Todavía no ha terminado pero el presente 2016 será un año negro en la cultura, nefasto por las voces que se perdieron: cada autor o artista que muere es irremplazable porque cada uno tenía un estilo y carrera diferentes. El listado encoge el corazón: Umberto Eco, Darío Fo, David Bowie, Prince, Leonard Cohen, Zaha Hadid, Elie Wiesel, Andrej Wajda… Todos tienen en común ser casi de la misma generación y haber arrastrado vidas de montaña rusa. Pero con ellos también se van talentos que ya no volverán.

No hay conspiraciones ni maldiciones, sólo una simple coincidencia temporal y biológica: la mayoría de los fallecidos superaban los 70 años de media, y casi todos eran parte de la misma generación, la de los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial. Ley de vida, que se suele decir. Incluso los que nacieron durante los años 40 o 50 ya habían tenido un recorrido propio suficiente, por lo que no se trata de muertes prematuras en la inmensa mayoría. Lo que vemos es la caída lógica de una o dos generaciones de músicos, escritores, artistas e intelectuales que eclosionaron en la posguerra y llenaron el siglo XX.

Hay países que además han sufrido más que otros: por ejemplo Gran Bretaña, que nunca olvidará 2016, tanto por el caos del Brexit como porque en apenas una semana dijo adiós a David Bowie (10 de enero) y al actor Alan Rickman (14 de enero). Pero también, sobre todo por el potencial cultural, EEUU, que tuvo que despedirse de la escritora Harper Lee (el 19 de febrero, autora de ‘Matar a un ruiseñor’), Prince (21 de abril, mucho antes que el resto y todavía con mucha vida por delante), el director de cine Curtis Hanson (20 de septiembre), los actores Gene Wilder (28 de junio) y Robert Vaughn (11 de noviembre), el icono nacional Muhammad Ali (3 de junio) y recientemente la cantante de soul Sharon Jones (18 de noviembre), todo un referente de la cultura musical norteamericana.

Canadá, y el mundo entero con ella, llora aún a Leonard Cohen (10 de noviembre), y México vio partir a uno de los símbolos de su música nacional, Juan Gabriel (28 de junio). Hollywood también recordará a uno de los que se fueron: Michael Cimino (2 de julio), director de ‘El cazador’. Y la arquitectura también ha derramado lágrimas: Zaha Hadid fallecía el 31 de marzo, apodada “La Reina de la Curva” por su estilo de diseño tan característico de sus edificios, entre los que hay que citar el Centro Acuático Olímpico de Londres 2012, el Centro Cultural Heydar Aliyec de Bakú y el Contemporary Arts Center de Cincinnati, Ohio. Fue además la primera mujer a la que se le concedió el Premio Pritzker de Arquitectura, en 2005, junto con otros prestigiosos reconocimientos.

Leonard Cohen, Elie Wiesel y Zaha Hadid: música, letras y arquitectura perdieron grandes voces

El cine es de las artes más castigadas. Murió el actor George Kennedy (28 de febrero), célebre y premiado de filmes como ‘La leyenda del indomable’ (1967, por la que ganó el Oscar a Mejor Actor de Reparto), ‘Doce del patíbulo’ (1967) y ‘Aeropuerto’. Se fue también uno de los mejores cómicos que ha dado EEUU, Garry Shandling (24 de marzo), famoso por el ‘The Larry Sanders Show’, socio artístico de Billy Crystal y muchos otros actores de comedia de EEUU que todavía le lloran hoy. La comedia también perdió a uno de sus mejores directores, Garry Marshall (19 de julio), creador de ‘Pretty Woman’, y al actor Bud Spencer (27 de junio). Y por supuesto, por elevación de talento, el director de cien polaco Andrzej Wajda (9 de octubre), quizás el mejor que ha tenido el país eslavo durante la posguerra, soldado, obrero, represaliado, motor de la transición a la democracia en Polonia.

Literatura, víctima propiciatoria

Sin embargo la literatura ha sido de las más afectadas. Las letras apuntarán 2016 en la lista negra de némesis. A la mencionada Harper Lee hay que sumar, en EEUU, el fallecimiento del dramaturgo Edward Albee (16 de septiembre), pionero en la introducción del nuevo teatro europeo de posguerra en EEUU y autor de ‘¿Quién teme a Virginia Woolf?’, una de las obras de más éxito sobre el escenario y adaptada al cine en 1966, además de ‘The Zoo Story’ (1958). Fue Premio Pulitzer en 1994. El mundo perdió en julio la voz de los supervivientes, de la conciencia de Europa, Elie Wiesel (2 de julio), premio Nobel, antiguo preso de Auschwitz y altavoz de la verdad sobre el Holocausto. Wiesel se hizo famoso en 1960 con la traducción al inglés de su recuerdo de adolescente de los horrores vividos en un campo de concentración. Y en Italia no hay todavía pañuelos para dos grandes amigos que se fueron, tótems de su dignidad, Umberto Eco (19 de febrero) y Darío Fo (13 de octubre).

