El 19 de noviembre de 1819 el rey Fernando VII inauguraba el Museo Real de Pinturas, que con el tiempo sería rebautizado como Museo Nacional del Prado; o para el resto del mundo, El Prado. Dos siglos después, conmemora su cumpleaños con exposiciones, actividades y la certeza de que es un lugar común para madrileños, españoles y cualquiera con gusto por el arte.
IMÁGENES: Museo del Prado / Wikimedia Commons // Imagen de portada: detalle de ‘Las Meninas’ (Velázquez)
Un edificio que en realidad son cinco, un tesoro nacional que desde hace años intentan calcular sin que haya muchos avances, salvo para ponerle la etiqueta de “incalculable”, una de las diez mayores pinacotecas del mundo y sin duda la más grande de pintura europea, una gran casa donde comparten espacio Velázquez, el Greco, Goya (el artista con más fondos, muchos de ellos dibujos y grabados), Rubens, El Bosco, Tiziano, Rafael, Tintoretto, Veronese, Zurbarán, Ribera, Murillo, Fra Angélico, Van Dyck, Poussin… El inventario de febrero de 2017 reflejaba más de 35.000 piezas de arte (la mayoría cuadros) que abarcan todas las posibilidades: 8045 pinturas, 9561 dibujos, 5973 estampas y 34 matrices de estampación, 971 esculturas (además de 154 fragmentos), 1189 piezas de artes decorativas, 38 armas y armaduras, 2155 medallas y monedas, por encima de 15 000 fotografías, cuatro libros incunables y 155 mapas. Y la mayor parte invisible, porque no hay espacio para exhibirlo a pesar de las innumerables ampliaciones en esos doscientos años.
Y todo empezó por la diferencia de clase, el privilegio de unos pocos sobre la miseria de muchos: los Habsburgo utilizaron el dinero que producía la Corona, que monopolizaba los negocios en gran medida, como un estado central que nunca fue tal, para comprar cuadros. Los Austrias españoles fueron grandes compradores y mejores mecenas, sólo hay que pensar en Felipe IV y Velázquez, una relación capaz de llenar varias salas enteras del Prado, con ‘Las Meninas’ como estrella absoluta (el primer “cuadro moderno”, como aseguran muchos historiadores del arte, obra de un andaluz genial que incluso en su etapa final anticipó en 200 años el impresionismo), tanto como para darle el mejor lugar del ábside del Edificio de Villanueva, el edificio neoclásico pensado para ser gabinete de ciencias naturales y que acabó colonizado por el arte. Y lo que empezó como un capricho de emperadores, reyes y nobles asociados a una Corona más preocupada por las guerras y la pureza religiosa que por engrandecer al país que les soportaba, ha culminado siglos después como un regalo a Madrid y a España.
Edificio de Villanueva, el corazón del Museo del Prado
Más de 400 años de pintura unidos por miles de escalones desgastados, de ascensores que se han quedado algo pequeños, de rincones perdidos, de cuadros de un Tiziano a sueldo de Felipe II y Carlos V, de un Goya alucinado por la guerra, de los enanos inimitables de Velázquez, de los monjes de Zurbarán, de ese caballero español enjuto, grisáceo y místico con la mano en el pecho que es uno de los más copiados por los pintores amateurs que llegan al Prado, del sueño de Jacob que pintó Ribera, del retrato de Durero o de la pieza maestra que tantos y tantos simbolistas han observado hasta la náusea, ‘El triunfo de la Muerte’ de Brueghel el viejo, emparentado con ‘El jardín de las delicias’ del grandísimo Bosco, uno de los preferidos de Felipe II. Años, estilos, salas y millones de respiraciones amontonadas en un lugar que también inspiró a muchos otros, desde Picasso a Dalí y la legión de estudiantes que se patearon las salas, una por una, para comprender las motivaciones de cada creador, subirse a hombros de gigantes para mirar más alto, que decía Newton. Anchas espaldas que ganaron incluso con la Desamortización de Mendizábal, cuando cientos de piezas de la Iglesia terminaron en sus manos para que el público pudiera verlas.
