Dos ejemplos de cómo la tecnología lentamente se convierte en una cuestión de esfuerzo y tesón: nuevas maneras de propulsión que bien podrían definir el futuro del transporte, aquí en la Tierra y en el espacio, los motores de hidrógeno y los propulsores iónicos, que parecen ciencia ficción pero son reales. Se usan. Y se usarán cada vez más.

Imaginen motores que utilizaran el compuesto más habitual en el universo para moverse, el hidrógeno, que jamás se quedaran sin existencias. Digan adiós a las crisis de combustibles, o al problema de los residuos gaseosos de cualquier motor de combustión. E imaginen más, propulsores capaces de funcionar sin parar durante décadas y que con una mínima cantidad de gases nobles pudieran acelerar hasta velocidad inmensas en el espacio y acortar en un 50% cualquier tipo de viaje en el vacío del espacio exterior. Pues eso ya existe: los motores de hidrógeno y el propulsor iónico.

Uno de los grandes avances de los últimos años son los motores de hidrógeno, creados para consumir el elemento más habitual y extendido de todo el universo, esa sencilla molécula que está sin embargo detrás de muchas reacciones químicas fundamentales. Están un punto por encima de los motores biodiesel, al mismo nivel que los motores eléctricos pero, a diferencia de éstos, no necesitan estar recargándose. En realidad funcionan igual que un motor de combustión con gasolina pero cambiando el tipo de elemento de combustión.

No están muy extendidos, pero para muchos expertos en automoción son una de las vías más inteligentes y factibles a corto y medio plazo, en combinación con coches eléctricos o en solitario. Su eficiencia de consumo es altísima: operan gracias a la reacción química producida por la combinación de hidrógeno diatómico y el aire introducido en el motor, en forma de combustión, o bien como alimentador de pilas de combustible.

El sistema es similar al de un motor de combustión, pero con el hidrógeno como combustible en sustitución de la gasolina, lo que produciría como residuo agua que saldría en forma de vapor

En el primer caso el hidrógeno se quema en un motor de explosión con el mismo proceso que la gasolina, mientras que en el formato de pilas de combustible el hidrógeno se oxida y los electrones que pierde en esa reacción es la corriente eléctrica acumulada en esas pilas, que a su vez alimentan un motor eléctrico. En este segundo caso el nivel de contaminación es cero: su desecho no es CO2 o plomo como en el caso de los motores, sino agua destilada, que incluso podría ser recolectada para otros usos.

Las pilas de combustible funcionan de forma similar a la batería de un coche. Están formadas por un cátodo y un ánodo, separadas por una membrana central encargada de producir la reacción química a partir del hidrógeno: éste se divide en electrones cargados negativamente y en iones de carga positiva. Ambos se desplazan por la membrana y producen una corriente eléctrica que las pilas almacenan y derivan hacia el motor eléctrico. Luego los iones, al combinarse con el oxígeno del aire inyectado conforman el agua que sale por el tubo de escape.

Futuro lejano: el propulsor iónico

Y la ciencia-ficción dejó de ser tan ficticia. Quizás lo hayan escuchado en películas o leído en novelas, pero un propulsor a partir de un haz de iones es perfectamente viable. Existe desde 1929 sobre el papel, ideado por el físico Hermann Oberth, y habría que esperar hasta 1960 para ver el primer prototipo de la NASA. Funciona a partir de la aceleración de los iones para provocar un desplazamiento, y hay varias formas de conseguirlo, pero la mayoría de diseños utilizan la relación entre carga y masa de los iones y un campo eléctrico para acelerarlos. Un propulsor iónico podría acelerar una nave hasta un máximo de 0,0098 metros por segundo, una cienmilésima parte de la aceleración de la fuerza de la gravedad.

Modelo de pequeño propulsor iónico

¿Entonces, por qué es tan útil? Sencillo: el propulsor iónico está pensado para espacios sin fricción, es decir, en el espacio exterior, con lo que la potencia de la nave no tendría freno alguno y sería un proceso acumulativo en el que la nave alcanzaría enormes velocidades durante mucho tiempo, ya que este tipo de motores tienen una alta resistencia. De hecho son perfectamente útiles a día de hoy: la mayoría de satélites más modernos poseen motores de iones para mantener sus órbitas durante largos periodos de tiempo.

Según el diseño esquemático más sencillo (propulsor iónico electrostático), átomos de argón o xenón (gases nobles que no erosionan las estructuras del motor) son ionizados mediante el chorro de electrones de un cátodo; a su vez los iones son acelerados al pasarlos a través de rejillas cargadas, creando un haz iónico de carga positiva que propulsa la nave. Este mecanismo permite que, con una carga de masa muy pequeña, se pueda alcanzar un ratio de velocidad muy alto.

La clave está en la cantidad de energía necesaria para que el propulsor funcione: tenemos que activar un mecanismo que a su vez activa el verdadero motor. Las velocidades de salida habituales para estos prototipos suelen estar por encima de los 30.000 metros por segundo, superiores a los escasos 4.000 de media que alcanza un motor convencional. Sin embargo si se consume demasiada energía el resultado es inverso: consumiríamos más de lo que realmente generamos como impulso de salida, justo al contrario de lo que podría esperarse.

Esquema de funcionamiento del propulsor iónico