El próximo 17 de octubre el Thyssen-Bornemisza reúne obras de Picasso y Toulouse-Lautrec que muestran cómo uno de los hijos predilectos de la Belle Époque parisina influyó decisivamente en la obra y valores del malagueño.
IMÁGENES: Wikimedia Commons / Imagen de portada: ‘La comida frugal’ (Picasso, 1904)
Los grandes maestros siempre se influencian entre sí. Por así decirlo, cada éxito de uno de ellos en la pintura, la escultura o cualquier otro arte siempre tiene la capacidad de influir en los que vengan detrás, sean discípulos directos o no, sean contemporáneos o muy posteriores. El arte, a fin de cuentas, se nutre de casi todo lo relacionado con lo humano para poder encontrar nuevas vías de expresión. No hay artista que no haya seguido al pie de la letra la expresión de Isaac Newton, “subirse a hombros de gigantes”, para poder llegar más lejos. O para dar el primer impulso. Algo muy parecido ocurrió entre dos creadores muy diferentes, pero al mismo estilo emparejados por un nexo común, París, y no una París cualquiera, sino la de la Belle Époque. Al menos en su fase final, antes de que la Primera Guerra Mundial arrasara la suave y feliz decadencia europea y convirtiera el continente en un campo de terror y cambios. Uno era un atormentado miembro de la noche parisina, Henri Toulouse-Lautrec, y otro un jovencísimo malagueño con mucho talento y ambición, Pablo Picasso. Y jamás llegaron a conocerse, por cierto.
‘Picasso / Lautrec’ (17 de octubre – 21 de enero de 2018) es la exposición que resume y sintetiza esa influencia de una época a otra, de los albores del gran cambio cultural del siglo XX en el arte, que ya había arrancado con los impresionistas, y la explosión final de las Vanguardias a partir de 1914 con la guerra y el estallido social que provocó luego. Comisariada por Francisco Calvo Serraller y Paloma Alarcó, la exposición propone un análisis de la relación de la obra temprana de Pablo Picasso con la ya consagrada, entonces, del francés Henri de Toulouse-Lautrec. En 1899, el joven Picasso se vincula a Els Quatre Gats, grupo de escritores y artistas de la vanguardia de Barcelona cercanos al modernismo y al decadentismo e influidos, entre otros, por Toulouse-Lautrec. Al año siguiente el joven Pablo vivirá en París de forma intermitente antes de decidirse a quedarse en la capital francesa.
Tres de Picasso: ‘La bebedora de absenta’ (1901), ‘Arlequín con vaso’ (1904), ‘Los dos saltimbanquis’ (1901)
Fue en esos años, entre 1900 y 1904, cuando el malagueño conoció a los postimpresionistas como el propio Lautrec; absorbe sus elementos y centra gran parte de sus obras en los bajos fondos parisinos que tan bien conocía Henri. La vida nocturna de cabarets, cafés y clubes, las fiestas privadas y públicas en las que Picasso y Lautrec eran parte del paisaje humano. Pasaba además por su “etapa azul”, marcada por la melancolía que tan bien casaba con esas temáticas. Y sin embargo, nunca llegaron a encontrarse. En 1900 Toulouse-Lautrec estaba a apenas meses de morir. Nacido en 1864 y muerto en 1901, era un hombre enfermo que ya se despedía de la vida. Su muerte prematura evitó el encuentro entre el “pintor enano” (Lautrec había tenido problemas de crecimiento y salud y era bajo y contrahecho) y aquel malagueño tamizado por el ambiente artístico barcelonés que tan pronto se le quedó pequeño. París sería su patria personal durante décadas, y aquellos primeros contactos fueron en paralelo.
Lautrec sin embargo era un renovador y un radical artístico que se valió de la ilustración, el dibujo, el cartelismo y su conocimiento de la vida nocturna para narrar una existencia que el gran público no conocía o no quería conocer, aunque muchos de sus amigos y compañeros de juerga y burdel fueran los mismos burgueses que luego despreciaban a los círculos de artistas a los que pertenecía Lautrec. Fue él uno de los primeros que quiso romper la enorme distancia entre las clases populares y la alta cultura que recibía mecenazgo del poder, uno de los motores idealistas que luego tendrían las Vanguardias, romper esa separación. Lautrec lo hizo fusionando arte y publicidad: acercaba el primero a través del segundo, que llegaba a cada rincón de París en carteles y anuncios. Y era además una forma de ganarse la vida. Esa modernidad impactó profundamente en Picasso, mucho más de lo que se puede ver a primera vista.
Tres de Toulouse-Lautrec: ‘La pelirroja con blusa blanca’ (1889), ‘Yvette Guilbert’ (1894) y ‘Mujer en el baño’ (1889)
Picasso, que venía de un país mucho más atrasado a todos los niveles, incluyendo aquella Barcelona que trataba de escapar del marasmo ibérico como podía, descubrió a partir de Lautrec y el resto de la comunidad cercana a su visión el pluralismo de la sociedad moderna; esto condicionó su modo de entender el arte y derivó en una nueva percepción creativa que le sacaría a posteriori hacia las nuevas ideas que conformarían su imagen del mundo. Esa influencia queda reflejada como un espejo comparativo en la exposición, donde se analizan las obras de ambos, separadas por años cronológicamente pero estéticamente muy cercanas. En total un centenar de obras que se articular por la temática que compartieron ambos: caricaturas, el mundo nocturno de los cafés, cabarets, teatros, la realidad de los individuos marginales que entraban y salían de esas noches, desde las prostitutas a los pobres y borrachos, los circos o un mundo que ambos conocieron bien, los burdeles y la sexualidad liberada de la represión burguesa, que entonces tenía eco directo en la sociedad, la política y la justicia.
