Reino de las aves marinas, de las excursiones en barco, de la naturaleza en estado puro, el Atlántico Norte bramando en la costa, el reducto de vikingos orgullosos que han logrado conservar su modo de vida, su identidad y su lengua con más de mil años.

IMÁGENES: Visitdenmark.es / Wikimedia Commons (Dickelbers, Ólavur Frediksen, Erik Christensen, Ehrenberg Kommunication) / NASA

Dieciocho islas en medio del Atlántico Norte cuyo nombre deriva, literalmente, de la palabra “cordero” en el idioma feroés. Y es el Norte de verdad, con mayúscula: más cerca de Islandia (por el noroeste) y de Aberdeen (por el sur) que de Dinamarca, país del que dependen y con el que tienen una relación de tira y afloja porque este archipiélago forjado por el mar salvaje, el viento más implacable y un puñado de vikingos que supieron amoldarse a las circunstancias después de colonizarlas y hacerlas suyas. Tanto como para crear su propio idioma y una identidad tan acérrima como su geografía y clima, la cual se ha asomado más de una vez a una hipotética independencia del reino danés. A fin de cuentas su gobierno local es incluso más antiguo que la mayoría de estados y naciones de Europa: hace más de mil años ya se gobernaban las islas desde Tinganes, en una pequeña península de la vieja capital, Tórshavn. Casi parece que las Feroe reunieran todos los tópicos imaginables sobre un país vikingo, pero en realidad es uno de los pocos lugares de Europa donde todavía la Naturaleza manda y mantiene su esencia.

Todas las islas, de origen volcánico pero de focos ya extintos, están habitadas salvo la minúscula Litia Dinum, de menos de un km cuadrado. La orografía queda marcada por las montañas, que dominan una tierra emergida recortada, muy irregular y repleta de calas, pequeños fiordos y acantilados que son el paraíso de uno de los atractivos turísticos: las aves marinas, las reinas de esta tierra junto con las ovejas y carneros, que campan a sus anchas en un paisaje donde lo más alto que crece son los arbustos: las Islas Feroe son la tierra sin bosques, porque el viento oceánico es tan fuerte que no permite que los árboles prosperen. En cambio el paso es el rey de la superficie, ocupándolo todo hasta dotar al archipiélago de un tono verdoso que incluso destaca en fotografías desde el espacio. Agua dulce no le falta a esta tierra, envuelta en la niebla y una llovizna perenne que no arruina un modo de vida basado en la pesca, la industria a pequeña escala y un estado del bienestar parecido al escandinavo.

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Lo que el viajero se puede encontrar en las Feroe es naturaleza viva, Humanidad resistente (la población apenas supera los 50.000 habitantes pero tienen su propia moneda y dominio de internet, y no pertenecen a la Unión Europea desde los años 70) cuya historia originaria quedó retratada en la Saga Faereyinga, y el ulular continuo del viento, omnipresente la mayor parte del día, a veces con violencia, otras con suavidad. Su historia local es la de la colonización humana perdida en la bruma del arranque del Medievo: se cuenta que fue San Brandán, el legendario santo irlandés, el que consagró las islas para la fe cristiana y llevó hasta allí a monjes y granjeros, pero en realidad fueron los vikingos noruegos los que, desde las islas Hébridas y Shetland (más al sur) y desde los fiordos escandinavos, poblaron aquellas islas que pronto entraron en el círculo cultura nórdico. Tanto como para crear sus sagas. Quedaron enmarcadas a través de los siglos como un reducto que vivía (y vive) del bacalao y el arenque, una pesca convertida en un pilar que ha moldeado una sociedad muy atractiva para el viajero porque es tradicional y moderna a la vez.

El turismo de naturaleza se fusiona con la ilusión por saber que se pisa y se vive en un reducto final que parece casi sacado de una novela: la naturaleza es agreste y salvaje, y da la sensación de que los humanos habitan en armonía con ella, como el último rincón después de un apocalipsis. Eso es, en gran medida, las Feroe: una esquina de un mundo en el que el ser humano es un invitado más, y que la emparenta con Islandia, el norte de Noruega, Groenlandia o las Islas Svalbard, los grandes reductos de un Norte que adopta tintes casi de leyenda en la imaginación de muchos viajeros. Estas islas son una reserva viva de naturaleza, un reino de aves y pescadores, de senderistas o gente que, simplemente, valora poder vivir en pueblos de casas sencillas (siempre de vivos colores para captar toda la luz posible y diferenciarse del omnipresente verde) en un tiempo pausado y tranquilo. Porque van a tener toda la tranquilidad del mundo.

 

Observación de aves y excursiones

Toda la costa Oeste (sobre todo la isla de Mykines) es un destino predilecto para los amantes de la ornitología y la observación de aves: comunidades de miles de frailecillos, pájaros bobos y muchas más aves marinas que se dejan admirar desde los barcos, el principal medio de transporte en todo el archipiélago y también el mejor para poder acercarse a las costas de acantilados y entrantes de la costa. No hay que olvidar que en las Islas Feroe se han identificado más de 300 especies de aves, y cien de ellas son aves migratorias del Atlántico del Norte. Se puede alquilar un barco durante uno o más días, con o sin patrón, explorar el paisaje de la costa desde el mar y luego atracar para hacer senderismo por los acantilados. Una de esas travesías que hay que anotar siempre en el debe es el lago de Leitisvatn/Sørvágsvatn y las cataratas de Bøsdalafossur, rodeadas por una naturaleza aún virgen.

También es muy recomendable una excursión a la pequeña isla deshabitada de Lítla Dímun, una experiencia única que sólo se organiza unas pocas veces al año. Muchas antiguas granjas en las Feroe, con sus techos de hierba y su estructura típicamente feroés, se han convertido en museos culturales, donde se puede descubrir cómo vivía antes la gente de las Islas: algunas son, por ejemplo, el museo de Dúvugarður en el pintoresco pueblo de Saksun, el Roykstovan en Kirkjubour y, en Gøta, el antiguo pueblo de Blásastova , que es un entero pueblo-museo al aire libre. Es sólo una de las caras del ecoturismo isleño: la extensa red de senderos entre pueblos y aldeas, muchos de ellos con casi mil años, son también parte de la oferta de senderismo de las Feroe, y que transitan por montañas y sin perder nunca de vista el océano.

En primavera y en verano se organizan excursiones diarias a la zona de los alrededores de Tórshavn (la capital más pequeña del mundo, cuyo casco antiguo, Reyni, está conformado por casitas de madera de colores con los techos de hierba) y Kirkjubø y a las diferentes pequeñas islas; en la lista de destinos más hermosos para una excursión se encuentran los acantilados de Djupini, el área de Akraberg, con su conocido faro en la punta sur de la isla, y la isla de Stóra Dímun, donde sólo vive una familia: una ocasión única para ver de cerca el estilo de vida de los feroeses en su grado más extremo.

Torshavn

Torshavn, la capital


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