En España también la cuenta del carnicero aumentó con la pérdida de Manolo Tena (4 de abril), que alumbró muchas noches de una generación entera, y la eterna secundaria, Chus Lampreave (4 de abril), uno de los rostros más conocidos del cine nacional. Igualmente se fue uno de los mejores divulgadores que ha tenido nunca España, periodista, ensayista y voz única para llevar el mundo hasta los que pusieran la televisión, Miguel de la Quadra-Salcedo (20 de mayo).

Para recordarles, para que no se les olvide, esbozamos las vidas de algunos de ellos, para comprenderles mejor, para entender el enorme peso que tuvieron en la forja de la cultura occidental y en la sociedad del siglo XX y XXI.

Umberto Eco

Sólo un semiótico podía construir un novelón lleno de trampas, a ratos denso y otras ligero sobre un libro que no existe, un tratado sobre la comedia de Aristóteles. Tanta fue la fuerza de sus novelas y sus ensayos que más de uno (de nuevo volvemos a la vida personal) se convirtió en un fan acérrimo que leía todo lo que salía del italiano más honorable que ha tenido el país en mucho tiempo. Un amante de los laberintos intelectuales de Borges y de las bibliotecas, sus templos. El chispazo de un sabio que ya no volverá a alumbrar. Umberto Eco dio contenido y sentido a la palabra “humanista”, quizás uno de los últimos. Primero por la inteligencia sutil que usó siempre, con críticas mordaces y nunca virulentas. Tenía la suavidad de un cuchillo silencioso envuelto en seda. Nada que ver con la tradición contemporánea del gritar más alto y exagerar más que el resto para hacerse notar.

Un párrafo suyo valía más que decenas de libros de muchos otros. Segundo porque se multiplicó para abarcar más y mejor: fue semiólogo, filósofo, ensayista, novelista, columnista y una de las voces más elegantes del periodismo italiano, al que ayudó como pudo mientras Berlusconi y el resto de hienas contemporáneas de los márgenes de la civilización trituraban la cultura del país transalpino. Y tercero porque a la inteligencia sutil y la polivalencia unió el sentido del humor y esa capacidad que tiene todo filósofo que se precie, no el común de los mortales, de ver el bosque y no las copas de los árboles. Y eso que él odió como pocos la manía humana de crear ídolos (él lo era): “Sabiduría no es destruir ídolos, es no crearlos nunca”. Una ayuda inestimable que se tradujo en más de 20 ensayos de semiótica, filosofía, lingüística, ética, estética… incluso periodismo, comunicación e historia. Eso sin contar con su otra faceta más popular para el gran público, el de novelista, que se tradujo en ‘El nombre de la rosa’ (1980), ‘El péndulo de Foucalt’ (1988), ‘La isla del día de antes’ (1994), ‘Baudolino’ (2000), ‘La misteriosa llama de la Reina Loana’ (2004), ‘El cementerio de Praga’ (2010) y la última, ‘Número cero’ (2015).

 

Entre sus ensayos destacan un puñado de títulos que son como peldaños de una escalera ascendente hacia un nivel de conciencia cultural superior. También ejerció de crítico literario tan mordaz y cómico como contundente, de los que arrancan seguidores fieles. Y como buen hijo del siglo XX sacó la fusta contra los excesos “onanistas y narcisistas” de los nuevos tiempos, donde internet y el ordenador llevan a la Humanidad a un ciclo cuasi-infantil del que Eco renegó parcialmente. Esa democratización mal hecha del conocimiento en el que la ignorancia campa a sus anchas y cada voz, pero rebajada y estúpida que sea, tiene el mismo valor. Nos alertó sobre los cánones estéticos que nos aprisionan, sobre cómo Europa regresa hacia sus puntos de partida tardomedievales, sobre la vigencia de la Ilustración en pleno proceso de deconstrucción de la misma en los tiempos actuales, pero especialmente sobre cómo el poder usa los medios de masas para arrinconar, modelar y velar, tres verbos muy peligrosos.