Estos temas persistieron en la obra de Picasso, que se encargó de prolongar en el tiempo muchos de los mundos abiertos por Lautrec, en especial la vida nocturna, la sexualidad y esa necesidad de romper barreras internas en el arte. Pablo quiso hacer de ariete social con un arte que luego pondría al servicio de la Segunda República, de la lucha contra el fascismo o incluso de su particular vinculación con el comunismo. Picasso era un genio diletante en muchos aspectos políticos y sociales, pero siempre mantuvo un firme amarre con el arte y con los valores que entendía como propios.
‘Baile en el Moulin Rouge’ (Lautrec 1890)
La Belle Époque: el mundo de Henri y Picasso
Fue una época que a Picasso, por así decirlo, le “pilló” en su etapa final, entre 1871 y 1914, cuando Europa ya cabalgaba hacia el conflicto de sus imperios coloniales y la nefasta estrategia del juego de superioridades militares y económicas. Europa era la dueña del mundo, lo sabía, lo celebraba con un descarado positivismo científico e industrial, el aparente éxito total de la burguesía surgida de las revoluciones de la primera mitad del siglo XIX, la lluvia de dinero del primer capitalismo comercial e industrial, y sobre todo el nuevo modelo de sociedad moderna que arrollaba a toda prisa esquemas que habían funcionado durante siglos. Fue incluso el tiempo de la primera era de la sociedad de masas, previa al maximalismo del siglo XX, con el auge del deporte (sobre todo el fútbol y el rugby provenientes de Gran Bretaña) y el cambio completo de la relación con el ocio.
Pero fue en el arte donde más cambios hubo: la Belle Époque, y eso Lautrec lo supo bien porque formó parte del cambio, es la época en la que el arte académico saltó por los aires. Los impresionistas rompieron el molde que luego casa “ismo” y movimiento artístico, cada vez más alejado de la tradición, terminaron de triturar lentamente: a los maestros impresionistas, que dieron el primer golpe, siguieron el expresionismo, el fauvismo, el modernismo, el futurismo, el incipiente arte abstracto… El arte supo muy bien aliarse a las nuevas disciplinas de la ciencia que rompían otra barrera, la de la psique humana. Leer a Freud se convirtió en algo habitual entre los artistas en la etapa final de ese tiempo, y mucho más después, cuando el agobio sociológico de la Gran Guerra dejó una Europa de rodillas y el campo abonado para todo tipo de rupturas, revoluciones culturales y vanguardias mucho más virulentas que las que vio Lautrec. De hecho Picasso fue uno de los que abanderó esa fuerza rompedora.
El pequeño Henri
Enano, enfermizo, lastimero, putero y revolucionario del arte. Inconmensurable en su subversión continua, que iba desde su vida nocturna a un carpe diem que lo convirtieron en electrón libre peligroso. Nacido en Albi (sur de Francia) en 1864 y muerto en 1901, fue pintor, cartelista y promotor de la ruptura entre alta y baja cultura. Supuestamente era un postimpresionista y modernista, pero en realidad tuvo un estilo muy personal que le llevó directo a otras cotas diferentes del arte. Era, simplemente, Lautrec, adicto a la vida marginal y a los burdeles, al amor libre. Muchas décadas antes de que se gritara esa libertad sexual por las calles de Occidente, Lautrec ya la recogía y celebraba, no sin un punto de melancolía y tragedia, en sus obras. Henri nació ennoblecido, en la aristocracia del sur francés, pero también lastrado de por vida por la endogamia de esas élites: sus padres eran primos hermanos, lo que le valió nacer tullido y de salud quebradiza. Esa misma carga le valió una enfermedad infantil de los huesos (se rompió los dos fémures y no se desarrolló bien) que no le permitió crecer y le condenó a ser un enano el resto de su vida. Apenas medía 1,52 en un mundo en el que la burla del tullido era casi un género en sí mismo.
Pero aquel chico encontró en el arte su pasión y vida. Con el apoyo de su familia y amigos de la misma, viajó a París en 1881 para convertirse en artista, siempre alrededor de Montmartre; pero fue en los cafés, cabarets y clubes donde más se expandió como persona, lo que incluía visitas a los burdeles, donde retrataría entre el cariño y el drama la vida de las prostitutas, muchas de las cuales le concedían sus favores por dinero o compasión, como muchas veces él mismo relató. Sus ojos y sus manos recrearon el Moulin Rouge, el Folies Bergère, la Rue des Moulins, El Moulin de la Galette o el celebérrimo Le Chat Noir. En sus obras Henri retrató el mundo nocturno y marginal como nadie supo hacerlo antes y después. Sus amigos eran también sus modelos: actores, burgueses puteros, bailarines, borrachos y prostitutas. Tal fue su pasión humana que dejó atrás el paisaje y el ensimismamiento de lo natural. Su selva era la ciudad, y ese mundo humano, demasiado humano, fue el que transmitió con pasión, creando un sello indeleble en la cultura francesa y occidental. De esa vida recogió lo que sembró, pero también un alcoholismo demoledor que lo devoró tanto o más que la sífilis que contrajo en los burdeles. Llegó a tener brotes psicóticos derivados del delirium tremens. Finalmente moriría en 1901 en la casa de su madre en Burdeos, postrado en la cama.
Dos ejemplos del cartelismo de Lautrec, con el que se ganó la vida y brilló en Francia
‘La planchadora’ (Picasso, 1904) y ‘Mujer en el baño’ (Lautrec, 1891)