El Thyssen-Bornemisza abrirá en otoño (si no hay más sustos víricos por medio) la exposición retrospectiva más ambiciosa sobre René Magritte que haya pasado por España, una visión detallada y estructurada de un artista muy influyente en la modernidad, tan surrealista en sus impulsos como único a la hora de plasmar sus ideas, estilo y carrera artística. Un misterio, un enigma que no necesita solución. Sólo admirarse.
IMÁGENES: Museo Thyssen-Bornemisza / Wikimedia Commons – PORTADA: ‘Los amantes’ (1928)
La exposición que organizará este año el Thyssen-Bornemisza será la primera de Magritte en más de 40 años. La última fue iniciativa de la Fundación Juan March en 1989. Lo que llegará a Madrid en el último tercio de este 2021 (a partir de septiembre), ‘La máquina Magritte’, es un engranaje bien engrasado que ya ha viajado por otras ciudades y que muestra los entresijos “mecánicos” de creación del belga, en muchos casos una secuencia repetitiva y combinatoria a partir de las mismas ideas, reutilizadas y redimensionadas. Magritte era, como otros creadores surrealistas (o artistas en general), particularmente obsesivo en el método creativo, con temas obsesivos que vuelven una y otra vez con múltiples variaciones sobre ese puñado de ideas. La muestra se dividirá en secciones: 1) Los poderes del mago (autorretratos), 2) Palabras en la pintura, 3) La figura y el fondo, 4) El cuadro y la ventana, 5) El rostro y la máscara, 6) Mimetismo y 7) Megalomanía. Comisariada por Guillermo Solana, la muestra reunirá 90 pinturas más una selección de fotografías y filmes. En España tendrá segunda parada: el Caixaforum de Barcelona en 2022.
La clef des champs (1936) – El castillo en los Pirineros (1959) – La memoria (1948)
Y ahora, la pregunta frívola: ¿cómo pudo un señor con traje oscuro, aspecto de funcionario gris, bombín y maneras de pequeño burgués convertirse en uno de los mayores creadores surrealistas de todo el siglo XX? Hay muchas manera de llegar hasta este gran ilusionista, fabricante de algunos de los mejores iconos del arte que han saltado incluso a la cultura popular de la pasada centuria y que, quizás en este agridulce siglo XXI, tengan todavía más fuerza. Aunque parezca justo lo contrario, Magritte no fue un simbolista. Creaba desde su psique misterios como si fueran cajas chinas que deben ser abiertas por el que mira. No buscaba dar soluciones, sólo planteaba desafíos de significado. Sólo así se explica la creación de rarezas repetitivas como, por poner dos ejemplos, ‘El hombre del bombín’ (1964) y ‘La gran guerra’ (1964, que no debe confundirse con ‘El hijo del hombre’). Los dos tienen una base similar: dos retratos de hombres convencionales, el primero con corbata de nudo Windsor, el segundo con corbata clásica de principios de siglo XX, ambos con bombín y con el rostro oculto, el primero por una paloma blanca en pleno vuelo, el segundo por una manzana. No son símbolos, es el cotidiano vuelto del revés hacia el absurdo, esa normalidad reconocible que Magritte rompe con propósito. Ningún otro surrealista hizo ese juego de usar lo cotidiano para plantear el enigma y escamotearnos la solución.
Ambos cuadros pertenecen a la fase final de la vida del artista, que tres años después moriría en Bélgica. Son un Magritte depurado que ya había dejado atrás experimentos y vaivenes estilísticos. Una vez encontrado su lenguaje, se concentró en depurarse. Ya quedaba lejos el surrealista más profundo y clásico de los años 20 y 30, cuando creó ‘La traición de las imágenes’ (1929), la obra en la que bajo una pipa colocó en francés la frase “Esto no es una pipa”, o el cuadro de 1933 ‘La condición humana’, una de sus célebres visiones a través de la ventana, en la que la obra realista pintada sobre un lienzo sin marco, sobre caballete, se confunde con la realidad que se ve al otro lado de la ventana. Magritte era engañoso: bajo un aspecto visual formal, de trazo limpio y preciso, realista a pesar de su esquematismo mínimo (salvo cuando hizo experimentos más cercanos al impresionismo formal de sus primeros años), late un nudo retorcido que impacta visualmente. Magritte abofetea visualmente, te aporrea con un retruécano visual tan familiar como extraño, y no te explica el chiste. Que cada uno entienda lo que quiera. Se trata de comunicar la extrañeza ante lo desconocido, no de resolverlo.
