Pocos pintores alcanzaron el grado de perfección realista, de juegos de luz y sombra, de sugestión en las formas y expresividad. Pocos fueron también tan oscuros, siniestros incluso, pendencieros y virulentos. Ha habido muy pocos como Caravaggio, y la exposición que hoy inaugura el Museo Thyssen-Bornemisza es una ventana a su mundo.
Hasta el 18 de septiembre el Thyssen va a abrir sus puertas a una revisión de la obra y la figura de Michelangelo Merisi Caravaggio (1571-1610), una vida corta para una auténtica y genuina bala perdida que de haber nacido hoy habría sido una estrella del rock acaparadora de titulares y escándalos, pero también de loas por su talento. Tanta era su fuerza artística que influyó notablemente en muchos otros, especialmente en los círculos de pintores del norte de Europa, a caballo entre el protestantismo, la industria artística financiada por la nueva burguesía mercantil y las herencias germánicas y flamencas. Fueron ellos los que más trabajaron para afianzar el legado y la fuerza visual de Caravaggio. No sería hasta el siglo XX sin embargo cuando su reputación y fama fueran recuperadas: su leyenda no sobrevivió a su temprana muerte, e incluso muchas de sus obras (apenas las firmaba) terminaban siendo atribuidas a otros. No hay que olvidar que apenas quedan una cincuentena de sus obras.
‘Caravaggio y los pintores del norte’, comisariada por Gert Jan van der Sman, miembro del Istituto Universitario Olandese di Storia dell’Arte en Florencia (Universidad de Utrecht) y Profesor de la Universidad de Leiden, pondrá de relieve el legado del artista lombardo y ofrecerá una idea de la diversidad de las reacciones causadas por su pintura. En la muestra se exhibirá un conjunto de piezas que abarcan el curso de la carrera de Caravaggio, desde el período romano hasta las emotivas pinturas oscuras de sus últimos años, junto a una selección de obras de sus más destacados seguidores en Holanda, Flandes y Francia, como Dirk van Baburen, Hendrick Ter Brugghen, David de Haen y Gerrit van Honthorst, Nicolas Regnier y Louis Finson o Simon Vouet, Claude Vignon, Nicolas Tournier y Valentin de Boulogne.
‘Judith decapita a Holofernes’
Caravaggio fue un hombre violento en sus reacciones, justiciero, y con un permanente sentimiento de abandono, pero que tuvo una vida de novela y un final trágico. Así describía Andrew Graham-Dixon al pintor italiano en su libro ‘Caravaggio. Una vida sagrada y profana’ (Taurus), una buena forma de aproximarse a este genio pendenciero que entró y salió del mundo criminal con la misma tranquilidad con la que desarrollaba el tenebrismo, los claroscuros en pintura y su potencia expresiva. Su complejo carácter y la pérdida de sus progenitores y de todos los hombres de su familia cuando tan solo era un niño marcó la vida de Caravaggio, quien creció y vivió con un constante sentimiento de abandono.
Ese vacío enorme, emocional y psicológico, es una cicatriz que no cerrará y que se prolongará en su pintura como forma de expresión del dolor. Caravaggio cayó en gracia a mecenas, papas y cardenales pero “no soportaba ser aceptado” por esa élite que le ponía a su servicio y conseguía, casi siempre, mandar al traste con esa vía de progreso. También se expresó en sus continuas peleas. En aquellos tiempos, en aquella Italia a caballo entre dos siglos y que se zambullía en el mundo de la Contrarreforma católica, la lucha por conservar intacto el honor era la clave de muchas reyertas. Respecto a su muerte, el autor señala en su libro que Caravaggio había vivido buena parte de su vida muy cerca de los márgenes de la sociedad, rodeado de gente pobre y humilde. “Los había pintado, representando historias bíblicas con sus rostros y sus cuerpos. Había pintado para ellos. Al final, murió entre ellos, y fue enterrado entre ellos, en una tumba anónima. Tenía treinta y ocho años”, asegura Graham-Dixon.
