas en realidad son intercambios de información química indispensable para que cada una cumpla su labor y ayude a la colonia. Un detalle: algunas hormigas exploradoras marcan los caminos para llegar hasta la comida al resto con marcadores químicos, de tal forma que crean auténticas calzadas invisibles para el resto de especies. Hasta ese nivel de virtuosismo organizativo llegan. Estas evoluciones les permiten acumular más alimento y durante más tiempo, modificar el suelo en su beneficio y organizar mucho mejor la defensa del mismo.
E. O. Wilson, el biólogo incansable
Nacido en Alabama (1929), Edward O. Wilson fue uno de los mayores biólogos del siglo XX, un avanzado a su tiempo por el estudio de la biodiversidad, concepto que él ayudó a crear. Escribió más de treinta libros, ganó dos premios Pulitzer y ejerció como profesor emérito de Harvard. Entre sus obras más importantes figuran ‘Anthill’, ‘Cartas a un joven científico’ y ‘La conquista de la naturaleza’. Naturalista de gran sensibilidad, sentido común y paciencia, ciego de un ojo desde niño por un accidente, quedó fascinado por las hormigas cuando las descubrió en el tronco seco de un árbol. Quedó entonces fascinado por su organización, ingenio y lo que creyó eran movimientos programados, pero que en realidad eran parte del sistema de las hormigas para relacionarse con el mundo. Durante su carrera descubrió más de 400 especies, aunque en su último y póstumo libro se centra en 25 de ellas en un viaje que va desde su casa de Alabama hasta Mozambique en África o Nueva Guinea en Oceanía. Fue además el creador de la idea “30 por 30” en el marco de la ONU: proteger el 30% de los ecosistemas de la Tierra para 2030 para evitar la debacle biológica que lleve al planeta al desastre sin retorno. Su idea original era más ambiciosa: el 50%. Falleció en diciembre de 2021, dejando a la mirmecología y a los biólogos huérfanos.
¿Qué es la mirmecología?
Esta disciplina es una de las múltiples hijas de la Zoología, a su vez parte de la biología. Aunque en realidad es una derivación del estudio de los insectos, la entomología. Su objeto de estudio son las hormigas a todos los niveles: su soporte físico, su organización social, su medio natural, cómo construyen sus colonias o el tipo de comunicación colectiva que tienen. La historia del nombre es curiosa y tiene que ver con la mitología griega: proviene del pueblo de los mirmidones, descendientes del grupo de hormigas que el dios Zeus habría convertido en seres humanos para poblar una región de Grecia. Esta disciplina tiene también en Grecia su origen, ya que desde ese tiempo se las estudió y caracterizó como trabajadoras incansables y organizadas, convirtiéndose en la cultura occidental y mediterránea en sinónimo de eficiencia y virtud (acuérdense de la vieja fábula de la cigarra y la hormiga, una de las más antiguas y que tiene equivalencias entre los helenos, hebreos y mesopotámicos). Su estudio es en ocasiones imprescindible para los humanos, ya que las hormigas pueden provocar graves daños en infraestructuras, cableados, máquinas y sobre todo en los cultivos y almacenes de comida, por lo que comprenderlas puede dar a la otra especie dominante del planeta una ventaja competitiva.