Más allá de que fueran norteamericanos, blancos y hombres, la Humanidad elevó mucho el listón el 20 de julio de 1969 cuando Neil Armstrong puso un pie sobre la superficie de la Luna en nombre de toda la especie. Lo hizo por todos, aunque sólo representara a una fracción de la totalidad humana. Medio siglo después, recordamos un hito no superado.

Superado en parte, porque después de aquella misión hubo otras cinco más: Apolo XII (1969 también), Apolo XIV (1971, después de la fracasada misión número 13 que daría pie a otra historia épica de resistencia e ingenio, “Houston, tenemos un problema”), Apolo XV (1971), Apolo XVI (1972) y Apolo XVII (1972). En cada misión realizaron experimentos y trabajos científicos muy concretos: tenían el tiempo medido y los recursos también. En cada una dejaron algo tras de sí en el primer caso de contaminación extraterrestre, incluyendo banderas, rodadas, pisadas, material técnico, los anclajes de lanzamiento de varios módulos e incluso un aparato que, cincuenta años después, todavía tiene energía para emitir un sencillo bip.

Llegaron a la Luna en un esfuerzo demoledor de nueve años (desde 1960) como parte de una carrera que tenía mucho de política y capitalismo, más incluso que de pura ciencia. Había que llegar a la Luna antes que la URSS, eran los peores años de la Guerra Fría y los del otro lado comunista habían demostrado ser capaces de romper una barrera tras otra: primer satélite, primer hombre en órbita, sus cohetes eran mucho más potentes… era una carrera teñida de ideología política, y dinero, mucho dinero. Todo el Programa Apolo supuso, al cambio, una inversión superior a los 150.000 millones de dólares al cambio actual, miles de personas y una cascada de contratos de la NASA con empresas privadas que se catapultaron comercialmente, desde Boeing a los fabricantes de relojes. El cálculo humano es demoledor: más de 400.000 personas estuvieron implicadas en el Programa Apolo en algún momento en diferentes puntos del planeta.

Despegue de la misión Apolo XI, con el poderoso Saturno V saliendo de la lanzadera (NASA)

Cuando Edwin ‘Buzz’ Aldrin y Neil Armstrong pusieron los pies en la polvorienta Luna se dieron cuenta de que todo lo que habían observado era bastante cierto: no había atmósfera, no podían saltar porque corrían el riesgo de no poder regresar a superficie por la bajísima gravedad lunar, el polvo del suelo se metía por cada rendija y era más peligroso que cualquier otra cosa que hubieran pensado. No había vida. Nada. Sólo polvo, cráteres y un perenne color grisáceo que lo inundaba todo. Al no tener atmósfera la vista era perfecta: vieron “amanecer” a la Tierra por encima del horizonte curvo de la Luna, el espacio profundo y trabajaron como excursionistas de manos largas al cargar con kilos de rocas lunares para que fueran estudiadas en la Tierra. Al no haber viento ni erosión ambiental se dieron cuenta de que si pisaban el suelo, esa huella se iba a quedar allí eternamente salvo que un meteorito u otro ser pasaran por encima.

Hubo que aprender mucho. La mayor parte del desafío era teórico, una larga sucesión de cálculos matemáticos que hubo que hacer “a mano”, o mejor dicho, “a mente” descubierta, en muchos casos por mujeres (blancas y afroamericanas) que fueron silenciadas por el relato oficial, cuya misión era comprobar que cada cálculo estaba bien hecho, desde la potencia de los cohetes a la cantidad de combustible líquido necesario para levantar decenas de toneladas y sacarlas de la atmósfera (para los amantes de los datos, alrededor de 2.700 toneladas, necesarias para alcanzar una velocidad de escapa gravitatoria superior a los 40.000 km/hora con los cohetes Saturno). Ese trabajo fue en paralelo al meramente técnico, otra proeza sin parangón por el tamaño revolucionario. Aquí es donde más fuerza épica cobró la aventura.

Panel principal del módulo lunar que usaron los tripulantes (NASA)

Para que lo entiendan: antes del Programa Apolo no había nada parecido a una tecnología aeroespacial, salvo un par de aviones supersónicos, algún que otro satélite y una colección de cohetes menores que entraban y salían de la atmósfera en pruebas ingenuas. Hubo que empezar desde cero, para lo cual los ingenieros tuvieron que inventarlo todo, desde los transistores adaptados a las redes de circuitos integrados (chips), pasando por los cuadros de mandos digitales, el diseño y construcción de nuevos ordenadores más pequeños que pudieran entrar en los módulos (veníamos de una época en la que ocupaban habitaciones enteras, y los tres que pisaron la Luna tenían por socio un bichito de 74 KB de disco duro y una memoria RAM de 4KB)… y eso pasaba por crear los propios módulos, auténticas cajas chinas donde cada centímetro cuadrado debía ser útil para la misión. Eso sin contar con el nuevo software del propio sistema, totalmente nuevo y ex profeso para la misión, diseñado por una mujer, Margaret Hamilton; la transcripción del texto de programación ocupaba miles de folios apilados como columnas.