Prince

Intentar resumir a Prince es complicado: renovador de la música negra, icono del pop, rival aparente de Michael Jackson (nacieron el mismo año) pero gran socio y comprensivo compañero de profesión en privado, rebelde con causa contra las discográficas pre-internet (llegó a cambiar su nombre por un icono entre 1993 y 2000 para poder publicar su música al margen de la industria), y sobre todo uno de los reyes de la música en EEUU durante el último cuarto del siglo XX y maestro durante este siglo. Para botón la canción ‘Purple rain’, una entre muchas más que demuestran su legado. Siempre fue un pionero, desde que arrancó en los años 70 y su explosión total en los 80 y su conversión en icono sin nombre en los años 90.

Era talento puro, y una fuente casi inagotable. Componía en solitario y hacía todos los arreglos si era necesario, la cabeza le funcionaba a mucha más velocidad que la del resto: no paraba de crear y en su casa se acumularon cientos de temas de todo tipo que no veían la luz por falta de tiempo y dinero para producirlos todos. El resultado fue que, ya en 1977, en plena era todopoderosa de las discográficas (antes del casete, de los CD y de internet), Warner, harta de él, le dio carta blanca para que hiciera lo que le diera la gana. Y eso antes de cumplir los 20 años. Así de prolífico era el genio que hemos perdido todos. El resultado fue un ascenso meteórico coronado en 1984 con ‘Purple rain’, que también fue película, banda sonora y lienzo de una época, aquellos años 80 en los que reinó junto a Michael Jackson y Madonna, las otras dos caras de su tiempo.

Era pura ductilidad, capaz de cambiar de look por motivos del show de un año para otro. Todo lo que hizo Lady Gaga para alcanzar la fama ya lo había hecho Prince antes, incluyendo estéticas estrafalarias o cada vez más sofisticadas, como subirse a zapatos de plataforma para compensar su baja estatura. Tampoco se cortó con los tabúes de su tiempo: cantó a la normalización de la homosexualidad en los años 70 en canciones como ‘Controversy’, y creó una banda (The Revolution) que le seguía en los escenarios y que mezclaba blancos, negros, hombres y mujeres. Esa variabilidad incluyó todos los estilos posibles de la música: la paleta iba desde el funk al rock; navegó por todos los formatos y de cada uno de ellos dio buena cuenta. Salvo uno, el del hip-hop, donde no terminó de cuadrar: a fin de cuentas era un talento incubado alrededor del R&B, no de los guetos urbanos. Era otro mundo.

Sobrevivió a la década mágica del 8 con la banda sonora de ‘Batman’, para empezar los 90 midiendo fuerzas con Warner Music, una guerra abierta entre industria y autor que sentaría cátedra y que daría pie a reinvenciones tan drásticas como eliminar su nombre y sustituirlo por un símbolo o el acrónimo “El Artista antes conocido como Prince”. Desconfiaba de la industria, y ésta no sabía bien cómo meter en la vereda de una industria organizada al artista, una brecha que cercenó parte de su carrera en los últimos 20 años. Ambos bandos perdieron. Y sobre todo el público, que quizás podía haber disfrutado mucho más de Prince de haber existido algún tipo de entendimiento.

Darío Fo

Todo un premio Nobel de Literatura en 1997 que logró enfurecer durante décadas a la parte conservadora de Italia y del resto de Europa, y lo hizo con sus monólogos recuperadores del personaje del bufón medieval, pero también con diálogos delirantes como los de ‘Muerte accidental de un anarquista’, una de sus obras cumbre, en el que denunciaba los abusos del poder en su país, especialmente la ligazón entre el poder económico, religioso y político de derechas con la Policía. Fo convirtió la sátira social y política en santo y seña de su carrera, la cual le llevó incluso a sufrir represalias de diverso tipo, como la violación de su esposa, Franca Rame, también militante de izquierdas, a manos de paramilitares de extrema derecha.

Dario Fo convirtió parte de la herencia medieval italiana, lo que aquí conocemos como Comedia del Arte, en un arma para mofarse del poder. Igual que los antiguos bufones, que se convirtieron en un personaje recurrente en las obra de Fo para contar las verdades. Precisamente le concedieron el Nobel en el 97 por “mofarse del poder y restaurar la dignidad a los oprimidos en la más pura tradición de la juglaría medieval”. De esa estructura surgiría la obra más famosa de Fo, ‘Misterio Bufo’, el texto más significativo de su investigación
sobre las raíces del teatro popular, que fue siempre su gran objetivo y pasión, hasta el punto de romper con la burguesía que le había encumbrado en sus primeras etapas teatrales. Las piezas que componen el texto están cargadas de un aire grotesco que inunda los espacios de lo sagrado (la religión, el poder, las clases sociales) y expone de la mano de Fo la podredumbre
o corrupción moral en la que vivía el clero durante el papado de Bonifacio VIII, o bien para parodiar la resurrección de Lázaro o el milagro de las bodas de Caná, que se convierten en metáforas de nuestra realidad actual.