Golconda (1953)
Su propia vida pudo anticipar ese eterno juego de desfonde: tuvo una infancia tremebunda en la que su madre suicida era encerrada para evitar que se matara, lo cual consiguió cuando Magritte apenas era un púber. De semejante impacto hubiera surgido un atribulado artista autodestructivo. Para nada: lo que apareció fue un surrealista de vida formal pero creación artística libérrima y furibunda. Mientas que otros con menos lastres emocionales iniciales se convertían en circos andantes llenos de barroquismo personal (Dalí), Magritte fue un pequeño burgués habitante de una ya de por sí insípida ciudad pequeño burguesa como Bruselas, en un país que parecía la extensión meliflua de esa misma ciudad, Bélgica. Nada de furibundos franceses, insondables alemanes o contradictorios italianos: era un belga. Para lo bueno, lo malo y todo lo demás. Era en sí mismo un absurdo, como uno de sus cuadros: hogareño, bien enraizado en su ciudad, tranquilo y sin estridencias. Él mismo parecía una obra de arte: encontró en la vertiente irracional del arte (que no inútilmente alocada) la vertiente para su pensamiento poético, que lo dominaba todo.
No fue un surgimiento casual. Su estilo resultó de la confluencia de muchas etapas e influencias, desde su trabajo como publicista y cartelista a la experiencia con los surrealistas originales en el París de los años 20, que luego sustituiría por la tranquila y anodina Bruselas. Como hiciera Hergé, Magritte no abandonó esa ciudad en el corazón de Bélgica desde 1930. También el resto de vanguardias, desde el cubismo al futurismo, que formaron parte de sus primeros años de experimentación. Incluso cuando en los años 40 adoptó de nuevo el trazo impresionista de sus primeros años de juventud y luego lo abandonó a favor de su propia regularidad mecánica. Como cocinar el mismo grupo de recetas una y otra vez hasta dar con el equilibrio exacto de tiempos, condimentos y cantidades. Para cuando el maestro de fogones Magritte encontró las fórmulas ya era un maestro indiscutible. Y que no aceptaba paralelismos con nadie, no porque se enfurruñara como un Picasso egomaníaco, sino porque literalmente su obra no aceptaba puentes. Dalí era un lírico exuberante que usaba el hiperrealismo modificado para expresar un torrente psíquico, Duchamp era un provocador que usaba todo lo que tenía a mano para patear la mesa de lo establecido. Fuera de ese mundo estaba Magritte, tan mínimo y contenido como múltiple en significados. El hombre enigma, como en ‘El hijo del Hombre’, un señor formal escondido detrás de una manzana.
El hijo del hombre (1964) – La condición humana (1933) – El hombre del bombín (1964)
Magritte era un espejo invertido, pero también, como Alicia, invitaba a atravesar ese mismo espejo en una vuelta de tuerca continua. No hay racionalismo ni interpretación que resista la maquinaria recombinatoria de Magritte, donde algo tan evidente como una pipa, una ventana, un bombín, una manzana, un pájaro o un cielo tachonado de nubes blancas que parecen algodones significa todo y nada a la vez. Revolvía los significados hasta dejar pasmado al espectador, perdido en la maraña de intentar explicar racionalmente lo que no tiene por qué tener explicación. Era un artista sutil, muy depurado y sofisticado. No había nada casual, primitivo o caprichoso: todo estaba perfectamente pensado, como una mina enterrada que espera a su víctima. Pero él escondía los bombazos en los lienzos: bajo esa apariencia a veces incluso naïf había un complejo trabajo mental cuyo único objetivo era revolvernos. Como todos los surrealistas, era un pateador de mesas de lo establecido, pero mientras otros montaban un circo a su alrededor y convertían su obra en una performance que iba más allá de la propia obra de arte, Magritte llegaba, dejaba la bomba conectada y después de saludar cortésmente se iba sin hacer ruido con una amable sonrisa.
Si hay una frase que puede resumirle es una de las construcciones verbales de Wittgenstein, filósofo del lenguaje que fue más allá de la propia filosofía o la construcción de los significados: “El aspecto de las cosas que son importantes para nosotros está oculto debido a su simplicidad”. Pero esa sencillez mínima es la gran mentira del belga: no había nada simple, sino justo lo contrario. Cada cuadro es una vía alternativa a lo establecido y un desafío al que observa: saca tus propias conclusiones, pero recuerda que lo que te digo no tiene por qué ser seguro, estable y estar explicado, basta con que pienses y te des de cabezazos contra lo que tú supongas que te estoy mostrando. Así funciona la maquinaria de Magritte; le bastan apenas dos o tres elementos para hacernos viajar de lo racional y establecido en nuestra relación con el mundo hacia lo contrario, para luego regresar. Y en ese trayecto nos da la oportunidad de ser libres en nuestra interpretación. Lo único que quiere es darnos la libertad para reconstruir y modificar lo real a partir de como él lo hace.
