En los confines del Mediterráneo, Chipre aparece como la gran desconocida del Viejo Continente, así como su capital, con un corazón dividido.
Los mares son esos espacios que conectan, de una manera abstracta y puramente simbólica, territorios que se hermanan en las orillas de sus nombres propios. Dentro de las generalizaciones a las que siempre nos abocamos en nuestra manía por crear taxonomías, se dice que los países del sur de Europa comparten no solo lugar, sino tiempo –en todas sus acepciones–. Las circunstancias, tanto económicas como sociales, hacen de estos países la cuna del desencanto desde hace ya varios años. Un desencanto del que solemos escapar históricamente en el amparo de las edades de oro del Mediterráneo, allí cuando Atenas inventó la democracia o cuando en España teníamos a los caballeros luchando con molinos. Allí cuando en Italia el Humanismo nació, comenzó a volar alto y se convirtió en un fin en sí mismo.
En el maremágnum de sitios de ensueño, una isla de 9251 kilómetros cuadrados entre los confines del Viejo Continente y de la Asia más occidental (a solo 120 kilómetros de Siria) es la gran olvidada del Mediterráneo, quizás porque sin ser la protagonista de su propia película, toda la historia ha pasado por este enclave geográfico que lo une todo. Desde el siglo XVI antes de Cristo, semitas, hititas, fenicios, griegos, asirios, persas, egipcios, romanos, árabes, católicos, bizantinos y otomanos conquistaron la isla. Una lista que cuenta con los imperios más poderosos de la historia mundial y que funcionando como satélites de paso, fueron conformando el érase una vez de cada roca, cada palmera y cada monasterio de la isla cíprica. En 1878, como un generoso presente, fue donada por el Imperio Otomano a Gran Bretaña, la diosa de las diosas, y ochenta y un años después consiguieron su independencia relativa, siempre de la mano de los helenos, hermanos de lengua, cultura e identidad.
Lejos de la utopía, el mayor conflicto por lo que implica en el contexto en el que vivimos, no se hizo esperar. Los turcos, en una oleada de conformación de su poderío se colaron en el último tercio del siglo pasado por el norte y se apropiaron tras varios enfrentamientos armados de un tercio de la pequeña ínsula. Sin entrar en la culpa –gran hándicap de tradición judeocristiana– ni en procesos bélicos que observamos desde el otro lado de la barrera, la realidad que se sostiene desde entonces es una línea, llamada verde, que no solo atraviesa horizontalmente el territorio chipriota, sino que divide la capital por su calle principal en dos comunidades de las que puedes ser partícipe pasando dos controles de seguridad –si eres europeo, claro– del cambio de ταξί al taksi, del euro a la lira, del griego al turco, del souvlaki al kebab –por no menospreciar la gastronomía–y de todo lo que significa ser y pertenecer a un país en el que se subdividen dos nacionalidades diferentes.
La cuestión –desde un punto de vista sin implicaciones emocionales– supuso una problemática en el siglo XX, cuyo máximo exponente fue el destierro de grecochipriotas del norte y de turcochipriotas del sur (aunque de esto se hable menos). Pero, ¿qué sucede en el XXI considerando que Chipre forma parte de la Unión Europea desde el 2004?
El Odeon, en el yacimiento de Paphos
Ciento ochenta kilómetros de muro custodiado, una línea verde –nada esperanzadora– desmilitarizada y formalmente patrullada por las Naciones Unidas que vuelve a recordarnos lo que supone una frontera cerrada a cal y canto con escuadra y cartabón. El único, desde que cayera el muro de Berlín que se mantiene erguido, inmune a críticas, sólido en la vieja Europa. Enalteciendo las barreras de la nada y los límites abstractos que se han ocupado de construir con un lema de poder económico e histórico desde el punto de vista político, se transcribe en una sociedad que –viviendo en total armonía y paz en este caso– se agarra a la identidad del pueblo que construyen desde otros puntos de vista. Y es que es muy necesario sentirnos cerca de una identidad firme que nos recuerde el motivo de nuestro cometido en el mundo, pero posiblemente esa identidad ya se haya perdido con las nuevas generaciones.
Lefkosia, Lefkoça o Nicosia es una ciudad en construcción con una cantidad ingente de coches que recorren las calles rodeadas de parques que funcionan a modo de palacios de gatos. La gente no perdona la hora del frappé (café helado) -que no tiene horarios-, ni tampoco las charlas con sus amigos en cualquier taberna en la que toquen bouzouki o beban zivania. El lema bajo el sol abrasador es sigá-sigá, traducido al también lema español ‘poco a poco’, pero con un significado cargado de un simbolismo que solo una tierra como la chipriota puede concederle a dos palabras. Las banderas griegas, izadas al lado de las propias del país, miran desde lejos la ladera que aguarda la bandera de la luna menguante con mirada provocadora. Se oye el canto a la mezquita mientras los sacerdotes ortodoxos se pasean engalanados con sus familias. Se observan los ojos entre las cizallas que te saludan en la distancia, encima de grafitis con siempre la misma palabra: paz.
Paz para ambas comunidades que comparten país y por tanto emociones, trayectos, sueños, señas de identidad, historia. Paz incluso a través de otro muro de la vergüenza. Paz que gritan –aunque internamente– para que sea escuchada ahí donde alguien pueda darle un golpe a la primera piedra. Las negociaciones ya han empezado, solo el tiempo dictará sentencia.
Costa chipriota entre Acrotiri y Dhekelia
Castillo de Paphos
Yacimiento arqueológico de Paphos