Nacido el 24 de marzo de 1926 en San Giano, Varese, hijo de una campesina y un ferroviario que también se dedicaba a la actuación como aficionado. Estudió en la Academia de Bellas Artes de Brera, Milán, con la intención de convertirse en arquitecto, pero al estallar la Segunda Guerra Mundial tomó una de sus primeras decisiones políticas: se pasó a la resistencia partisana contra Mussolini y sus aliados nazis, que terminaron por invadir Italia. En 1954 Darío se casó con la actriz Franca Rame, con quien fundó en 1959 la compañía teatral Dario Fo-Franca Rame. Tuvieron éxito: sus obras, con gran carga social, fueron en muchas ocasiones víctimas de la censura, como ‘Los Arcángeles no juegan a las máquinas de petaco’ (1959), ‘Tenía dos pistolas con los ojos blancos y negros’ (1960), ‘Quien roba un pie es afortunado en amores’ (1961), ‘Isabela, tres carabelas y un charlatán’ (1963) o ‘La culpa siempre es del diablo’ (1965). En televisión (con el programa ‘Canzonissima’) también vio bajar la guadaña más de una vez por parte del poder político.

En 1968 Fo y su mujer se implicaron más en política, aproximándose al Partido Comunista, y como casi todos los grandes autores y artistas que hicieron esta simbiosis, terminaron escaldados, con lo que se produjo un progresivo alejamiento de los grupos comunistas. Ese año crearon su nueva compañía, Nuova Scena, adscrito a la corriente del PCI, de la que se alejarían en 1970 con la creación del Colletivo Teatrale La Comuna. En esa época es cuando se publica ‘Misterio Bufo’ (1969) y ‘Muerte accidental de un anarquista’ (1970), quizás sus dos mejores obras. El peor momento llegaría en 1973, cuando un grupo de neofascistas, quizás acunado por el Estado italiano (muy permisivo con las sombras fascistas, como se sabría cuando se destapó la red Gladio), secuestró a Franca Rame, que fue torturada y violada. Después de un tiempo de reposo tanto Fo como Franca no cejaron en sus ideas y aumentaron incluso todavía más la crítica. Sin embargo a partir de 1995, cuando sufrió un ictus, decidió ralentizar su ritmo de trabajo y centrarse, como recientemente, en la novela y en la pintura.

David Bowie

David Cameron, ex primer ministro británico, escribió en su cuenta de Twitter algo que es muy cierto y que muchos dirán hoy: “Crecí escuchando a Bowie”. Como muchísimos otros que tengan menos de 50 años y conocieran en directo aquel Stardust que levantó ampollas y cambio la música en los 70 para siempre. Era un mutante auténtico que mudó de piel varias veces en estas décadas. El impacto ha sido, si observamos internet (la nueva plaza pública y patio de vecinos humano), tremendo. Sobre todo porque incluso muchos periodistas publicaban hoy reportajes sobre ese último disco con fondo de jazz y música electrónica, alabado por los críticos. Palabras como “transversal” y “mutante” adquieren en él una importancia demoledora. Bowie, el archiconocido “duque blanco”, inteligente y talentoso, lo fue todo (músico, compositor, arreglista, productor, mecenas y camaleón que define a la perfección eso de que un artista o evoluciona o desaparece), tanto como para que sea difícil ponerle un par de etiquetas.

Recuerden que empezó en 1964: casi 50 años nos contemplan desde esos ojos de diferente color, azul y verde. Hay tres cosas que merecen la pena decir de él. La primera es obvia: estabilidad y evolución. La música es un arte que permite dar muchos bandazos. En la clásica sinfónica ya se daban y en la música popular del siglo XX todavía más: es más sencilla estructuralmente, así que hay menos equipaje con las que cargar. Medio siglo permitieron a Bowie ser la personificación del camaleón artístico, pero también crearon un espacio propio que dotaba a su trabajo de una profundidad intelectual que otros no tienen. Como todo artista tuvo un pico de innovación revolucionaria, en su caso quizás los años 70, que con el tiempo se convirtió en una carrera sostenida con alguna que otra decadencia parcial que casi lo deja fuera del negocio. Nunca fue un músico superventas, pero el tiempo y el desarrollo sostenible de su obra le dotaron de una gran ambición, fusión de lirismo con sonido y sin dejarse encajar. Se reinventó tantas veces que ha dejado a más de uno sin saber a qué atenerse con él. Sobre todo es lo que un castizo llamaría “asiento inquieto”.

