La primera vez que apareció la revista El Corso fue para hablar de los 70 años del sello Blue Note, motor histórico del jazz; cerramos el círculo al cumplir cinco años y 50 números y retomamos la historia de la discográfica que sentó las bases para todas las demás.
El primer reportaje del primer número de la revista de El Corso abordó un aniversario, los 70 años del sello especializado de jazz Blue Note, una discográfica clave para la experimentación, desarrollo, normalización y progresión del jazz durante todo el siglo XX y que hoy se mantiene en pie para las siguientes generaciones. En aquel momento se publicó un libro-disco de edición especial con lo mejor de esas siete décadas, ‘Essential Blue Note’, y para los tres cuartos de siglo la editorial aparece en España ‘Blue Note Uncompromising expression’, un gran libro de la editorial Blume (400 páginas, 60 euros) firmado por Richard Havers (promotor musical y periodista), y que es nuestra segunda excusa para hablar de jazz, y de Blue Note. La primera ya la saben: cumplimos 50 números y 5 años y así cerramos el círculo.
75 años. Mejor dicho, 75 + 1. Porque el inicio real fue en 1939, pero no arrancaría de verdad hasta 1940. Con esa edad muchos se quedan sentados delante del televisor, o pasean por el parque sin hacer nada más que ver consumirse los días. Blue Note, el sello del jazz de los negros, nacido porque las discográficas de los blancos sólo grababan a bandas blancas. Porque lo que no encontraba cabida en otros sitios sí que lo tenía en Blue Note: un simple ejemplo es el acid jazz de Us3. Blue Note escogió hace tiempo en su ‘Essential’ una frase del maestro perdido y maldito Ambrose Bierce, que en su ‘Diccionario del Diablo’ recita como un mantra: “El ruido es música sin domesticar”. Blue Note domesticó y sofisticó como nadie el jazz puro y duro de los guettos, de aquella masa de gente negra sin asimilar que inventaba, sin quererlo, la auténtica “música clásica americana”.
Alfred Lion y Francis Wolf, fundadores de Blue Note
Francis Wolf y Alfred Lion fundaron en 1939 Blue Note con la misión personal de dar salida a ese sonido que era ruido hermoso y puro, sin disciplina aparente pero de enorme talento, que es como debe ser el jazz. Todo comenzó con un concierto y un judío emigrado (como muchas cosas en EEUU, vampirizando a Europa), Alfred Lion, que huía de Hitler y se refugió en Nueva York, el gran nido del jazz: allí escuchó embelesado una amalgama que le abrió los ojos, ‘From the spirituals to swing’. El primer disco que publicó Blue Note fue el del dúo Albert Ammons-Meade Lewis. Pero no sería hasta 1940 cuando saltó la chispa; se le suma otro berlinés, Francis Wolff, que huyó justo a tiempo para evitar la guerra: mientras Polonia caía ellos se juntaban para empezar a echar a andar el invento: Wolff fotografiaba y Lion editaba. Durante varios años se dedicaron a grabar todo el jazz tradicional que pudieron, para luego abrir nuevos caminos.
En los 40 llegaría el be-bop y todo cambió. Antes, Blue Note había reclutado nada menos que a Count Basie y Duke Ellington. Tras la guerra llegaron todos los demás: el jazz se abrió a las mujeres, entonces Billie Holiday pero también ahora Lila Downs, Norah Jones, Patricia Barber y Holly Cole. Blue Note arrancó con la voz de Billie, pero también con Dinah Washington y Betty Carter; ya entonces los estilos se fusionaban para dar más profundidad a Blue Note, para que no se quedara estancado como el sello del jazz de siempre. El country, el folk y el indie pop unidos al jazz, pero también, más tarde, el latin jazz, el acid jazz y cualquier cosa que pueda desmontarse y reconstruirse en un club. Billie Holiday fue la primera, auge y caída de un imperio de mujer que lo vio y lo conoció todo: sin ella el jazz se habría quedado en los clubes entre las nubes de humo de tabaco. Se hizo popular, y luego universal.
