Son malos tiempos para la música. Muy malos. Después de perder en los últimos 20 meses a Prince y Bowie, que entraban y salían del rock como un género más, la música que vive por y para las cuerdas de guitarra ha perdido en una semana a dos figuras clave, Chris Cornell y Gregg Alman.

No eran de la misma generación, pero ambos compartían su pertenencia a una comunidad cada vez más exigua, la del rock, que poco a poco se deshace porque otros géneros ascienden y las oleadas culturales varían. Asciende la música latina y todas las variantes imaginables del hip-hop, el pop comercial lo inunda todo y el recurso a la electrónica también está siempre presente. El soul y el blues ya están abducidos para otros fines, el indie expande tentáculos pero no deja de ser un fenómeno mayoritariamente europeo… ¿y el rock? Pues el rock sobrevive como puede, muchas veces disfrazado, dulcificado, dividido en múltiples variables y tantas etiquetas que simplemente te pierdes.

Mueren los grandes de varias generaciones y no tienen, al menos por ahora, sustitutos. Cada voz que cae es una forma de entender la música que se pierde, pero la muerte casi sucesiva de Cornell y Allman es algo más, representa el final de dos épocas: en el primer caso hablamos de una de las estrellas del grunge de los 90, de aquella renovación tan original del rock que arrasó en la primera mitad de la década, con Nirvana y el propio Cornell; en el segundo caso nos referimos al creador de The Allman Brothers, aquellos gloriosos años 70 en los que el rock, en pleno boom y expansión, se fusionó con los ritmos del sur de EEUU para crear algo más rítmico y potente que hacía que se le fueran los pies a todos.

The Allman Brothers en 1969

Ha sido una pérdida inmensa para la música, especialmente la norteamericana, dominada hoy por maquinarias que premian sobre todo el sonido fácil y que con la influencia creciente de la música latina podría perder pie con sus raíces. A fin de cuentas Allman hizo al rock una renovación integral: al mismo tiempo que en Gran Bretaña el heavy batía alas para engrandecer el género, con Led Zeppelin ya en marcha, entre otros, y cuando el punk incubaba lo que vendría en la segunda mita de la década, él legaba el sonido sureño de las zonas rurales y su folk “pegajoso” con ritmo acelerado. De su piano y su cabeza salieron ‘Melisa’ o ‘Midnight Rider’, así como gran parte del potencial de aquel grupo que supo meter en la misma creación el rock, el Sur y un poco de blues.

Fue un pionero, tanto como Cornell, que supo convertir el grunge en un tsunami que lo barrió todo junto con Nirvana. Entre éste grupo y el de Cornell, Soundgarden, consiguieron la heroicidad de expulsar a Michael Jackson y el resto del pop mercantil hacia los márgenes. Durante un par de años el rock ocupó el centro de todo. Sólo por eso hay que llorarle. Pero es que además era un músico tremendo que supo beneficiarse de aquel canto del cisne de la música popular con guitarra antes de que todo se fragmentara; después del grunge no ha vuelto a verse un fenómeno similar. La eclosión de las “divas” del pop no cuenta: algún día se podrá revisar y saber si tuvieron mérito o no, pero a día de hoy el grunge fue la última muesca de un fenómeno surgido de las entrañas de las ciudades hacia la cima. Les revisaremos a los dos, para ver sus caminos, pero también para saber si en el futuro podrán tener repuesto.

Chris Cornell: el superviviente en el filo

El cofundador de Soundgarden y Audioslave tenía dos famas: la de ser “el guapo” del grunge y la de tener el mérito de haber sobrevivido a todos. Hay que entender que otro de los genios de aquella década y movimiento, Dave Grohl, sigue vivito y coleando al frente de los Foo Fighters. Por el camino cayeron Kurt Cobain, Andy Wood, Jeff Buckley, Laney Stanley… Pero Cornell era diferente. Hasta que decidió renunciar a la vida y ahorcarse en el baño de su habitación de hotel en Detroit, después de un concierto de Soundgarden en la ciudad. Un final que no tenía que haber llegado: tenía 52 años y aún mucha música y legado por delante, podía haber influido en otros futuros músicos. Ahora ya no habrá magisterio posible. Atrás queda ese fenómeno llamado Soundgarden, que nació en 1984 mucho antes de que el grunge emergiera, pero que ya mascaba la mala leche y la tristeza que atravesaba este estilo.

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Seattle fue su cuna: era una ciudad con una escena independiente muy fructífera, con cientos de bandas pegándose por ser más rompedoras, nihilistas y auténticos que el resto. Había que separarse por completo de la pose de los 80 y aquel aire prefabricado de una década donde todo era maquillaje y coreografía. Frente a tanta parafernalia y maximalismo, incluyendo el triunfo hasta el absurdo del heavy, surgió un estilo muy joven, que barruntaba tristeza, negación de la vida, de la alegría, un canto total hacia la depresión, el ambiente taciturno y el lado negativo de la existencia. Eran auténticos: sin pelucas, sin maquillaje, sin grandes estadios, sin imposturas. Eran así de arrastrados, con un sonido a veces desacompasado, con letras que eran auténticos poemas existencialistas.