Porque El Prado es muchas cosas, pero sobre todo también es rentable: como un imán del turismo cultural, paso obligado para millones de visitantes, es parte de esa Milla del Arte que recorre parte del eje norte-sur de la capital, entre Colón y Atocha, donde se hilvanan también el Thyssen-Bornemisza, el Reina Sofía, la Casa Encendida, galerías de arte, salas de exposición de las fundaciones corporativas o el CaixaForum. A los Austrias hay que otorgarles el mérito de la opulencia: fuera su aburrimiento o su gusto por la ostentación, el simple acto de encargar un cuadro y atesorarlo se convirtió en el principio de una historia entre Madrid y la pintura que ha desembocado en un negocio cultural, un símbolo universal que como un agujero negro artístico atrapa todo (presupuestos, críticas, elogios, turistas, reportajes como este…). Es un auténtico viaje en sí mismo, pero en el que se unen los pasos perdidos entres las salas con el viaje interior del paseante. Dos siglos de acumulación: el Prado es sobre todo el producto de varias generaciones que han remado y trabajado por este museo, desde los encargados de llenarlo y mantenerlo durante el siglo XIX y los continuos golpes de estado y revoluciones, a los que protegieron las obras durante la Guerra Civil e incluso se llevaron las piezas a Suiza. Por no hablar de los restauradores y directivos que luchan contra esa apatía continua del ciudadano moderno hacia el arte.
Tres retratos del Prado, tres estilos: ‘El caballero de la mano en el pecho’ (El Greco, 1580), ‘Autorretrato’ (Durero, 1498) y ‘Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas’ (Velázquez, 1645)
Hace años, un periodista holandés calculó cuántos pasos había que dar para poder decir que se había visto El Prado, el mismo museo que se había pateado durante años: 5.000. Es más que probable que se quedara corto, más después de las ampliaciones. Después de casi una década de obras, de vallas metálicas y plásticos verdes, de una imagen amputada, mutilada y mil y una polémicas con arquitectos, partidos políticos y usuarios, El Prado volvió a ver la luz en 2009, con 190 años y listo para su nueva vida. Lo hizo con una considerable ampliación arquitectónica que abría la parte trasera y la conectaba con los Jerónimos y el Cubo de Moneo: cafetería, auditorio, cuatro plantas para exposiciones temporales, una tienda abierta, más luminosidad y una reordenación de los fondos visibles, aunque sigan en los sótanos bunkerizados de la institución cientos de obras más. El Prado sólo le obligará a hacer cola por el aluvión de gente que se encontrará, pero los accesos abiertos son más que suficientes: puerta de Murillo (la que da al Jardín Botánico), puerta de Goya (la segunda más famosa, con el aragonés bien visible y esas escaleras dobles que recuerdan a un templo romano, aunque ahora se entre por abajo), la puerta de Velázquez (típica, tópica pero imán de fotógrafos y paseantes), y la nueva de los Jerónimos en esa parte posterior moderna que une el edificio religioso, el Cubo y el antiguo palacio convertido en la cueva del tesoro.
Seguro que alguno de los que leen estas líneas ahora recuerdan la película ‘La horade los valientes’, con un Gabino Diego que se juega todo por salvar el retrato de un Goya avejentado y superado por la infamia de la guerra, la locura y la edad. Ese mismo cuadro pequeño y que casi pasa desapercibido en las salas superiores del antiguo edificio y que con una luz cenital parece llamar sólo a los que sepan mirar más allá de los grandes cuadros que llenan paredes. Si entra por esos tornos modernos encontrará un hall abierto, alto y amplio: a su izquierda, las nuevas instalaciones, con el auditorio, las salas bajas y las escaleras mecánicas para subir las tres plantas del cubo, para poder llegar hasta la reconstrucción del claustro de los Jerónimos y las estatuas de los grandes reyes hispánicos, con la dinastía de los Austrias a la cabeza. Por algo fueron ellos los que más empeño pusieron para hacer colección: la vista puesta en el arte y no en la política de un imperio sobredimensionado y que, como todos, terminó por derrumbarse. Gran parte del dinero ganado en aquellos años fue invertido en arte, y eso que hemos ganado todos.