Un artista tormentoso
Aprendió las bases del arte con Simone Peterzano, y sobre todo a partir del estudio de las obras de algunos artistas venecianos. De 1592 a 1606 trabajó en Roma, donde no tardó en destacar por su talento, su originalidad (rompiendo esquemas clásicos) y por la vida tabernaria, virulenta y crispada repleta de duelos, riñas de borrachos y un carácter con pocos escrúpulos morales. Fue un opositor consciente a los cánones del Renacimiento y el manierismo, y frente a ese aire racionalista y espiritual impuso el efectismo en la pintura con dos armas que serían rasgos de su estilo para siempre: el claroscuro (luz y sombra combinadas para dar fuerza a los personajes y escenas, casi otorgándole volumen), y por el vigor físico, donde sus cuadros rompían cualquier tipo de estatismo y optaban por la violencia y el movimiento.
Un simple ejemplo: ‘La crucifixión de San Pedro’ (sobre estas líneas), totalmente opuesta a cualquier tipo de formalismo, donde prima el movimiento, la fuerza de los dos hombres que preparan la cruz, uno tirando con todas sus fuerzas de una de las cuerdas y otro agachado bajo la cruz para elevarla. Al evitar cualquier tipo de idealismo en beneficio de un realismo virulento, pretendió que sus obras dejara indiferente al espectador. Desde que llegó a Roma rompió con las normas y optó por pintar directamente y modificar después, sin preparar los cuadros con múltiples bocetos. Era más un artista contemporáneo que lo que terminó siendo, un mito barroco y de las rupturas pictóricas del siglo XVII junto con Velázquez.
Usó siempre juegos de luces y sombras, si bien el claroscuro fue inicialmente usado para dar volumen y forma; después sería el sello creador de efecto y dramatismo, con tonos oscuros, la sombra envolvente, haces de luz que iluminaban sólo algunos puntos concretos para dirigir la atención del espectador. Que sus mecenas y clientes fueran la Iglesia y congregaciones religiosas no fue un obstáculo para su estilo artístico y de vida. Las obras que el clero no quería terminaban en manos de una nobleza que en muchos casos pagaba mejor que los sacerdotes. De estos tiempos de plenitud son obras como ‘La vocación de San Mateo’ y ‘El martirio de San Mateo’, la mencionada ‘Crucifixión de San Pedro’ y ‘La conversión de San Pablo’.
‘Los jugadores de cartas’
El principio del fin arrancó en 1606, cuando durante una de las múltiples peleas que jalonaban sus noches de juerga y flagelación psicológica mató a un hombre. Tuvo que huir de Roma. Antes le habían protegido sus mecenas, pero esta vez, hartos de él, optaron por dejar que la justicia siguiera su curso. Huyó a Nápoles, bajo control de la familia Colonna y autoridad de España, que le protegería y le daría una última opción para convertirse en un gran pintor. En estos últimos años viajó a Malta para trabajar para la Orden de los Caballeros de la ciudad, que finalmente le nombraron miembro de la misma institución, paso clave para poder lograr el indulto por el asesinato en Roma.
Pero su carácter no tardaría en brotar de nuevo: destrozó una casa durante una pelea y uno de los caballeros de la Orden fue herido de gravedad, razón por la que fue expulsado de la organización maltesa. Huyó a Sicilia, donde se convirtió en un ser terriblemente asocial: dormía armado y rehuía a la gente. Finalmente pudo regresar a Nápoles, pero su estancia allí sería de todo menos tranquila: intentaron asesinarlo y en Roma le dieron por muerto. Para entonces Caravaggio ya era una leyenda por su talento y por su faceta criminal. Lejos de eso siguió pintando y creando obras para mecenas napolitanos y romanos. En 1610 viajó a Roma para ser indultado oficialmente por el asesinato de 1606. Llega el momento trágico de su muerte: según la historia más verídica contada por un amigo, murió de fiebres (probablemente malaria) en Porto École cuando viajaba hacia la capital romana. Otros en cambio aseguran que le estaban esperando, porque la confusión fue enorme y durante años se ha especulado si fue asesinado. La razón es que su cuerpo nunca fue encontrado.
‘La flagelación de Jesús’