En realidad Cornell un poco menos: mientras que Nirvana era y sonaba como un corte de mangas al pasado, Soundgarden solía tomar préstamos de otros estilos que le valían tener más seguidores, más gancho comercial y mediático. Así se explica el subidón que tuvo a partir de 1990 con ‘Ultramega OK’ y ‘Badmotorfinger’, y sus giras como teloneros de grupos de rock metal. El negocio era el negocio. La música también, claro, pero… Fueron diez años de carrera: de 1984 hasta 1994, cuando Soundgarden rompen y Cornell, que había pasado de ser un jovencísimo músico a comerse el mundo con un éxito detrás de otro, decide unirse a Audioslave como percusionista, su gran especialidad. Dejó un éxito atrás para abrazar otro. Cornell tuvo una habilidad encomiable para saber con quién juntarse, y qué hacer para tener un éxito tras otro, incluyendo ser polivalente: de voz a intérprete.

Después de aquello llegarían sus idas y venidas en solitario, que le darían los fracasos (‘Scream’) y éxitos relativos (‘Casino Royale’) que le curtieron y convencieron de que tenía que regresar a su punto de poder: Soundgarden. En 2012 reunía otra vez a la banda y empezaban de nuevo, con más discos y giras que simplemente alargaban el pasado para poder hacer caja y seguir adelante. Cualquier otro se hubiera agarrado a eso como un Rolling Stone a su ciclo sin fin de giras de caja registradora, pero él era hijo de aquella época que buscaba sobre todo autenticidad, y eso dejó huella para mal. Ya arrastraba adicciones de tiempo atrás, especialmente a la heroína y los antidepresivos que le ayudaban a combatir las desconexiones psicológicas que eran características de su vida. Hasta que decidió acabarla, por su mano.

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Gregg Allman: el sureño que dignificó el rock

Con 69 años y por enfermedad ha muerto Gregg, el maestro de esa parte culturalmente olvidada de EEUU pero que tiene muchos rasgos propios que son importantes para la cultural popular del país. Murió, después de arrastrar enfermedades por culpa de la vida de músico en el límite que tuvo (tenía hepatitis C e incluso le trasplantaron el hígado), en su casa de una de las capitales sureñas, Savannah (Georgia), el hogar de un auténtico hombre orquesta: pianista, guitarrista, vocalista, compositor, cantautor… pero sobre todo fusionador: rock, blues, folk, un poco de jazz moderno y sus propias inquietudes para darle al primero un nuevo aire que lo enriqueció. Y mucho. Especialmente en EEUU.

El origen de Gregg Allman (nacido en Tennesse en 1947) hay que buscarlo en el segundo año clave de la música, 1969, cuando creó un sexteto junto a su hermano Duane más Berry Oakley, Dickey Betts y los percusionistas Butch Trucks y Jai Johanny Johanson. El éxito les llegó en poco tiempo: no paraban de dar conciertos y de ganar fans con aquel estilo novedoso y pionero que fusionaba el rock con los ritmos folk y que se alejaba del entonces dominante rock progresivo de The Doors o de la alegría de vivir (y de pecar) de los Rolling Stones. Su primera piedra de toque fue ‘At Fillmore East’ (1971), que llegó a ser platino y que les catapultó hacia la industria y la fortuna. Pero el precio fue terrible. La vida de Gregg Allman estuvo dominada por tragedias (su padre fue asesinado en antes de que él naciera) y adicciones, igual que Cornell, empezando por la muerte de su hermano Duane cuando se estrelló con su moto.

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Gregg mantuvo el mismo nombre de la banda y se pasó el resto de los años 70 recordando a su hermano y encadenando éxitos, aunque le pasaría factura: la tragedia le empujó hacia el alcohol (primero) y el siguiente nivel, la cocaína, la heroína e incluso las setas alucinógenas. Tan fuerte fue su descenso que estuvo a punto de llevárselo por delante varias veces. Entre medias una vida sentimental como una montaña rusa (cinco hijos, varios de ellos músicos) que incluyó un matrimonio de casi un lustro con Cher y una vida sexual más que tumultuosa. Tanto como el ambiente interno de la banda que lideraba, y que en muchas ocasiones se le escapaba de las manos: las peleas eran habituales a pesar de sobrevivir 40 años como grupo, que les llevó al Rock and Roll Hall of Fame en 1995.

Por el camino quedaron álbumes como ‘Brothers & Sisters’, ‘Each a Peach’ o ‘Idlewild South’, que tuvieron la habilidad de asimilar el alma de la otra Norteamérica, la rural, ácrata y conservadora por desconfianza, a la que sedujo y dio banda sonora en sus vidas en esa inmensidad de praderas y montañas que van más allá de las grandes metrópolis. Ese gran cambio de ritmo logró que el rock no fuera el producto exclusivo de la contracultura de los 60 y de las dos costas, y sobre todo dio alas al género durante los años 80 y dar otra vertiente.