La NASA eligió una tripulación de tres hombres: dos bajarían, el tercero se quedaría en órbita en el módulo principal. Habría una segunda tríada de sustitución y una tercera más de soporte. La idea era que se turnaran: los sustitutos serían los titulares en los siguientes vueltos, y así sucesivamente. En aquella época todavía soñaban con la opción de crear una auténtica cadena de vuelos lunares. Ese sistema rotatorio asignó, por lógica, a Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins el vuelo número 11, es decir, el Apolo XI. Antes los futuros héroes habían sido los segundones de los vuelos de prueba anteriores. La casualidad quiso que el 11 fuera el del primer intento de alunizaje, que podría o no funcionar. De hecho en la NASA tenían varios planes alternativos. Si algo salía mal, el Apolo XI llegaría a la Luna, la orbitaría y si no se podía claramente, volverían.

De izquierda a derecha: Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin ‘Buzz’ Aldrin (NASA)

Según las normas internas de la agencia, el comandante (Armstrong) debía siempre permanecer a bordo de la nave, por lo que en realidad tenía que haber sido Aldrin el primero en bajar. El primero era un tipo frío y casi vulcaniano, su objetivo era cumplir con las órdenes y que todo saliera bien. El que se moría de ganas de pisar era Buzz. La razón del intercambio puede sonar a chiste, pero no: la puerta de salida estaba a la izquierda, en el lado de Armstrong. Al parecer Buzz tendría que haber pasado por encima del comandante con un traje que pesaba varios kilos y apenas les permitía moverse. Además, en la NASA tenían sus propias tradiciones: Armstrong tenía más veteranía en el proyecto, había realizado más pruebas y era un civil (ingeniero y piloto de pruebas, con un sueldo por las nubes para la época, el doble que sus dos compañeros militares de viaje), por lo que políticamente era perfecto. A alguien (algún gestor con experiencia en relaciones públicas probablemente…) se le ocurrió que sería más impactante que fuera un civil el que pisara la Luna primero. Aldrin era de la Fuerza Aérea, un soldado.

Despegaron el 16 de julio de 1969 después de cientos de ensayos. Los astronautas podían hacerlo todo casi con los ojos cerrados. Llegaron al satélite en cuatro días, y el 20 de julio pisaron suelo en una de las zonas más estables del compañero de la Tierra, el Mar de la Tranquilidad. “El águila ha aterrizado” fue el primer mensaje claro de la tripulación de que el módulo Eagle ya había alunizado. Entonces llegó el turno de la épica: una cámara acoplada al módulo captó las imágenes en blanco y negro de Armstrong, y se permitieron el lujo de “llamar” desde el módulo a la Tierra. La legendaria frase de Neil, “Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la Humanidad” llegó a través de la estación española de Robledo de Chavela, porque EEUU estaba en el otro lado del giro terrestre y no podían tener comunicación. Lo que vieron fue un mundo yermo sin nada de lo que durante siglos, milenios, habían imaginado los humanos. No había selenitas, ni dragones, ni reinos imposibles, ni civilizaciones extraterrestres… la palabra era NADA. Los únicos extraños en el satélite fueron los humanos que lo pisaron.

Y que dejaron material. Entre ellos un retrorreflector que Buzz Aldrin colocó en un punto concreto y que sirve para demostrar que los humanos sí estuvieron allí frente a la marea de conspiranoicos que prefieren creer a sus voces interiores que a los hechos: es un espejo que refleja pulsos laser enviados desde la Tierra para comprobar la distancia del satélite. Se llevaron muchos más, incluso por los soviéticos, que los dejaron con sus sondas mecánicas. Lo que vino después fue una cascada de patentes: todo lo que el Programa Apolo tuvo que inventar de la nada terminó en nuestras casas, desde las vitrocerámicas al reloj digital que puede que lleve en la muñeca ahora mismo, el uso de circuitos integrados para todo… Fue una revolución tecnológica como ha habido pocas. Más de 3.000 patentes derivadas fueron registradas, y por cada dólar invertido se recuperó, en una década, entre 4 y 5 dólares. Un hito como no ha habido otro. Que sólo será superado cuando un ser humano (que probablemente no será blanco, y puede que ni siquiera hombre) pise Marte.

Aldrin fotografiado por Amstrong (NASA)

Armstrong junto a la bandera clavada en el lugar de alunizaje (NASA)

Amanecer de la Tierra – Apolo XI (NASA)

Buzz Aldrin antes de pisar la Luna (foto hecha por Amstrong – NASA)