Hasta el 9 de junio el Museo Thyssen-Bornemisza abre una de sus cuatro grandes exposiciones temporales del año alrededor de los autores americanos que crearon un estilo imitando a la fotografía y dotando a la realidad de un simbolismo cotidiano que todavía hoy sorprende por su exactitud y carga onírica.

Los grandes museos, como el Thyssen-Bornemisza, tienen la facultad, el derecho y el deber mejor dicho, de hacer mucha pedagogía de historia del arte entre la población que los visita. Son como cebos para que el espectador conozca de cerca el arte que conforma su propia cultura. Y dentro de la pintura todo son movimientos, estilos y corrientes, con la salvedad de aquellos pintores que de vez en cuando marcan su propio camino. Hasta el 9 de junio el Thyssen-Bornemisza hará mucha pedagogía con ‘Hiperrrealismo. 1967-2012’, una exposición que reunirá lo mejor de esta corriente artística genuinamente americana, casi podría decirse que la primera oriunda por completo de América del Norte, y que contagió a muchos artistas europeos que supieron ver en este realismo casi fotográfico y simbólico al mismo tiempo una plataforma para su talento. Un buen ejemplo sería Antonio López, quizás el hiperrealista iniciático más famoso de España, que luego ya seguiría su propio camino dejando atrás las etiquetas.

A grandes rasgos: a finales de la década de 1960 surge en Estados Unidos este movimiento que avanzó desde el extremo opuesto de las vanguardias hacia la representación realista de escenas y objetos del día a día de la vida americana. Pero no sólo era una imitación, era más bien una traslación en la que daban un aspecto casi onírico a las nuevas realidades, más pureza y luminosa incluso que la propia realidad. Estos artistas parten siempre de la fotografía como documentación para su pintura. La consagración del movimiento tuvo lugar con su exposición en la Documenta de Kassel en 1972. La muestra empieza con los grandes maestros americanos de la primera generación, como Richard Estes (en la portada está su cuadro ‘Cabinas telefónicas’), John Baeder, Robert Bechtle, Tom Blackwell, Chuck Close o Robert Cottingham, para mostrar a continuación la continuidad de la técnica hiperrealista en Europa. Muchas de las obras de la exposición pertenecen a la colección de Louis K. Meisel cuya galería se convirtió en el punto de encuentro del movimiento en EEUU primero y como catapulta para introducirse en Europa más tarde, donde dejó también su huella.

Club Charm – John Baeder

Lentamente, la tendencia llegó a lo más alto del arte contemporáneo y tuvo muchas variantes en todos los campos, desde la escultura al propio cómic y la novela gráfica con gente como Luis García o Alex Ross. Era el mimetismo absoluto que también bebía, de alguna forma, de uno de los más grandes pintores americanos, Edward Hopper, que ya fue pionero con su paisajismo y aquel realismo sugerente, lleno de un simbolismo que tocaba desde la crítica social al puro exhibicionismo de la vida común y corriente. De esta fuente, unido al éxito de la fotografía y quizás del pop art, surgió esta vertiente que siempre se centraba en los elementos propios del “american way of life” hasta que cruzó el charco y se adentró en Europa. El realismo se revolucionaría en los años 60, como tantas otras cosas, para crear esta nueva tendencia.

Porque no podía haber nacido en ningún otro país: América del Norte era la heredera de la “literalidad”, de aquel arte pictórico aburguesado que durante generaciones había alimentado a las clases medias y altas de EEUU con el paisajismo, que había tenido una acogida fervorosa en el país. Mientras Europa se alejaba del realismo, síntoma del academicismo y de los corsés del artista, América lo convertía en marca de fábrica. Chuck Close y compañía buscaban una transcripción total de la realidad con todo tipo de técnicas, emulando a la fotografía hasta niveles increíbles que engañan al ojo. El pop art fue el acicate final para que se desarrollara esta nueva técnica ya que hace el mismo acto reflejo e icónico: recoger los símbolos de lo cotidiano para transformarlos en mensaje, pura estética.

73 Malibú – Robert Bechtle 

Lo que se podrá ver hasta el mes de junio en el Thyssen-Bornemisza es la reunión definitiva de los gurús de este estilo que tuvieron que luchar contra la tendencia dominante: eran una minoría rebelde al estilo oficial de aquel tiempo, la abstracción. Fueron ignorados o directamente criticados por su incapacidad para generar nada diferente que no fueran copias casi fotográficas. Y aunque Close, Anibal Herrera o Richard Estes nunca fueron realmente un grupo, sí que se presentaron como bloque de estilo con exposiciones como ‘La imagen fotográfica’ o ’22 realistas’, siempre en Nueva York y alrededor de Louis K. Meissel, galerista y dinamizador del grupo por su esfuerzo por representarles.

Además de los mencionados, y ya al margen de los presentes en la exposición, destacan en la nómina nombres como Robert Cottingham, Paul Staiger, John Kacere, Richard McLean, Malcolm Morley o Robert Bechtle. Ya fuera de EEUU, y en el terreno iberoamericano, sin duda Antonio López, Eduardo Naranjo y Gregorio Palomo, a los que habría que añadir al chileno Claudio Bravo.

Water Taxi – Richard Estes

 

Antonio López, el hiperrealista que no quiere serlo

Antonio López, manchego universal de Tomelloso, vio la luz en el peor año del siglo para España, 1936, y desde entonces se ha mostrado como el gran maestro de un estilo arrinconado en Europa y recuperado por los norteamericanos, a su manera. López no crea referencias nuevas entre el espectador y lo representado, sino siendo un fiel espejo. Eso es Antonio López, el mundo en el espejo. Es el pintor español vivo más cotizado, con múltiples dígitos en las subastas de sus obras y una idea muy clara: “el arte está cada vez más alejado de la gente”, según rememoró hace algún tiempo durante una de sus conferencias más largas y abiertas al público. Fue durante una charla en la Universidad de Salamanca, cuando resumió lo que él entendía por ser Antonio López y el arte mismo: “Los artistas se metieron en el siglo XIX en unas circunstancias terribles para expresarse en libertad, porque igual no se ha usado bien”. Receta: “Que el artista no se crea superior y que la gente preste algo más de atención”.

Antonio López nunca se ha definido como un hiperrealista, “pero no puedes estar siempre saliendo al paso de todo. Pienso que estaría mejor sin el hiper. Eso es un movimiento que nació en América y yo no me considero miembro de ese estilo. Ningún pintor figurativo europeo es hiperrealista”. Porque las modas condicionan todo y a todos, es una continua injerencia en un camino más solitario dentro de la creación artística.

Fue él mismo, además, quien dijo que “una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades”, por lo que no hace falta tener en cuenta el soporte: lo que importa es la creación misma. Muchos de sus cuadros son producto de años de trabajo y cambios, hasta llegar a esos límites de los que él habla. Destila con cada pincelada la esencia, y es capaz de alargar sin vergüenza alguna su obra durante décadas. Cada trazo es intenso e inalterable. De ahí un nivel de precisión que convierte sus cuadros en auténticas fotografías, pero también muchas de sus esculturas, como las cabezas de bebé de la estación de Atocha, ‘Día’ y ‘Noche’.

Antonio López y su cuadro ‘Gran Vía’