Y con Miles Davis alcanzó el cenit de lo irreverente y brutal, desde que empezara a hacer música hasta cuando miraba por encima del hombro a la alta sociedad blanca de la América de Ronald Reagan. Nadie como él encarna la fusión de individualismo, pasotismo indiferente y personalidad que marca un poco al sello: después de todo, muchas otras discográficas editaban jazz, pero sólo Blue Note se mantenía un poco al margen. Es el tiempo, aparte de Miles, de Charles Mingus, de Dexter Gordon y del be-bop. El dúo Lion-Wolff se convirtió en trío con otro músico de jazz que les susurraba al oído “esto es bueno”. Era Ike Québec, responsable de que Blue Note espabilara y se subiera a la ola para darle la vuelta al jazz.
Nacían los “boppers” Bud Powell, Tad Dameron, Art Blakey, Fats Navarro… Thelonious Monk apenas vendió, pero siguieron adelante y respaldaron también la particular revolución de Miles Davis. A este nuevo estilo, más cool y que se fundía con los años 60 a la perfección, ayudó mucho el diseñador Reid Miles, que se pasó más de media vida haciendo portadas que resumían el alejamiento del jazz de la masificación del blues y el soul del resto del mundillo de la música negra. En 1957 llegó ‘Blue train’, de John Coltrane, sin más palabras que las del hombre perdido y hundido que se revolucionaba con el saxo en las manos para ‘A love supreme’ o ‘Locomotion’. Y a partir de ahí, el resto es leyenda del jazz. 75 años resumidos en unos párrafos, una injusticia pero que ayudará a entender un estilo ya clásico.
La misión imposible de resumir el jazz
La bruma envuelve por completo un género capaz de amoldarse a instrumentos, músicos, influencias y todo tipo de exigencias. En realidad el jazz se basa en un principio único: de un punto sacar una página, de una melodía, una hora de música, de tres acordes, todo un disco. Se puede definir un género por sus nombres propios: Duke Ellington, Billie Holiday, Charlie Parker, Miles Davis, John Coltrane, Thelonious Monk, Jimmy Smith, Dinah Washington, Betty Carter, Herbie Hancock, Chick Corea, Cassandra Wilson, Gonzalo Rubalcaba, Bobby McFerrin… son todos nombres de la historia del jazz. Pero nada supera la experiencia de un concierto en directo. Jazz es improvisación meditada, es emoción unida y encadenada a unas pautas previstas. En las artes escénicas sería como un creador de la stand-up comedy, un tipo con un micrófono que sólo tiene su intelecto y su voz para encandilar a la gente. Escoge un chiste, no funciona, toca otro tema, se ríen. Perfecto, tira por ahí. El jazz es un poco lo mismo: caos organizado de resultados magníficos.
Hay que variar, hay que dejarse llevar, abrir caminos y regresar: el jazz auténtico se tocaba sin partituras, era la música de los negros que no sabían solfeo o que no lo necesitaban para vibrar. Ese origen ácrata lo impregnó todo. Cualquier instrumento tiene su momento de jazz si se sabe usar: la trompeta de Miles Davis, por ejemplo. La maraña bien hecha de un tipo que con un piano escucha un silbido rítmico, lo acopla y empieza a hacer variaciones hasta llenar toda una sala de notas. Fue lo que hizo Chet Baker con ‘My funny Valentine’, o Miles Davis, o Herbie Hancock, o Madlib, un californiano capaz de mezclar hip-hop con jazz; también como Us3, en los años 90 (jazz, hip-hop, rap, blues y soul en una batidora brutal), que abrieron camino con ‘Cantaloop island’ o ‘Sookie Sookie’, donde bebían de las fuentes de sus mayores proscritos de traje y corbata para romper. Todo eso es el jazz: libertad autogestionada. Perfecto.
Evolución de las portadas de los discos de Blue Note
Billie Holiday, la gran voz femenina reclutada por Blue Note para algunos de sus mejores discos
El libro aniversario de Blume sobre el sello discográfico y sus 75 años
Uno de los álbumes más legendarios del sello, el ‘Blue train’ de Coltrane