El Jardín de las Delicias (El Bosco, 1515)
La Romería de San Isidro (Goya, 1823)
Al frente, la nueva tienda, el destino preferido de los que no quieren arte sino el souvenir de poder haber estado donde todo el mundo le ha dicho que debe ir, aunque no lo desee de verdad. El turismo barato tiene estas cosas. A la derecha se puede ver, a través de grandes ventanales, la trasera del palacio de Villanueva, y el acceso a la colección permanente. En esa misma planta está el grueso antiguo de los fondos: Van der Weyden, El Bosco, Patinar, Durero, Rafael, Tiziano, Tintoretto y la primera de las plantas de Goya y Velázquez. En la segunda también está Goya, pero aquí junto a Reynolds, Gainsborough, Tiépolo, Mengs, Murillo, Ribera, Velázquez, Rubens, Caravaggio, Poussin, Tiziano y El Greco. Las rodillas duelen, y los pies, hay que parar para poder asimilar antes de que el cerebro, que ya no puede distinguir estilos, épocas o influencias, ni siquiera el gusto puede ya ser un buen guía. Es un dicho común pensar que sólo podemos apreciar en un museo los primeros veinte cuadros. Después, todos son iguales. Por eso siempre hay que volver al Prado, para darse tiempo a uno mismo, al arte, a las 35.000 obras acumuladas. Háganse a la idea: dos siglos no se cubren en una tarde. Ni en 5.000 pasos. Ni en 10.000. Vuelvan.
Las exposiciones de 2019
Para este año el Museo del Prado prepara nueve exposiciones que van desde la pintura política española a las obras de Vermeer o Fra Angélico; aquí mencionaremos las más importantes. Una vez que clausuren las iniciadas ya en 2018, el 26 de marzo el museo inaugura ‘Una pintura para una nación. El fusilamiento de Torrijos’ (hasta el 20 de junio), basada en la pintura de Gisbert, una obra de fuerte carga liberal. A través de un contenido tratamiento naturalista, reivindica la nobleza y dignidad de la memoria del político liberal José María Torrijos (1791-1831) y de sus compañeros. En abril llegará ‘Giacometti en el Prado’ (2 de abril – 7 de julio), muestra dedicada al escultor que en vida nunca pasó por el Prado. La institución plantea un diálogo de las piezas de Giacometti con las obras emblemáticas de la colección. El 28 de abril el Prado presentará una de sus grandes exposiciones del año, ‘Fra Angélico y los inicios del Renacimiento en Florencia’ (hasta el 15 de septiembre), que estudiará los inicios del Renacimiento florentino en torno a 1420 y 1430, con especial atención a la figura de Fra Angélico, responsable de los primeros grandes logros artísticos alcanzados en Florencia en esta época. ‘La Anunciación’ será una obra central de la exposición.
El italiano será el anticipo de un plato fuerte, ‘Velázquez, Rembrandt, Vermeer. Miradas afines en España y Holanda’ (25 de junio – 29 de septiembre), dedicada a la pintura holandesa y española de finales del siglo XVI y del siglo XVII; en colaboración con el Rijksmuseum de Ámsterdam, que cederá un grupo importante de obras, El Prado ha logrado reunir así obras maestras de Velázquez, Rembrandt, Ribera, Frans Hals y Vermeer. Otra exposición de peso es ‘Sólo la voluntad me sobra. Dibujos de Goya’ (19 de noviembre al 16 de febrero de 2020), resultado de los trabajos realizados para elaborar un nuevo catálogo de los dibujos de Goya, uno de los pilares fundamentales de la colección del museo. Reunirá más de un centenar de los dibujos de Goya, procedentes de las propias colecciones del Prado y de colecciones públicas y privadas de todo el mundo, y ofrecerá un recorrido cronológico por su obra.