El segundo toque es todo un símbolo de la historia de la música: Ziggy Stardust y los continuos giros de Bowie. Ziggy fue el personaje glam rock que se inventó en 1972 para lanzar su legendario disco ‘The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars’, su gran momento cultural, social y musical que le duró un par de años antes de mutar en la siguiente forma artística. En 1975 ya lo había “matado” a favor de otro modelo más pegado al soul para triunfar en EEUU. Tres vidas en apenas una década. Mucho más que la mayoría. Luego llegaría la ‘Trilogía de Berlín’ en la que colaboró con Brian Eno. Bowie se convirtió en icono cultural y todo fue rodado en Gran Bretaña y EEUU. Los 80 fueron menos experimentales y más comerciales, pero nunca dejó de cambiar y mutar para evitar quemarse. Tanto golpe de timón dejó a muchos fans sin saber muy bien a qué atenerse, pero ésa fue la virtud y el sello de Bowie. Había un “estilo Bowie” y luego estaban el resto.

Finalmente está el tercer punto, su influencia. Ziggy Stardust fue clave para los primeros tiempos del movimiento gay, igual que la conversión del rock en un espectáculo estético más allá de unos tipos sobre un escenario. El punto de lirismo y puesta en escena que hoy domina casi todo vino de aquellos años. Y desde el punto de vista musical son decenas de bandas las que han confesado seguir sus pasos: Pixies, The Cure, Nine Inch Nails, Nirvana, muchas bandas del rock gótico de los 80, anticipó incluso algunos aspectos estéticos de los 80 y del punk, Marylin Manson, Lady Gaga… y la clave está en que ha tocado tantos campos, palos y formatos que casi todos se han visto reflejados en sus canciones, con lo que su alcance es, sencillamente, enorme. Eso era Bowie.

Andrej Wajda

Noventa años de vida, sesenta de ellos (nada menos) dedicados al cine. Un resistente. Contra todo. Primero contra los nazis, luego lidiando con el régimen comunista polaco y después con el regreso a la democracia en Polonia, que ha sido a veces muy tortuoso. Wajda abrió el siglo coronado como uno de los grandes, con un Oscar honorífico en el año 2000, tributo a una carrera que arrancó cuando el Ejército polaco le rechazó para luchar en 1939, con los nazis invadiendo Polonia y devastando el país. Después de la guerra decidió hacerse director de cine y poder luchar contra el daño infligido por los nazis. Su primer título de referencia, ‘Kanal’, es una auténtica oda a la supervivencia de los polacos, representados por un grupo de soldados que huyen de Varsovia por los canales de la ciudad, sorteando la destrucción de la ciudad y la persecución de las tropas alemanas. Fue premiada en el Festival de Cannes apenas una década después del final de la guerra, en 1957.

El premio le permitiría seguir adelante con su carrera, que en la posguerra dio al cine película como ‘Cenizas y diamantes’ (1958), ‘El bosque de los abedules’, ‘La boda’ (1973) o ‘La tierra de la gran promesa’ (1974). A finales de los 70 ya empezó a girar hacia la crítica al régimen, con filmes como ‘El hombre de mármol’, un filme crítico con el gobierno. Aquello le llevaría en breve hacia los brazos del sindicato Solidaridad y la amistad con Lech Walesa, una relación que con el tiempo se rompería por la deriva populista y conservadora de Walesa y los suyos. Luego llegarían ‘El hombre de hierro’ (1981), precisamente sobre este sindicato, que produjo un cambio político clave para el auge del sindicato: el gobierno impuso la ley marcial poco después de que le dieran la Palma de Oro. Tuvo que marcharse, concretamente a Francia, país de destino de muchos de sus compatriotas. Allí dirigió ‘Danton’ (1983), con un joven Gérard Depardieu y ‘Los poseídos’ (1988). Tras la caída del comunismo en Polonia en 1989, Wajda regresó a su país para centrarse en los asuntos sucios del régimen comunista y en ser senador por Solidaridad. De esa época son ‘Korczak’ (1990) y ‘The ring with a crowned eagle’ (1994), y ‘Katyn’ (2008).