Celebramos 200 años del nacimiento de un pilar literario de Occidente, el Prometeo moderno que fue en realidad el salto y fusión entre la literatura y la ciencia de una manera que, con cierta perspectiva, podemos definir como “moderna”. En este aniversario el mundo se llenará de alabanzas sobre Mary Shelley y el monstruo. Pero al margen de lo poético, lo humanístico e incluso lo cinematográfico, queda para la posteridad algo muy objetivo: la ciencia entra en juego en la literatura con una fuerza demoledora.

Hay muchos otros textos anteriores al Frankenstein de Shelley que pueden reclamar ser el primer paso de la ciencia-ficción en la literatura. Sin duda. Pero fue ella la que sentó, a nuestro entender, las bases de un primer híbrido entre ciencia y literatura con el objetivo de hablar de otros asuntos más humanos. Un apunte personal: años atrás un profesor de la Facultad de Filosofía, experto en Filosofía de la Ciencia, dedicó un largo rato para enumerar los ingredientes científicos en la novela ‘Frankenstein o el Prometeo moderno’, que vio la luz en 1818 y que cumple dos siglos. Para este profesor estaba muy claro que Mary Shelley utilizó en su favor toda la ciencia que tenía a su disposición en aquel año para poder sentar las bases de su particular mecano humano. Si desligamos a Frankenstein de toda la poética, la moral, la filosofía y la carga emocional que tiene, como toda obra artística, nos encontramos con el intento de un científico de crear vida a partir de partes de otros seres humanos y devolverle la vida con energía eléctrica. Medicina, ingeniería y bioquímica juntas en un rudimentario juego a ser Dios que hoy sería muy distinto: se haría en un laboratorio manipulando ADN y creando un híbrido que luego nacería de forma natural quizás en el vientre de alguna candidata.

Pero Shelley no tenía aquella sofisticación como herramienta de trabajo para todo un mito y una reivindicación. Ahora que corren tiempos de feminismo en guardia, hastiado de tener que esperar a que los hombres cambien por sí mismos en una cultura misógina en gran medida, probablemente heredada de nuestro pasado biológico, es digno de elogio que aquella mujer, extremadamente inteligente y culta, hija de filósofos y escritores, abriera camino con una novela paradigmática y genial. Shelley no sólo ajustó cuentas con su época al crear el primer gran libro donde la ciencia era el combustible literario, también inició una carrera alocada por hacer soñar a la mente humana el futuro. Lo que engendró la genial Mary fue un hijo mestizo, mitad novela gótica, mitad fantasía asentada en la ciencia, y también una parábola moral sobre lo que nos define como seres humanos y que tan bien quedó plasmada en el cine en el clásico del cine. Un ser humano que no era tal, pero que en la novela trata de entender su propia existencia como algo más que el capricho de un humano que quiere ir más allá de los límites. Shelley y su Prometeo hecho de jirones humanos y electricidad, que puso patas arriba muchas ideas preconcebidas.

Y ahora la génesis del monstruo que no es tal, sólo un producto del ego y la curiosidad humana. Según cuenta la leyenda todo empezó en una noche de tormenta de junio de 1816, con rayos y truenos. Resguardados en una fortaleza, un grupo de intelectuales hijos de la clase alta y/o ilustrada británica contaban historias de terror a la luz de la chimenea. Uno de esos elegidos era Mary Godwin (de casada Shelley), una chica de aspecto pálido y frágil que con apenas 18 años era más inteligente que la mayoría de hombres que tenía frente a ella. Llena de imaginación y energías, y que se marcó un chuleo en toda regla sobre esos “amigos”, entre los que estaba el endiosado Lord Byron. Dispuesta a no dejarse amedrentar, Mary creó la génesis de una historia de terror original: nada de brujas, demonios, fantasmas… ella iba a darle la vuelta como un calcetín al romanticismo gótico y crear un primer híbrido ciencia-literatura a partir de un monstruo creado de jirones de cadáveres y condenado a ser un humano no-humano. En realidad fue un desafío lanzado por el propio Byron que ella resolvió con una obra aún más famosa que la de su rival y compañero de tormenta. En la sala también estaba John William Polidori, doctor y versado en muchas otras disciplinas científicas que quizás ayudó a Shelley.