El regreso (1940)
Un buen ejemplo: ‘El castillo en los pirineos’ (1959), un cuadro tan enigmático como sencillo. En un lienzo vertical, vemos un castillo medieval encaramado en lo alto de una gran roca sólida que flota sobre un mar dinámico en contraste con el cielo perfecto y estático tan propio del estilo Magritte. ¿Qué significa, qué nos dice el autor? Todo y nada. La explicación (innecesaria si tenemos en cuenta cómo funciona Magritte) más común es que ese castillo simboliza todo aquello virtuoso y grandilocuente a lo que aspiramos (el castillo sobre la roca), desconectado del mundo real caótico representado por el mar embravecido. Ese mundo ideal son sueños lejanos que flotan sobre la realidad, desconectándose de lo posible. Son y serán siempre imágenes inalcanzables. Sin embargo cada uno concreta en ese castillo lejano lo que entienda: no son valores concretos, no son sueños precisos, Magritte sólo crea la ilusión desafiante de lo intangible de lo deseado/soñado que cada observador rellenará como su psique (y frustraciones) le dé a entender.
Más allá está la sensación de que el pintor sólo quiere transmitir algo. Mientras que en otros creadores surrealistas o cualquier pintor del siglo XX existe la necesidad de que en cada rincón y trazo reflejen al artista, Magritte juega al despiste: no es su forma de pintar, ni sus técnicas artísticas, es lo que transmite. En otros creadores toda la construcción artística forma parte del paquete final; en nuestro belga aparentemente anodino la técnica es secundaria, el aspecto visual está al servicio de la idea. Es más poeta que pintor, el mensaje es el eje central. Es fingidamente neutral, aséptico en las formas, no en el fondo. Mientras otros buscan el impacto directo, como un gancho de izquierda que no ves venir, Magritte te confunde con un golpe mucho más sutil disfrazado de limpieza formal. Esta aparente objetividad que no es tal sedujo a muchos de los artistas pop que aparecieron en los últimos años de su vida. Fue una influencia decisiva en ellos, a pesar de que Magritte nunca se los tomó en serio, los consideró siempre una forma menor de vanguardia pensada para vender. Y sin embargo ahora son legión estos sucedáneos que le imitan en casi todo, menos en lo importante, en lo que hacía de Magritte único y enigmático.
La traición de las imágenes (1929)
¿Qué es el surrealismo?
Movimiento artístico surgido a principios de los años 20 como consecuencia de la irrupción del dadaísmo, la crisis cultural tras la Primera Guerra Mundial y la expansión de las ideas surgidas del psicoanálisis. Su manifiesto iniciático fue en 1924, firmado por el fundador y gurú del movimiento, André Bretón, que remarcaría la dimensión tanto pictórica y audiovisual como literaria del movimiento, capaz como pocos de traspasar las fronteras entre artes. Los precedentes estaban presentes en Occidente desde hacía tiempo: filósofos como Heráclito, escritores como Sade o pintores clásicos como El Bosco fueron elegidos como anclas antiguas para el movimiento. Pero realmente es un hijo predilecto del dadaísmo, el cultivo por el absurdo artístico y el nihilismo, la destrucción del orden como primer paso. A continuación ofrecía una reinterpretación del mundo a partir de nuevos supuestos, de lo más profundo de la psique, conectando (con la escritura automática, por ejemplo) el plano consciente con el inconsciente. Era más que un patada en la mesa, era la construcción “romántica” (por decirlo de alguna forma) del mundo.
