Premio Pulitzer, National Book Award y uno de los mejores libros de los últimos años en EEUU, ‘El ferrocarril subterráneo’ de Colson Whitehead es una novela casi perfecta para entender la esclavitud en EEUU y su legado en forma de racismo rampante. Una lección amarga y un viaje fabulado hacia la libertad que radiografía los últimos 200 años.

IMÁGENES: Random House / Youtube

“Pase lo que pase, siempre nos quedará Norteamérica”. La frase es de un amigo de la universidad que en su día, discutiendo sobre Europa y lo que le deparaba el futuro, dejaba bien claro que había un lugar en el mundo donde todo era posible. Claro que eso fue antes de que Donald Trump fuera presidente y que los blancos neonazis marcharan en el Sur de EEUU con banderas confederadas y esvásticas como si esa opción fuera tolerable. El mito americano es resplandeciente, mucho, y en bastantes aspectos mucho mejor que el europeo, ya envejecido y lastrado por sus múltiples cadáveres putrefactos en el armario (la nefasta afición a la guerra, el nacionalismo enquistado, el fascismo, el comunismo soviético, el colonialismo, los genocidios…). Pero tiene terribles zonas oscuras que ya nadie puede ocultar. Quizás tenga que preguntarle a mi amigo si al decir “Norteamérica” se refería a Canadá o EEUU. En el primer caso todavía tendría cierta razón (aunque también tiene zonas en sombra), pero en el segundo hasta el último europeo sabe lo que palpita en la psique yankee: la esclavitud y el racismo irreductible. El nuevo Pulitzer, publicado ahora en España, ‘El ferrocarril subterráneo’, de Colson Whitehead, es un buen ejemplo.

Que EEUU tiene un serio problema con el racismo es algo muy obvio. Ni siquiera importa que haya tenido un presidente negro. De hecho ese tremendo salto adelante parece incluso que ha servido como acicate para que la extrema derecha racista haya tomado impulso. Lo que es obvio es que la esclavitud es un problema fundacional: cuando se redactó la Constitución de EEUU se eliminó una premisa explícita que abolía la esclavitud de las colonias sureñas para evitar que éstas se separaran de la revolución americana y crearan dos países y no sólo uno. Ese gesto, un terrible error a largo plazo que ya entonces Benjamin Franklin y otros líderes democráticos lamentaron, sólo postergó el enfrentamiento final a partir de 1861 con la Guerra Civil americana. Ganó el norte, cierto, se abolió la esclavitud, también, pero sólo se volvió a aplazar la asimilación de millones de personas, tan norteamericanas como los rubicundos granjeros blancos del Medio Oeste. Tendrían que pasar otros cien años más para que los negros fueran equiparados legalmente a los demás.

El racismo es, como decía un periodista norteamericano en el New York Times hace poco, “ese filete caducado que huele a podrido por mucho perfume que esparzas”. Es el gran cadáver en el armario. El choque entre ultras neonazis y antifascistas en Charlottesville (Virginia) en agosto sólo hizo evidente lo que todos saben: huele a podrido. Y hace falta hablar. La literatura se ha esmerado, y mucho, en hablar de ese racismo. Cada vez es más evidente que la sociedad norteamericana se convulsiona, y las lecciones que aprende sobre el racismo bien pueden ser útiles para una Europa a la que le brota el zarpullido pardo-gris cada vez que ve a un inmigrante asomar por el horizonte. Porque si ellos son racistas los europeos son, básicamente, unos negacionistas del “otro”. Y con pedigrí: los griegos clásicos, hace 2.500 años, ya dejaron bien claro que ellos eran la civilización y los demás que no eran griegos unos simples bárbaros.

Colson Whitehead escribió ‘El ferrocarril subterráneo’ (Random House) con la firme intención de hablar sobre la esclavitud y su legado. Whitehead es afroamericano (qué ironía su apellido traducido al español…) y neoyorquino, lo que le convierte en un prototipo de su minoría, un urbanita de la capital del mundo y también uno de los mayores frentes de batalla contra el racismo. El libro le ha valido el Premio Pulitzer de este año y el National Book Award, dos de los mayores premios literarios que se conceden en el mundo angloparlante (ganados además a la vez, algo que sólo pueden decir Faulkner, Proulx, Updike y A. Walker). Los ganó por cómo afrontó el concepto, mezclando ficción y realidad, leyenda y pedagogía, con una fábula histórica que imagina una red de estaciones clandestinas unidas por raíles subterráneos que cruzan todo EEUU y que sirven para que los esclavos huyan hacia lugares mejores.

La novela se centra en Cora, una esclava joven condenada de por vida a cultivar algodón en una plantación de Georgia, en el corazón de ese Sur esclavista. Abandonada por su madre, vive sometida a la crueldad de sus amos blancos. Cuando César, un joven de Virginia, le habla del ferrocarril subterráneo, ambos deciden iniciar una arriesgada huida hacia el Norte para conseguir la libertad. En esa huida recorrerá los diferentes estados, y en cada parada se encontrará un mundo completamente diferente, mientras acumula decepciones en el transcurso de un viaje que tiene mucho de ajuste realista como contrapeso al elemento fantástico. Será una escapada pero también, como en el viaje de Ulises hacia Ítaca, un descenso los infiernos, en este caso de la condición humana… Pero por cada clavo en el ataúd de lo humano, también hay destellos de moral y bondad que le permitirán conservar algo de esperanza. No hay lección sin sabor amargo.

Dos instantes muy diferentes y que radiografían a EEUU y el racismo casi patológico que sacude el país: los disturbios de los neonazis y contramanifestantes en Charlottesville de 2017, y el discurso de Martin Luther King en 1963