El Edificio de Villanueva
El llamado Edificio Villanueva (en la imagen superior, los planos originales) es la parte central del actual complejo del Museo del Prado, que incluye el Palacio de los Jerónimos, el ‘Cubo de Moneo’ que une ambas construcciones (la mayor ampliación de su historia institucional, entre 2001 y 2007), el Casón del Buen Retiro (añadido en 1971) y el Salón de Reinos (anexado en los 90). Es, por así decirlo, la piedra angular, el más antiguo y la obra cumbre del arquitecto Juan de Villanueva: un cuerpo central terminado en ábside flanqueado por dos galerías alargadas coronadas por pabellones cuadrangulares. Sufrió muchas reformas incluso en el momento de su construcción, pensado para ser museo natural y finalmente pinacoteca nacional. Sigue un marcado estilo neoclásico europeo y es uno de los emblemas de Madrid, con un pórtico de seis columnas de orden toscano orientado hacia el Paseo del Prado; una de sus particularidades es que está coronado con un friso rectangular en lugar del triangular clásico. Este cuerpo central, después de las reformas de García de Paredes y Moneo, alberga el auditorio, el recibidor y una de las salas principales, donde se encuentran ‘Las Meninas’.
El edificio central y las galerías que nacen de éste tienen dos plantas, aunque fue subdividido posteriormente para crear una tercera planta añadida. Los pabellones albergan las dos puertas principales (Goya y Murillo), la norte con pórtico de columnas jónicas y una escalinata ya que en tiempos antiguos la puerta llegaba al nivel del suelo, por lo que se añadió luego una escalinata (aunque ahora se entra por un nivel inferior). La fachada sur (la que da hacia el Jardín Botánico) se configura a partir de una logia de seis columnas corintias. Entre las mayores reformas figuran la de 1853 por Narciso Pascual y Colomer (ábside del cuerpo central), la del arquitecto Jareño entre 1882 y 1885, que niveló el acceso por la puerta norte y que añadió la escalinata, luego destruida en los años 40 por los cambios de Pedro Muguruza, y el añadido de nuevas salas realizada a principios del siglo XX y en los años 50 por Chueca Goitia y Lorente.
El “auto homenaje” del Prado: ‘Un lugar en la memoria’
Los visitantes son la principal motivación de este aniversario, con una primera gran exposición abierta en la que el Prado se homenajea a sí mismo, una autobiografía completa en la que la historia de la institución y la de España van de la mano, en la que el espectador podrá ver incluso las obras de aquellos que pasaron por esas mismas salas (Picasso, Saura, Fortuny, Pollock, Manet…). Pedagogía pura y dura para un museo que tiene como segunda misión (la primera es atesorar, no hay que olvidar que es más tesoro patrimonial que sala de exposición) educar al pueblo. La muestra, ‘Un lugar en la memoria’, trocea esos doscientos años en siete periodos concretos y permanecerá abierta hasta el 19 de noviembre. El visitante es conducido como un animal de laboratorio por un recorrido predeterminado que le enseña una obra maestra detrás de otra, con un discurso coherente con el objetivo de hacer pedagogía, fundamentada en las ayudas fotográficas y documentales que acompañan el recorrido para explicar qué papel jugó también el museo en esos dos siglos, desde las misiones por los pueblos para enseñar algunas obras a bunker en la guerra.
O puerta al exilio: la muestra se detiene en la labor de salvamento que sacó las obras de Madrid rumbo a Ginebra para salvarlas del bombardeo continuo por el sitio de la capital durante la Guerra Civil. Suiza fue sucursal del Prado durante años, hasta que finalmente volvieron a casa las obras. Las paredes de las salas se llenan con el acumulado de exposiciones, frases y textos escritos por los visitantes ilustres, desde Eugenio D’Ors a Manet, que entendieron el Prado como algo más que un museo, un oasis de lucidez y talento en un país que ha dado demasiados bandazos y cometido muchos excesos en los últimos dos siglos.
La Anunciación (Fra Angélico, 1432), uno de los cuadros presentes es una de las exposición de aniversario de El Prado
El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga (Antonio Gisbert), obra central de una de las exposiciones temporales de este año
El triunfo de Baco (Velázquez, 1629)
Las Meninas (Velázquez, 1656)
El Tres de Mayo (Goya, 1814)
Saturno devorando a sus hijos (Goya, 1823)