Creemos que conocemos el vecindario estelar, pero en realidad el espacio circundante a la pequeña bola azul terrestre es tan inmenso que no paramos de tropezar con nuestra vanidad. Que un grupo de astrónomos hayan descubierto doce nuevas lunas orbitando Júpiter es una cura de humildad y también la confirmación de que el gigante es un imán de materia que fuerza órbitas imposibles y casi kamikazes.

Cuatro siglos después de que Galileo diera con las primeras cuatro lunas jovianas un grupo de astrónomos de EEUU han descubierto otras doce lunas más; eso sí, mucho más pequeñas y casi invisibles para los métodos tradicionales. De esta forma Júpiter tiene ya un total de 79 cuerpos orbitales a su alrededor, una auténtico sistema planetario propio dentro de otro mucho más grande que nos incluye. Scott Sheppard, el jefe del grupo de investigación, del Instituto Carnegie de Washington (EEUU) explicó que habían utilizado una cámara mejorada (Cámara de Energía Oscura del Telescopio Blanco del Cerro Tololo, Chile) que permitió detectar cuerpos más pequeños. La virtud de las nuevas lunas, aparte de su pequeñez (algunas no superan los dos km de diámetro), es su comportamiento: giran en sentido contrario a la rotación del planeta en órbitas exteriores, y una de ellas, bautizada Valetudo, lo hace además cruzándose con las lunas interiores (llamadas “lunas galileanas”, como un kamikaze.

Los nuevos cuerpos fueron hallados por azar cuando el equipo de astrónomos escudriñaban el Cinturón de Kuiper, más allá de Plutón, en la “zona fría oscura” del Sistema Solar. En uno de los tránsitos planetarios de Júpiter en el campo de visión elegido (no es tan raro dada la posición de observación desde la Tierra, porque todos los planetas salvo Plutón orbitan casi en el mismo plano alrededor del Sol) se dieron cuenta de que había algo diferente a lo habitual. Un golpe de suerte único porque ni siquiera buscando a propósito hubieran dado con muchos de esos cuerpos. Eso fue en 2017. Exprimieron al máximo la cámara, diseñada para dar con los cuerpos oscuros más allá de Neptuno, muchos de ellos de apenas una decena de km y en muchas ocasiones apenas iluminados por el Sol.

La catalogación de estos cuerpos como lunas puede ser un poco sui generis, entre otras razones por su tamaño: para muchos astrónomos son apenas rocas errantes que en algún momento quedaron atrapadas en el campo gravitatorio de Júpiter, una posibilidad que se refuerza por sus órbitas, contradictorias con las habituales en el resto de lunas, resultado quizás de que “les echaron el lazo”. Tan caótica puede ser que existe la posibilidad real de que en el futuro varios de esos cuerpos choquen entre sí y parte del sistema lunar joviano se haga polvo o sea engullido por el planeta. Este comportamiento además es totalmente diferente al del resto de sistemas lunares que hay en nuestro vecindario, especialmente con las más grandes.

Si consideramos una luna como un cuerpo astronómico que orbita un planeta, hay algunos que tienen el tamaño de uno (como la Luna, o Ganímedes, luna joviana que es incluso más grande que Mercurio). Y cuanto más grande es el planeta, mayor es su “zona orbital”: Neptuno tiene catorce, Urano 27, Saturno 62… la excepción es Plutón, que ni siquiera tiene ya consideración de planeta y que sin embargo tiene cinco lunas reconocidas. La clave está en cómo es el campo gravitatorio de los planetas: Júpiter es un gigante gaseoso conocido por una gran fuerza de atracción que fuerza, incluso, actividad geológica interna en sus satélites, hasta el punto de deformarlos y romperlos desde dentro. Urano también es especialmente peculiar: sus satélites orbitan de forma distinta a todos los demás (en perpendicular al Sol en lugar de mantener el plano orbital del resto de cuerpos celestes) y algunos son en realidad escombros acumulados que se fusionaron por choques.

El gigante que pudo ser estrella

Júpiter es un monstruo: tiene un diámetro de 143.000 km (frente a los 12.742 km de la Tierra), un volumen 1.317 veces más grande que nuestro planeta pero es mucho menos denso, con una masa 318 veces mayor. Es el triple de grande que Saturno y casi triplica la masa de todos los demás planetas juntos. Gigantesco. Pero muy opaco. Hasta ahora se consideraba que era un gigante gaseoso con un núcleo de alta presión y densidad que ejerce de eje de una fuerza gravitatoria que ha atrapado a decenas de lunas y mundos menores que sufren (y mucho) la insuperable presión gravitatoria capaz incluso de deformarlos y romperlos. Existe una teoría muy peculiar, la del “planeta disfrazado”: supuestamente Júpiter sería el resultado de la evolución de una Super Tierra rocosa primigenia tan grande que acumuló a su alrededor inmensas cantidades de material de la gran nube inicial de la que se formó el Sistema Solar.

Pero es una simple teoría que la sonda Juno intenta desvelar desde 2016 analizando su campo gravitatorio con precisión y así poder adivinar mejor cómo es su interior (cada fuerza gravitatoria implica una realidad física en el interior). Si no fuera así la explicación de por qué tal cantidad de gas y polvo puede convertirse en un monstruo gravitatorio es sencilla: Júpiter emuló en su origen a una estrella que, simplemente, no llegó a tener la masa crítica y colapsó, creando un centro de gravedad parecido al de una pequeña estrella pero que no cuajó. De hecho su composición es similar: a la espera de más datos predomina el hidrógeno y el helio. La historia clásica cuenta que Júpiter absorbió casi todos los restos de gas y polvo que quedaron después de que el Sol se formara y “encendiera”; de lo que quedó salieron casi todos los demás planetas.

Luego queda otra cuestión igual de interesante: el agua, cada vez más abundante en nuestro vecindario planetario. En los últimos diez años hemos pasado de una visión en la que el agua es un bien muy escaso en el Sistema Solar a tener decenas de mundos que encierran océanos helados o en forma de gas y que, curiosamente, podrían tener incluso más cantidad de agua que la Tierra. Júpiter es el nuevo candidato: se supone que alberga grandes cantidades de ella en la atmósfera. Y sobre todo, indicará si el planeta estuvo más o menos cerca del Sol en el pasado. Gracias a eso podríamos saber también cómo se formó el propio Sistema, ya que otra teoría indica que quizás Júpiter “jugó a los bolos” con el resto de mundos que había inicialmente, incluso pudo destruirlos y dar paso a un nuevo orden planetario que facilitó que la Tierra estuviera precisamente en la zona en la que está actualmente.