La Editorial Reino de Cordelia publicará en tres volúmenes (el primero ya ha visto la luz) todos los cuentos y relatos de Jack London, que muestran el tipo de escritor que era, entre el heroísmo y la ingenuidad, el darwinismo, los prejuicios y la sed casi suicida de aventuras para encarnar el aventurero que siempre quiso ser.

 

IMÁGENES: Editorial Reino de Cordelia / Wikimedia Commons / Alianza Editorial / Akal / Editorial Rey Lear

Muchas infancias se han acunado leyendo a Jack London. Todos recordamos, si hemos tenido la suerte de conocerle a tiempo, ‘Colmillo Blanco’. Es el arquetipo del escritor-aventurero que ayudó a imponer un modelo de consumo cultural de masas, uno de los que mejor supo aprovecharse de la expansión de los medios de comunicación de masas en el cambio del siglo XIX al XX. Un autodidacta que tenía un don evidente para narrar con emoción contenida, dramatismo, plasticidad y que sabía enganchar al lector. Pero también un buen ejemplo de la ingenuidad, las contradicciones y los prejuicios raciales de su tiempo: era tan socialista utópico (en un país que aborrece el socialismo en cualquiera de sus formas) como evolucionista, llegó a escribir una obra de ficción contra la emigración asiática a California (en la que, de paso, describía cómo hacer un genocidio en China), y coqueteó con toda la mitología racista del fascismo posterior, el cual por cierto adelantó y parcialmente denunció en ‘El talón de hierro’, una de sus grandes obras. Pero ante todo, y sobre todo, fue escritor, además de buscador de oro, ranchero, pionero (fracasado) de la industria agraria, explorador, viajero, autodidacta… un hombre de su tiempo que escribió para ganar dinero y no ser pobre.

Una buena excusa para hablar de él es la edición completa de todos sus cuentos y relatos cortos, reunidos por la editorial Reino de Cordelia en tres volúmenes, traducidos por Susana Carral y del que ya está disponible el primer tomo: 832 páginas con la primera parte de la obra en el formato que consagró a London y que mejor se le dio. Acompañadas además de ilustraciones para las letras capitulares de María Espejo. Historias cortas que reflejaban siempre sus ideas, intenciones y visión de la vida. Lo que la editorial española publica y publicará es en realidad la traslación a nuestro idioma de la recopilación cronológica realizada por la Universidad de Stanford (EEUU) que incluye 197 textos diferentes. Esta edición cuenta con cinco inéditos y otros 28 que sólo habían aparecido en revistas de su época y nunca en formato de libro. No es un trabajo breve: hablamos de casi 3.000 páginas de producción entre 1893 (cuando empezó a escribir London) hasta 1916, cuando murió. El primer tomo reúne 87 cuentos que van de ese inicio hasta 1902, cuando ya había destacado con éxito como narrador. Todos están marcados por la juventud de London, que con apenas 16 años se embarcó en uno de sus viajes de forja en la goleta Sophia Sutherland rumbo a Japón.

Aquello fue sólo un primer paso antes de llegar al que sería su escenario favorito, el frío gélido de Canadá y sobre todo Alaska, alrededor de aquel río Klondike donde casi muere mientras buscaba oro. Sirve sobre todo para entender mejor el motor creador que fue Jack London y su particular cosmovisión del mundo y el ser humano: un superhombre nietzschiano que es superior porque se libera de ataduras de civilización y lucha por sobrevivir, siempre en el límite. La lucha por la vida y la supervivencia de la fuerza y la determinación, una forma filosófica que obedecía más a los clichés tradicionales del eurocentrismo belicoso que representaba su país ya entonces. Esta visión heroica y trágica de la vida le llevó, sin tener una buena formación intelecutal (era hombre de acción, no de pensamiento), a cometer deslices ideológicos que luego se reflejarían y dejarían su reputación en nuestro tiempo en la balanza. Llegó a defender que existía una “raza anglosajona” y que ésta era superior, cargó contra la inmigración asiática en California, luego derivó hacia un socialismo utópico que, curiosamente, le llevaría luego a posiciones más cercanas al fascismo de Entreguerras que él no vio eclosionar.

Víctima de la formación autodidacta, se transformó en un prototipo de la primera mitad de la modernidad del Siglo XX: un hombre civilizado, blanco y anglosajón que veía el mundo como su particular campo de pruebas donde poder medir su superioridad, su poder, pero sobre todo, y ante todo, su sed de aventura y de vida al límite, una característica de su ya temprana vida de rebelde. La necesidad de ser un aventurero, que se convirtió a partir de entonces en su leitmotiv. Y esa búsqueda no podía desarrollarse en las ciudades o en los ambientes humanizados pensados para ser seguros. La jungla de asfalto no era su escenario. Lo cambió por los bosques nevados y el gran blanco de Alaska y Canadá, o el gran azul del Pacífico. Pasaba de un extremo al otro: de la vida junto a Colmillo Blanco a los Mares del Sur, de un lado al otro, porque ambos escenarios eran propios. Y por el camino construyó también una obra literaria propia, con una estética plástica perfecta para plasmar la galopante emotividad del heroísmo del hombre que se mide ante la Naturaleza. Así fue cómo nació ese río de relatos que luego también sirvieron de base para novelas como ‘La llamada de lo salvaje’ (1903), ‘El lobo de mar’ (1904), ‘Colmillo blanco’ (1905), ‘Martin Eden’ (1909, considerada casi una autobiografía simbólica que incluye referencias al suicidio), ‘La peste escarlata’ (1912) o ‘El vagabundo de las estrellas’ (1915).