La novela vería la luz el 1 de enero de 1818 con una tirada limitada. Fue, por supuesto, apaleada por los críticos y por los intelectuales de la época, todavía más colgada de la tradición y la religión que de la industria, el humanismo moderno o la ciencia. Su particular monstruo era un desafío: creación de la vida a partir de la muerte, utilización de la ciencia para transgredir las leyes naturales y religiosas, y sobre todo, lo que sin duda debió de doler más, era una mujer. Shelley, además, fue una de las pioneras del llamado “efecto boomerang”: la virulenta crítica en contra sólo logró que el público se lanzara a leer la trágica historia de un ser nacido de la nada y condenado a ser un paria solitario. El Prometeo de Mary era un cántico a la más profunda humanidad, una obra cargada de filosofía existencial que todavía hoy deja sin aliento a las mentes sensibles a las parábolas éticas y emocionales. Un poco de empatía muestra hasta qué punto el terror gótico era sólo una máscara que camuflaba una reflexión mucho más densa sobre la naturaleza humana. Es también un cántico a la tolerancia hacia el otro, el que es diferente, la necesidad de pensar que todos somos parte de un todo armónico y que el monstruo, en realidad, es una proyección de nuestros miedos y de la soledad absoluta.

Borradores originales del inicio y del capítulo 6 de la novela

Volvamos otra vez a aquella noche de tormenta. Además de Mary, Byron y Polidori, estaba en el castillo Percy Bysshe Shelley, esposo de Mary y uno de sus más fieles colaboradores. Se supone que fue él quien ayudó a Mary ha hacer las correcciones de la novela para la primera edición académica, la de 1818, que era en realidad la segunda de la original de 1817. Percy estaba en la habitación flanqueando a su joven esposa, a la que admiraba por su inteligencia. Byron leyó en voz alta una antología de terror e inició, cabalgando sobre su ego, una pequeña competición para que otros contaran sus historias. En un mundo sin televisión, ni radio, ni nada parecido, preindustrial, lo que importaba era el ingenio. Curiosamente Byron no fue capaz de finalizar la suya; Mary y Percy tampoco, pero sí el doctor Polidori. De aquella noche saldría, tiempo después, su novela ‘El vampiro’ (1819), sobre la que Bram Stoker crearía su Drácula décadas más tarde. Ninguno continuó jamás con su narración, pero Mary se quedó tan profundamente marcada por su propia creación que su mente la completó por fases. Existe la historia de que tuvo una pesadilla que la ayudó a escribir el primer capítulo, y también otra algo más paternalista que asegura que se basó en las conversaciones de Polidori y Percy sobre el uso de la electricidad para “reiniciar” animales muertos.

El libro se convirtió en un maravilloso cántico radical frente al oscurantismo. En realidad casi podemos decir que es una obra hija de la Ilustración llevada al límite en medio de una época en la que el romanticismo ya era la corriente cultural más fuerte. Lo irracional recuperaba posiciones en forma de estilo y filosofía, donde la novela gótica era una de las producciones más destacables. Shelley enfundó en esa narración un dilema racionalista: la legitimidad para crear vida como si fuéramos dioses. Un insulto a Dios, de ahí la opción del Prometeo en referencia al científico que quiere crear vida. Luego llegan las consecuencias y el dolor de Frankenstein, que se da cuenta del error ético que ha cometido. Una equivocación moral más que científica, ya que entiende mejor que nadie que ha creado un ser que no es humano pero que requiere serlo. Aquí es donde conectan las muchas ramificaciones de la obra de Shelley: qué significa ser humano en realidad, por qué reaccionamos con virulencia frente al diferente, qué es la singularidad.

Así pues en la novela de Shelley confluyen el mito moderno de la creación de vida por obra y gracia de la ciencia, no de un Dios desconocido, la filosofía moral de las consecuencias del propio acto, la soledad humana, y también un ejercicio de tolerancia hacia los que son diferentes. Por eso es una génesis de la ciencia-ficción, porque sentó las bases del poder de la ciencia desde el punto de vista de la imaginación aplicada. Un proyecto, una teoría, una obra que la hace realidad al margen de la propia realidad. Nacía así el humano moderno surgido de la Creación de la ciencia, jugando a ser un Dios que genera una tragedia, sí, pero que la crea. La novela de Shelley tenía una virtud demoledora que sólo se entendió mucho después: mataba el Génesis de la religión y creaba el suyo propio, el de un mundo que ella vio apretar el acelerador de manera brutal. No hay que olvidar que fue Gran Bretaña la que forjó la Revolución Industrial, la que más ciencia ha generado. La inteligente Mary, deliberadamente o sin saberlo, construía los pilares de una civilización que se desgajaba por completo de la tradición milenaria y creaba su propia mitología basada en la ciencia, la filosofía, la tecnología, la industria.

