Músico, compositor, poeta, letrista, autor, icono, revolucionario de guitarra y armónica, símbolo de la otra Norteamérica que siempre merece la pena, libre, contradictorio… todo eso es Bob Dylan, que ha recibido el último reconocimiento que le quedaba, y que traerá cola, el Nobel de Literatura.
Y no es la primera vez que ocurre: en 2008 ganó el Premio Pulitzer especial por “su profundo impacto en la música popular y la cultura americana a través de canciones de extraordinario poder lírico y poético”. Antes, en 1990, también recibió en Francia la Orden de las Artes y las Letras, y numerosos nombramientos Honoris Causa en diferentes universidades. En 2007, ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Es decir, que Dylan es mucho más que un músico. Es un poeta que usa la música para transmitir mensajes, historias. Y para botón, un ejemplo: la letra de ‘Hurricane’, una canción larga que resume una vida, una actitud y sobre todo los terribles abusos del sistema judicial sobre los afroamericanos en su país.
Traerá polémica. Otorgar un premio a un cantautor basándose en la fuerza de su poética como letrista, separándolo de la música, es un riesgo que la Academia Sueca ha decidido correr y que, para los más puristas, supondrá otro brindis al Sol de lo políticamente correcto o la propaganda cultural que ha dominado estos premios desde hace mucho. Que Philip Roth no tenga el Nobel es tan injusto como que no lo tuvieran en vida Miguel Delibes o Jorge Luis Borges. Que lo tenga Dylan se les antojará una afrenta. Sin embargo Dylan es mucho más que un poeta cantado, es una fuerza cultural que trascendió las fronteras de EEUU y se expandió por todo Occidente y otros países y culturales en principio ajenas a las raíces folk del “bardo”. Antes que él estuvieron Svetlana Alexiévich, en las antípodas de Dylan, una periodista-escritora que logró el premio por crear literariamente “un monumento al sufrimiento y coraje en nuestro tiempo”.
En cierto modo él también ha creado un monumento, pero a un siglo entero y a una actitud contestataria, libre y ácrata de la cultura americana. Dylan ha hecho más por EEUU que muchos de sus políticos, figuras sociales y culturales. Es un premio que reconoce tanto su genio como una cultura entera. Basta recordar algunas de sus canciones, como la avasalladora ‘Hurricane’ (1975), las poéticas ‘Knockin’ on Heavens door’ (1972, pero de la que hay ya más de cinco versiones suyas y otras tantas ajenas, creada curiosamente como banda sonora de un wester sobre Billy el Niño), o las dos clásicas de los 60 por las que todos le recuerdan: ‘Blowin in the wind’ (1963) y ‘Like a rolling stone’ (1965).
Sus canciones son un auténtico monumento político, social y cultural que trascendió. Se le escuchaba con la misma pasión, en secreto, en los pisos de universitarios españoles bajo el franquismo como en los campus de las grandes universidades norteamericanas. Y ahora su nombre está junto a los últimos premios, como Patrick Modiano (2014, Francia), Alice Ann Munro (2013, Canadá) Mo Yan (2012, China), Tomas Tranströmer (2011, Suecia), Mario Vargas Llosa (2010, Perú, España), Herta Müller (2009, Rumanía, Alemania), Jean-Marie Gustave Le Clézio (2008, Francia, Mauricio), y Doris Lessing (2007, Reino Unido).
Un buen ejemplo reunido de su potencial literario es ‘The Lyrics: Since 1962’, publicado no hace demasiado, y que contiene las letras de canciones ordenadas cronológicamente, muchas de ellas versiones alternativas sobre la 0riginal, y que se grabaron o publicaron a la vez que los álbumes. Da cierta idea de lo prolífico que ha sido siempre Bob Dylan. Muchas de ellas cambiadas sobre la marcha: era bastante habitual que “se dejara llevar” y que cambiara y mejorara las letras mientras actuaba y luego, con más calma, metiera mano a los textos con más tranquilidad. Por ejemplo, ‘Knocking on Heaven’s Doors’, de la que hay hasta cinco versiones diferentes conocidas.
Tampoco fue la primera vez que se publican las letras de Dylan, pero desde luego es la antología más completa, incluyendo material gráfico como las portadas de todos los álbumes y apoyos que ayudan a entender y contextualizar a un músico y artista que revolucionó su país y fue la cara visible de una época, los años 60, y una forma de entender la vida y el arte. Porque Dylan fue mucho más que un músico contestatario que se ganó la atención del FBI y las iras de las masas conservadoras, las mismas cuyos hijos ahora comprarán el libro una vez que se ha convertido en un mito americano vivo. Marcó dos generaciones (la suya, la de sus hijos y quizás la siguiente, que todavía le tiene en mente cuando se define como cantautor).
Y no fue un camino de rosas. Robert Allen Zimmerman, Bob Dylan para el arte, nació el 24 de mayo de 1941, en el seno de una familia humilde de Duluth (Minnesota, Estados Unidos), perteneciente a una generación sin dinero para la TV y que vivió durante años al son de una radio llena de música. Siendo un niño se enrolaba en las bandas de música en los 50 antes de crecer como persona y empezar una larga carrera contracultural que le hizo huir más de una vez de lluvias de piedras, insultos y puñetazos, de las amenazas de muerte y del FBI.
En 1961 llegó a Nueva York y comenzó el mito de la música en los sótanos, los clubes, su guitarra, la armónica, el micrófono y esa forma de cantar sin cantar con un ritmo de subidas y bajadas continuas que hace que incluso sea característica la imitación que hacía de él Eric Idle, de los Monty Python. En una mano llevaba el folk de su país, y en la otra el rock, y en la cabeza su misión de denuncia y retrato social, capaz de la blasfemia de usar guitarras eléctricas a toda potencia para su música de raíz folk, lo que le valió peleas y la promesa de más de un puñetazo en la cara. Desde aquel despertar desafiante ya van casi cuarenta discos de estudio, otros tantos recopilatorios y decenas de “inéditos” que van desde grabaciones antiguas a versiones nuevas a manos de otros. Un icono. Guste o no a los puristas.