La paradoja de Fermi es quizás la gran apuesta teórica sobre la existencia probable de vida fuera de la Tierra, en especial si hablamos de vida inteligente. La probabilidad matemática se une a la falta de pruebas tanto de la existencia como la inexistencia de pruebas que decanten la pregunta a un lado u otro. O estamos solos o no lo estamos (pero aún no les hemos encontrado).
IMÁGENES: NASA / Wikimedia Commons
Estamos solos. O no estamos solos. No hay más opciones. O la vida en la Tierra, en todas sus formas, es producto de una combinación única de circunstancias geofísicas, químicas y temporales, o bien sigue un patrón lógico que podría repetirse en otros ambientes con circunstancias parecidas. Es decir, o nos creemos que somos un capricho del cálculo de probabilidades de combinación química (con lo cual la vida sería sólo un accidente, y preparamos la terapia para evitar la depresión…) o bien sólo una parte de algo más grande y poderoso, con lo cual el sentido de la vida más o menos aristotélico (hemos nacido para algo, no como una circunstancia azarosa) estaría asegurado. Sea como fuere, cualquiera de las dos respuestas pone los pelos de punta. ¿Qué nos da más miedo, estar solos y sentir el frío de la soledad universal, o saber que ahí fuera hay seres tan o más inteligentes que nosotros y que quizás llevan años observándonos?
Frente a la inmensidad del Universo y la multiplicación de sistemas planetarios alrededor de cada una de las cientos de miles de millones de estrellas detectadas, nació la hipótesis de “la Tierra Especial”, es decir, que la vida pluricelular es extraña al comportamiento geofísico del Universo debido a la escasez real de planetas rocosos con atmósfera líquido-gaseosa y un campo magnético protector. Se han dado muchas coincidencias altamente improbables para hacer posible la vida en la Tierra. El mismo cálculo de probabilidades que nos impulsa a teorizar que se ha reproducido el modelo en otros lugares también nos induce en sentido contrario, a pensar que la combinación es tan peculiar que tiene un índice muy bajo de repetición. Por ejemplo, el Sistema Solar está en uno de los brazos exteriores de la galaxia y en una órbita casi circular, lejos del impacto de las ondas de choque de esos mismos brazos en espiral (se calcula que al menos 30 órbitas galácticas, más de 1.000 millones de años), y en una zona alejada también de posibles supernovas que arrasarían cualquier forma de vida. Es decir, no sólo es el planeta, es que nuestro vecindario está lejos de cualquier influencia negativa.
Mensaje en las sondas Voyager
Al final todo se basa en el cálculo de probabilidades, perfectamente expresado en la Paradoja de Fermi. Como toda paradoja, es una contradicción aparente entre las estimaciones matemáticas que apuntan a la abundancia de vida y la ausencia evidente de esa vida. Si por lo menos supiéramos que en Marte u otros lugares hubo, o hay, vida microbiana, podríamos inferir que en otros lugares esa vida ha tenido tiempo y condiciones para evolucionar hacia algo más importante. Pero ni eso. La Humanidad vive presa del condicional eterno (“y si…”) enfrentado al silencio del Universo ante la gran pregunta. La paradoja surgió en 1950 durante una conversación del físico Enrico Fermi con otros investigadores; fue la primera vez que se expresó de forma concreta la sospecha de la pregunta.
En paralelo existe la Ecuación de Drake, una formulación que sirve para estimar el número de civilizaciones extraterrestres con las que finalmente podríamos contactar. Se basa, a su vez, en la evidencia probabilística de que el Universo, con más de 13.000 millones de años de recorrido temporal, tiene el tamaño y las variaciones de condiciones necesarias para que la fórmula terrestre (agua líquida, energía solar suficiente, presencia de determinados compuestos químicos, campo magnético protector de la radiación solar y cósmica) se reproduzca en otros lugares. El descubrimiento masivo de exoplanetas a partir de los años 90 ha propiciado también la multiplicación de posibilidades. Hemos pasado de creer que sólo nuestro sistema tenía planetas a darnos cuenta de que probablemente hay billones (con b) de opciones.
Fermi desarrolló la paradoja: si hubiera numerosas civilizaciones avanzadas en nuestra galaxia, entonces hay que preguntarse dónde están, por qué no han dado señales de vida o por qué a pesar de tener cientos de radiotelescopios apuntando al espacio y captando todo tipo de señales no hemos sido capaces de detectarlas. A esta formulación de preguntas a partir de la gran pregunta se le llama “principio de Fermi”, que no es más que la concreción de las dudas, interrogantes y ansiedades de la propia Humanidad cuando miran al cielo estrellado. Llegamos así a la evidencia final: nuestro conocimiento del Universo es incompleto o nuestras observaciones son defectuosas, ya que si tenemos una formulación matemática que muestra que hay posibilidades de que existan otras civilizaciones en el Universo, ¿por qué no damos con ellas? Y entonces la contestó: toda civilización avanzada desarrolla con su tecnología el potencial de exterminarse; el hecho de no encontrar otras civilizaciones extraterrestres implicaba para él un trágico final para la humanidad. No hay que olvidar que Fermi participó en el Proyecto Manhattan para crear la primera bomba atómica, por lo que sabía perfectamente de lo que hablaba.