Mary Shelley, la pionera llena de talento

Mary Shelley nace en Londres en 1797, hija de dos pensadores progresistas que establecerán las bases de su avanzada educación, el filósofo político William Godwin y la también filósofa y pionera feminista Mary Wollstonecraft, autora de ‘A vindication of the rights of the woman’, en el que se reclamaba para las mujeres el mismo acceso a la educación que cualquier hombre, algo que practicó con su hija. Fue dramaturga, ensayista, filósofa, escritora y editora de su esposo, el poeta Percy Shelley, con el que se casó en 1816 después de que éste se convirtiera en seguidor de su padre Godwin. De su obra destacan, además de ‘Frankenstein o el Prometeo moderno’ (1818), los títulos ‘Valperga’ (1823) y ‘The last man’ (1826). El matrimonio no fue feliz en lo personal pero sí en lo profesional: además de la novela legendaria surgió una relación en el que uno ayudaba al otro y viceversa.

En 1818 Mary abandonó Gran Bretaña y se fue a vivir a Italia. Para entonces estaba arrasada por las depresiones de ver morir a sus tres primeros hijos de forma prematura, una losa que la arrastraría durante toda su vida. Sin embargo logró que uno la sobreviviera, Percy Florence. Al poco tiempo su marido se ahogaba en una tormenta en el Mediterráneo. Convertida en viuda, y liberada socialmente de la obligación del matrimonio, se dedicó por completo a vivir de su trabajo como escritora y biógrafa, así como en la educación de su único hijo. Su vida tuvo varios respiros, pero finalmente un tumor cerebral provocó su fallecimiento a los 53 años en 1851. Durante toda su vida intelectual Mary defendió las ideas de su madre y llegó a teorizar que la compasión y la cooperación, que vinculaba con el carácter femenino, eran las mejores armas posibles para reformar la sociedad. Para la posteridad ha quedado, sin embargo, como la autora de Frankenstein.

Las adaptaciones de Frankenstein

Sin duda alguna el cine ha sido uno de los mejores aliados para que Frankenstein se convirtieran en un mito. Pero también es la principal causa de la deformación de la obra original. Si bien Mary Shelley tenía claro que se trataba de una historia filosófica de trasfondo científico, también era una novela de terror. Y en eso se ha convertido: en el mito moderno de la creación sin necesidad de Dios. Ha tenido innumerables adaptaciones al cine, al cómic, a la televisión, o el teatro, donde merece la pena destacar la adaptación de 2011 de Benedict Cumberbatch y John Lee Miller para el Royal National Theatre con dirección de Danny Boyle… pero es en el cine donde más lejos llegó. La larga carrera empieza en 1910, cuando aparece como ‘Frankenstein’ en un corto para el cine filmada por la Thomas Edison Film Company, pero sin nada que ver con la historia original.

Hay que esperar a 1931 para, en la película del mismo título, oigamos el grito popular, “It’s alive, it’s alive!!” de la adaptación en la que Boris Karloff creaba su mejor interpretación del monstruo. Canónica. Universal Studios daba salida así a todo un éxito popular que tendría varias secuelas. En 1935 se estrenaba ‘La novia de Frankenstein’. En los años 50 los británicos retomaron el testigo y la Hammer hizo su versión, ‘La maldición de Frankenstein’, con Christopher Lee sustituyendo a Karloff. Ya liberado de la carga filosófica aparece el primer salto a la TV, ‘La familia Monster’ (1964), donde la comedia vació de contenido al personaje. Algo parecido, pero con mucho más estilo, ocurrió con ‘El jovencito Frankenstein’ (1974) de Mel Brooks, una de las cimas de la comedia norteamericana y clásico del cine, con Gene Wilder como el doctor Frankenstein, Peter Boyle interpretando al monstruo y el inolvidable Marty Feldman como Igor. Bastante menos impacto tuvo veinte años después Kenneth Branagh en su versión, más cercana (o al menos en las intenciones y producción del filme) a la novela original a pesar de contar con Robert de Niro para dar vida al monstruo. No funcionó y quedó como la última que no sea una deformación de la historia de terror alejada de una novela que siempre será la mejor recomendación.

‘El jovencito Frankenstein’ (1974)

Boris Karloff caracterizado para el filme original de 1931

‘Frankenstein’ (1994)