En el manifiesto Bretón indica que “nuestro movimiento se basa en la creencia de una realidad superior de ciertas formas de asociación […], y en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos, y a sustituirlos por la resolución de los principales problemas de la vida”. Politizaciones al margen, como la de Bretón, el surrealismo exploró nuevas técnicas como el uso de los fotomontajes (pioneros que luego alumbrarían parte del camino de la publicidad posterior), el collage, la construcción de objetos sin fin ni destino, y el “cadáver exquisito”. En ésta última, varios artistas dibujaban diferentes parte de una misma figura o escribían secciones de un texto conjunto sin saber lo que había hecho el anterior. El resultado era un caótico puzzle que impactó al público. Dalí, en solitario, creó el “método paranoico-crítico”, basada en la observación creativa de una superficie limpia y dejar que afloraran las formas que el subconsciente proyectaba sobre ellas. En 1938 el movimiento alcanzó su apogeo con una gran exposición internacional en París y en la que estuvieron Duchamp, Dalí, Man Ray (fotógrafo que revolucionaría el siglo XX desde el surrealismo y luego a su particular manera) y el canario Óscar Domínguez.
El descubrimiento del fuego (1935)
Vida de un belga llamado Magritte
René Magritte nació en 1898 en Lessines (Hainaut, Bélgica), y desde muy temprano se formó en artes clásicas, para pasar luego a la Academia de Bellas Artes de Bruselas (1916-1918) en plena Primera Guerra Mundial. En 1922 se casó con una amiga de la infancia (Georgette Berger, que le servirá de modelo ocasional) y comienza su carrera como dibujante en una fábrica de pintura y empapelados. No le durará mucho, porque pasa a realizar carteles, dibujos para publicidad e imágenes para catálogos de ventas comerciales. En paralelo desarrolla sus querencias artísticas, pasando de forma pendular del cubismo al futurismo y luego a la abstracción, pero siempre sobre las vanguardias y alejándose del academicismo. En 1923 llega el primer flechazo: Giorgio de Chirico, cuya obra le influirá notablemente en los primeros años, de la que luego se librará mediada la década. Apenas un año después entra en contacto con Marcel Lecomte y Camille Goemans, escritores de las vanguardias surrealistas a los que acompaña en la formación de un grupo belga del movimiento.
En 1926 se convierte en artista a tiempo completo con el apoyo de la Galería Le Centaure (Bruselas), y al año siguiente se traslada en la periferia de París para entrar en contacto con el corazón y la cabeza del arte europeo. Es un salto de calidad: se afilia al grupo surrealista francés y colabora con Jean Arp, Joan Miró, Paul Eluard o Salvador Dalí, con el que congeniará temporalmente… Magritte será parte integral del movimiento tanto en Francia como a partir de su regreso definitivo a Bruselas en 1930, de donde ya no se moverá, con una fidelidad absoluta a la ciudad en coherencia con su búsqueda de tranquilidad. Magritte, pinta, dibuja, viaja, colabora con la revista Minotauro. Los años 30 son de gran actividad artística y despegue, con múltiples exposiciones, en Bruselas y Nueva York. Pero será en la posguerra cuando su obra realmente tome fuerza y expansión internacional, cuando pasará a ser una influencia en los movimientos artísticos, y donde anclará su personalísimo estilo, anclado con el surrealismo pero libre de “ismos” en su creación. Falleció en agosto de 1967 en Schaerbeek, Bruselas, poco después de inaugurar una de las mayores retrospectivas de su carrera en Rotterdam.
El arte de no explicar el chiste
Dijo Magritte: “Equiparar mi pintura con el simbolismo, consciente o inconsciente, es ignorar su verdadera naturaleza”. Para entenderle, o mejor dicho, para interpretarle de forma libre, hay que acudir a lo básico, forma y visión: no se explica el chiste, se reinterpreta. Su efecto visual es un impacto repentino muy concentrado: con un grupo reducido de objetos concretos (no más de 15), recombinados sobre un fondo neutro que parece sólo un lienzo para el juego, exhibe múltiples variaciones. Si llevamos la explicación divulgativa al máximo, a un niño que haya visto muchos de sus cuadros se le antojará que a Magritte le hubiera gustado jugar con piezas de Lego, tan espartanas como útiles en combinaciones múltiples.
Un chiste explicado no tiene gracia, basa su poder en el chispazo de choque inicial, la contradicción absurda que genera el caos de conceptos que luego degenera en carcajada. Magritte, de aspecto gris y anodino, era en realidad un libérrimo contador de chistes artísticos en el que negaba todo lo racional, un poeta, un humorista que no daba pistas ni siquiera en los títulos de los cuadros (que también forman parte del propio “chiste”). Simplemente hay que recibir el golpe y quedarse con el enigma, que cada uno, en privado, saque su propia conclusión. Y así con todo: no hay libro sobre Magritte que no sea una cadena de suposiciones que él, de vez en cuando, desmentía o cambiaba para frustración de los amantes de la claridad racionalista.
El modelo rojo (1936)