Un astrofísico recalcitrante podría aducir un asunto que no es tenido en cuenta: la distancia. Hay que percatarse de que las opciones reales de una civilización alienígena son escasas, y si ésta se encuentra a cierta distancia estelar (más de 100 años luz, por ejemplo) será extremadamente complicado que nos encontremos. Si aún está más lejos, en el otro extremo de la galaxia, por ejemplo, podría darse otra paradoja, y es que para cuando ellos captaran una de nuestras emisiones convencionales habría pasado tanto tiempo que quizás no existiéramos ya en la Tierra, o la propia Tierra. Y viceversa: la Vía Láctea tiene un diámetro máximo (de punta a punta) de 200.000 años luz, y si la velocidad luz no puede ser superada (nadie ha demostrado aún que Einstein se haya equivocado) eso da un margen temporal tan grande que si enviaran una nave al 99,99% de la velocidad de la luz tardaría mínimo 200.000 años en llegar siquiera al Sistema Solar, que es más o menos el tiempo que ha necesitado la Humanidad para pasar de monos bípedos cubiertos de pelo a pisar la Luna. El arco es tan amplio que asusta pensar siquiera si existiríamos dentro de 1.000 años.
Radiotelescopios ALMA
De una y otra forma, de un lado al otro de las posibles respuestas, se repiten dos circunstancias: el propio cálculo y el fracaso (hasta ahora) a la hora de encontrar señales de civilizaciones avanzadas ahí fuera. Tanto la hipótesis de la “Tierra Especial” como la contraria de la multiplicidad de la vida carecen de una justificación con pruebas: la falta de concreción anula a ambas experimentalmente. La primera es incapaz de postular la inexistencia de vida fuera del planeta Tierra, y la segunda no ha aportado siguiera pruebas fehacientes contrastables de que haya vida microbiana. No obstante, la vida no tiene por qué tener una base necesariamente de carbono ni necesitar, per sé, las mismas condiciones que en la Tierra o parecidas en otros planetas. A esto se le llama condicionamiento de partida: la vida es un estado concreto a partir de premisas físicas, pero no tienen por qué ser exactamente esas premisas. Juzgamos que debe haber otras Tierras porque damos por sentado que nuestro modelo de vida es el único comprensible y factible, lo cual no deja de ser una convención subjetiva.
La ecuación de Drake
También llamada “fórmula de Drake”, es una ecuación matemática que estima la cantidad de civilizaciones en nuestra galaxia susceptibles de poseer la tecnología de emisiones de radio detectables. La formulación la hizo Frank Drake en 1961, radioastrónomo y presidente del Instituto SETI en la posguerra, mientras trabajaba en los radiotelescopios de Green Bank (EEUU). Identifica los factores específicos básicos en el desarrollo de las civilizaciones superiores con capacidad tecnológica mínima para establecer comunicación a largas distancias estelares (por ondas de radio). La base es este razonamiento: nuestro Sol es una más de las 7×1022 estrellas calculadas en el Universo observable, y la Vía Láctea es una de los 2 trillones de galaxias probables, por lo que el rango de cumplimiento de las circunstancias geofísicas mínimas para la existencia de vida se amplía considerablemente.
Formulación:
N representa el número de civilizaciones que podrían comunicarse.
R* es el ritmo anual de formación de estrellas adecuadas
fp es la fracción de estrellas que tienen planetas en órbita
ne es el número de planetas en la zona habitable
fl es la fracción de esos planetas en la zona habitable con vida
fi es la fracción de esos planetas en los que la vida inteligente se ha desarrollado
fc es la fracción de planetas donde la vida inteligente ha desarrollado tecnología de comunicación (e intenta comunicarse)
L es el tiempo medido en años durante el que una civilización inteligente puede existir
La opción de Venus se enfría
El pasado mes de septiembre un grupo de investigadores liderados por Jane Greaves (Universidad de Cardiff) y Clara Sousa-Silva (MIT), publicitaron un hallazgo prometedor: las capas altas de la atmósfera de Venus estaban repletas de un compuesto de origen orgánico, un subproducto (quizás) de la actividad microbiana o de formas celulares complejos, la fosfina. Sostenían que existe vida en la atmósfera de Venus, lejos de la superficie infernal de este planeta, y se apoyaron en otras detecciones anteriores parecidas. Esa capa superior es el único sitio donde se dan ciertas condiciones (unos 30ºC de media en esas capas altas de las nubes) a pesar de no haber oxígeno. Sin embargo, podría ser más un deseo que una realidad. El estudio, publicado en Nature Astronomy, levantó muchas esperanzas pero también polémica porque se afirmaba la existencia de vida sin pruebas más allá del rastro químico detectado por la maquinar de espectrómetros desde la Tierra, donde los investigadores realizaron una simulación de procesos para saber si es viable.
Varios análisis posteriores de los datos originales, como los realizados en el Observatorio de Leiden (Países Bajos) demostraron que no se puede afirmar que el gas esté ahí o que tenga origen biológico. Al mismo tiempo, el equipo del radiotelescopio ALMA de Chile (parte del Observatorio Austral Europeo) y el más potente de su clase, y que fue parte del proyecto para detectar la fosfina en Venus, también hizo una comprobación posterior de sus datos y se dieron cuenta de que pudo haber un error de calibración de su instrumental, el mismo que analiza la luz que llega reflejada de la atmósfera de Venus y permite (por longitud de onda) calibrar su composición. Aún no se ha descartado totalmente la posibilidad, pero ha quedado muy tocada si en efecto hubo un problema con el radiotelescopio.