Primera entrega de una miniserie sobre las tres grandes perlas que tiene Salamanca, una ciudad forjada en piedra y que vive por y para ella, empezando por su “doble catedral”: Ieronimus.
Por Luis Cadenas (Texto y fotos)
Pasear entre gárgolas, asomarse a una baranda de piedra con más años que la estirpe propia, divisar a la gente que mira hacia arriba, hacia lo alto. El sol más cerca que nunca, el cielo limpio del oeste de la Meseta, que se pliega como un guante sobre el ondulante suelo de la provincia, 900 años de historia bajo los pies, alrededor y muchas veces encima. El abrigo de piedra que es Ieronimus constituye una experiencia inolvidable para quien le guste ver las cosas de otra forma. Muy pocas catedrales o edificios históricos pueden presumir de dejar caminar por sus tejados. Más de un millón largo de visitantes ha tenido desde que abriera sus puertas en marzo de 2002, un recorrido bautizado así en honor de Jerónimo de Perigueux, el padre espiritual de la idea.
Una de las formas más paradójicas de redescubrir una ciudad es mirarla por encima del hombro de sus tejados, desde la altura en la que todo cobra sentido y orden. Cuando las catedrales ya no son templos sino museos al aire libre, cuando el hombre moderno redescubre los rincones que hasta hace poco el tiempo, el celo y la ruina habían cerrado. Mucho más en una urbe que rinde culto a la piedra, que presume de esa piedra de Villamayor de la zona y que dan ese color a pastel a toda la ciudad vieja. En Salamanca vale más lo que se levanta del suelo que los que levantan esos mismos edificios, pero el tributo a Perigueux es la pequeña excepción a la regla.
Un simple panel entre setos y árboles avisa de que esa mole imponente de piedra, cristal y aire milenario da mucho más de sí que un par de paseos por sus naves. Ieroniums es una latinización del clérigo francés que aterrizó en Salamanca para ser guía e inteligente precursor del simbolismo político durante la Reconquista. Fue el primero de los obispos tras el paso de las huestes cristianas. Jerónimo de Perigueux aparece como capellán del Cid, encargado por el repoblador Raimundo de Borgoña de refundar la diócesis en 1102, héroe que trajo el pectoral del guerrero castellano a Salamanca y, de regalo, el Cristo de las Batallas.
Fue el cerebro de la construcción de la primera catedral, la Vieja, en pleno siglo XII: por el trayecto de la exposición se puede ver bien cómo el antiguo templo arranca románico, crece gótico en una segunda sección (especialmente en el interior) y se pierde frente a los muros casi renacentistas de la Catedral Nueva. Para la posteridad queda la cresta del viejo edificio, el torreón de El Gallo, que brota como sacado de la imaginación de algún arquitecto bizantino y que va directo a la particular mitología de la piedra que recorrió Europa durante el Medievo. El camino abre ventanas dentro de la doble catedral, como la visión del retablo mayor de la Catedral Vieja desde el vano doble de la Sala del Alcalde. Del suelo al cielo hay una puerta en la torre más grande del edificio; luego una escalera, tres salas, dos terrazas o andenes y la visión de águila del interior de la Catedral Nueva.
Escalera al cielo. Todo comienza al subir esas escaleras que se cierran sobre sí mismas, siempre en ángulos rectos, hasta llegar a la Sala del Alcaide; ahora es un espacio de homenaje al Archivo de Música del Cabildo catedralicio, desde instrumentos a partituras, documentos, libros de culto y litúrgicos, además del cantoral gregoriano. Y sobre todo la visión dorada del altar, reservado hoy para los que pagan entrada. Las escaleras llevan a la Sala de la Torre Mocha, una antigua atalaya de defensa de los malos tiempos y que ahora son una de las ventanas a la historia, a esos nueve siglos de construcción: ahí aprenderá usted cómo se levantó el hogar de piedra. En el exterior todavía se pueden ver las cicatrices que dejó su peso sobre los cimientos, pero también el árbol de grietas, una muesca del terremoto de Lisboa del siglo XVIII y que queda para la posteridad como el aviso a navegantes de que todo lo que puede levantar el ser humano también puede tumbarlo la naturaleza en un suspiro, como un soplido.
Nave lateral de la Catedral Nueva desde la pasarela superior
Ahora toca caminar: puede girar a la derecha, seguir un estrecho pasillo o elegir la izquierda. En el segundo caso saldrá a uno de los andenes de paso del visitante que da a la zona del Tormes; en el tercer caso, le llevará a los tejados, a la torre de El Gallo y a la balconada interior de la Catedral Nueva. El pasillo estrecho lleva al corazón mismo de la gran torre, a la Sala de la Bóveda, convertido en la pieza clave de sustentación y espejo del dolor sufrido por el edificio. La senda termina en el andén interior, en los varios metros de caída libre hasta el suelo de las naves de la Nueva, un vertiginoso andar abierto sólo en un tramo y dos inicios de los laterales, pero que si algún día se completa podrá ser una maravilla que sólo tiene San Pedro en Roma.
Desde ahí, por una escalera de caracol, se puede acceder a una terraza en la fachada principal que le mostrará todo el centro de Salamanca como no lo ha visto antes. Alto debe tener Ieronimus que a muchos les hace repetir, una y otra vez, como guía o como fotógrafo frustrado. Son los nueve siglos que nos contemplan, el disfrute de pasar la mano por piedras que ya sostenían el cielo cuando Salamanca era ese promontorio y poco más. Y todo gracias a un francés llamado Jerónimo.