Sandrine Revel convierte en viñetas la existencia de Glenn Gould, genio de la música clásica, intérprete sin igual y psique atribulada que cambió la forma de ver su oficio para siempre; un experimento en formato de novela gráfica para comprender a la persona que vivió detrás del personaje público.

IMÁGENES: Editorial Astiberri

‘Glenn Gould. Una vida a contratiempo’ (Premio Artemisia 2016) es algo más que un biopic en papel y tinta, una novela gráfica extraña y a ratos experimental sobre la vida de un músico como ha habido pocos, un genio absoluto, un maestro del piano que rompió los moldes de lo que se supone debía ser un intérprete. Frente al clasicismo hierático de músicos que eran como esfinges, apareció el huracán Gould, con su particular equipaje de psicología atribulada para cambiarlo todo. Quizás esta novela gráfica no sea un éxito de masas, pero de vez en cuando merece la pena fijarse en obras como ésta, rarezas originadas en el culto y poliédrico cómic francés, capaz de abarcarlo todo y anticiparse décadas a lo que se hizo en EEUU. Sandrine Revel dibuja y guioniza (y María Serna traduce del francés) las 136 páginas en cartoné y color de un volumen que se pone a la venta el 8 de julio. No hay nada parecido.

Gould (1932-1982) apenas tuvo 50 años de existencia y muchos menos de vida profesional: se retiró a los 34 años. Se fue, dijo, porque no quería competir con nadie más: él era como era, y no le interesaban las luchas de divos. Así que se dedicó sólo a grabar en estudio. Afortunadamente para todos nosotros. Sólo en contadas ocasiones aparece alguien de su talento, que traía consigo también una controvertida forma de ser y una nueva visión de lo que suponía tocar el piano, una de esas actividades que parecían sacadas de un cuadro religioso: pompa, circunstancia, pajarita, solemnidad, como los pilares de una catedral. Fue un revolucionario que cambió la forma de interpretar a los clásicos, con una forma igual de bizarra de tocar el piano, con una gestualidad y comportamiento que se salía por completo de lo normal y esperado en alguien de su oficio. La expresividad física de los músicos es algo muy habitual: los hay que dejan de respirar, otros cierran los ojos, dibujan muecas contenidas y gestos que son espitas de la presión que supone ejecutar una partitura. Muchos de ellos luchan contra el siempre tenso momento de tocar en público.

Pero Gould los superó a todos: se encorvaba como el Igor de la película de Frankenstein, tarareaba mientras tocaba y su cara se convertía en una mueca extraña que desconcertaba. Pero lo que brotaba de sus dedos era sublime, tan superior a la media que era imposible que no se obviaran esas neuras convertidas en parte de su particular estilo renovador. De nacionalidad canadiense, era sobre todo un iconoclasta capaz de convertir un piano en un huracán, recogido y plasmado incluso en sucesión de viñetas que juntas parecen una película, como si cada una de ellas fuera un fotograma. Revel recrea en ellas la vida y los pensamientos del pianista, desde la infancia a la madurez, con una visión que trata de explicar por qué era como era, por qué aquel ser solitario, atormentado y frágil podía ser como un fuego sobre el escenario. Para botón una de sus frases célebres: “Creía firmemente que todo el mundo compartía mi pasión por el cielo nublado. Me sorprendió mucho darme cuenta de que algunas personas preferían el sol”.

En lugar de crear una biografía habitual, Revel (autora de cómics desde 1995 y con más de veinte títulos en su catálogo, y con el preciado premio Alph-Art de Angulema en 2001 por su serie ‘Un drôle d’ange gardien’) hilvana la historia en tres tiempos: presente, recuerdos y conciencia, como si líneas que se entrecruzan. Estos tres motores sirven a la autora para crear un puzzle que al conformarse quiere dibujar la verdadera vida del músico; buena parte de la información es a través de los testimonios de las personas que le rodearon y las declaraciones que hizo en entrevistas. Lo que el público percibía era un loco talentoso que interpretaba al piano como ninguno; lo que busca Revel es la persona, cómo esa “locura” suave que le caracterizaba era muchas veces un arma consciente e intencionada para romper con los cánones que le encorsetaban como músico. Ante todo se veía a sí mismo como un hombre libre que abominaba de las ataduras y de cualquier tipo de juicio de valor sobre lo que hacía, y sobre todo, “cómo” lo hacía.

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El músico más raro nunca visto (y escuchado)

Glenn Gould fue adicto a las pastillas, sentía auténtica fobia hacia lo que no conocía o dominaba, tenía continuas salidas de tono para la sociedad más estática, no guardaba los códigos de la música clásica, la cual revolucionó con su forma de interpretar y de ser. A cambio de tanta rareza grabó las ‘Variaciones Goldberg’ de Bach de una forma que nunca antes nadie habría imaginado. Simple y llanamente era un ser superior por su talento. Sus discos son ya un canon artístico más allá de estilos y formatos. “Lo que ocurre entre mi mano izquierda y mi mano derecha es un asunto privado que no le importa a nadie” dijo en una entrevista cuando le preguntaron por su extraña postura, flexionado sobre el teclado casi como si estuviera en el vientre materno. Gould parecía un elefante en una cristalería: mientras el resto subía impoluto a los escenarios, él se presentaba con el frac mal puesto y arrugado, abrigado con bufandas o cualquier cosa que se pudiera poner encima; antes de salir metía las manos en agua durante varios minutos y jamás daba la mano por fobia social y por miedo a que le lesionaran.

Era un solista solitario, hermético, que vivía en su mundo particular, más pendiente de las salas de grabación que de conciertos en directo, que le atemorizaban tanto como para huir de sus fans (que los tenía a miles). No soportaba gente nueva, por lo que sólo tuvo de maestros de piano a su madre y al chileno Alfonso Guerrero: a ambos los dejó atrás cuando se dio cuenta de que ya no le podían enseñar nada más. Le idolatraron tanto como le pusieron bajo la lupa de la sospecha, no por su talento, que era innegable, sino por su estado psicológico. Su muerte fue tan rocambolesca como su existencia: un derrame cerebral provocado por una infección mal curada causó su fallecimiento. Se medicaba de forma compulsiva y era un adicto a esas mismas pastillas (especialmente al Nembutal), que acentuaron su psique con posible síndrome de Asperger, en el que el individuo tiene rasgos de autismo, fobia social (hablaba por teléfono en lugar de mantener diálogos cara a cara) y una sensibilidad sensorial extrema al entorno. Para entonces ya era una leyenda con fans como Herbert von Karajan.

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