Su estilo narrativo, que se unió a su filosofía de vida, se basaba en tres pilares que ya hemos mencionado antes: desarrollo dramático (y por drama hay que entender sucesión de pruebas y desafíos, nada de literatura estática o complaciente), un vocabulario muy detallado (en especial cuando se trataba de temas sobre minería, navegación o naturaleza) y la elección de temas que se amoldaron como un guante al cambio de aquella sociedad que transitaba hacia la industria y el consumo de masas desde un mundo más agrario y comercial. London se documentaba mucho, era un lector voraz que suplía sus carencias educativas e intelectuales con información que apuntalaba el fuerte vitalismo de sus historias, que caminaban entre lo épico y lo romántico, la denuncia social (el trabajo infantil, la corrupción política, la explotación sexual, el socialismo utópico, el ecologismo) a la propia vida sentimental, el ansia de la riqueza (primero con el oro, luego con su rancho), la deriva hacia el darwinismo mal entendido, la fantasía fantástica (el realismo que caracterizó su obra también tuvo derivas hacia la ficción más alejada, desde la vida extraterrestre a la reencarnación).

London lo fue todo. El modelo, por así decirlo, del escritor total, acción y consecuencia, creación unida a una vida al límite que encandilaría a otros como Ernest Hemingway, que le consideraba un modelo a seguir, incluyendo su pasión por el alcohol. London fue marino, buscador de oro, pasó por prisión, vagabundo y buscavidas a puñetazo limpio, lo que luego le llevaría a ser boxeador (lo que le dejó huellas físicas indelebles en su salud junto con la afición a la botella). Y deambuló por medio mundo, principalmente las Américas y el Pacífico: el Japón de su adolescencia fue sólo el principio, luego llegarían Hawái, Melanesia, Polinesia, Australia, Ecuador… incluso Irlanda. No se asentaría hasta 1910, cuando ya tuvo su rancho en Sonoma (California), desde donde empezó su deriva comercial: escribía para exprimir los bolsillos de los lectores, lo que bajó mucho su calidad literaria.

Pero fue en los relatos breves donde se puede ver todo su talento: drama, narración fluida, siempre al límite, eternos supervivientes con la Muerte subida sobre sus hombros a punto de hundirles. Fue además inteligente: colaboró con muchas de las revistas y periódicos de masas que se expandían con el cambio de siglo, y se aprovechó de su difusión para forjarse un nombre. Una vida intensa pero corta, acotada por los continuos excesos de su existencia. Murió, por así decirlo, víctima de su propia filosofía vital. Su legado fue una literatura tan intensa como llena de contradicciones, que marcó su tiempo y a las generaciones posteriores. Escribió para sus iguales, pero trascendió su contexto y hoy ya es un clásico norteamericano reorientado, con varias censuras y readaptaciones, hacia el público juvenil. No obstante, existe un London adulto que podremos ver en los tres tomos de Reina de Cordelia, y en la larga lista de ediciones de sus novelas. Nada mejor para conocerle que leerle. Y eso siempre lo recomendamos.

La imparable vida de Jack London

Nacido en la soleada California, en las orillas de la bahía de San Francisco en 1876, vivió casi toda su corta vida (40 años escasos) a salto de mata, sin parar jamás en un impulso que llevó de viaje por medio mundo y que le convirtió, por acciones en vida y por sus obras, en un ejemplo del escritor romántico de nuevo cuño con el realismo como arma. Un clásico moderno, quizás uno de los últimos que se atrevió a vivir lo que escribió. Una versión más extrema del primer Joseph Conrad. Un superviviente que no paró de desafiar al destino, hasta que le cazó. Fue sobre todo un autodidacta que aprendió leyendo y a golpes: aunque había empezado a leer y escribir antes, todo arrancó cuando apenas tenía 21 años y se embarcó en la Fiebre del Oro rumbo a Alaska en 1897, en la que fracasó estrepitosamente, enfermó y a punto estuvo de morir. Metido en cama, derrotado, empezó a leer compulsivamente y sin mucho orden: por sus manos pasaron Kipling, R. L. Stevenson, Poe, Darwin, Karl Marx y sobre todo Nietzsche, al que devoró hasta imbuirse del concepto del “superhombre” desligado y libre de ataduras morales o miedos. En apenas tres años desde su fracaso espabiló: en 1900 publicó ‘El hijo del lobo’, una colección de relatos que le pusieron en la órbita del narrador de éxito entre las masas.

Gracias a esa llave llegaron ‘La llamada de la selva’ (1903) y ‘El lobo de mar’ (1904). Ya en 1905 era un ídolo de aquellas masas atadas a vidas programadas en la fábrica, el campo o los comercios de EEUU, que devoraban sus historias en lugares exóticos y peligrosos. Era el consuelo del hombre moderno. Entonces, sin parar, publicó ‘Colmillo blanco’ (1906), tan inspiradora de ansias de aventura como siniestra por su glorificación de la ley del más fuerte, ‘El talón de hierro’ (1908), que en un ataque de cordura profetizó el auge del fascismo posterior, ‘Martin Eden’ (1909), y ‘El vagabundo de las estrellas’ (1915), donde se zambulló en la literatura fantástica con el argumento de la reencarnación. Otras historias de London fueron ‘El pueblo del abismo’ (1903), ‘Guerra de clases’ (1905) y ‘Revolución y otros ensayos’ (1910). Pero Jack no soportó la propia vida: lo que no le mató, la Naturaleza y el riesgo, tampoco le hizo más fuerte, porque el alcoholismo le devoró junto con su salud, martilleada por su estilo de vida. Todavía hoy no se puede afirmar que se suicidara, lo que sí es cierto es que el alcohol y el dolor físico le había empujado hacia el consumo de morfina. Aunque su certificado de defunción no habla de suicidio, es posible que fuera la morfina la última bala de London.