Cien años desde que arrancara el primer gran conflicto bélico que determinó la historia del siglo XX. El cine, con un acentuado y deliberado enfoque antimilitar y pacifista, ha sido el narrador más popular y crítico de la olvidada Gran Guerra.
Sin buenos ni malos. Sin vencedores ni vencidos. Solo el retrato sin héroes de un sinsentido histórico: “La calamidad de la que surgieron todas las calamidades”. “Los senderos de gloria no conducen más que a la tumba” (Thomas Gray). El coronel Dax, un abogado criminalista en la vida civil, recorre una trinchera, una más en un interminable frente de 800 kilómetros desde el Canal de la Mancha hasta la frontera suiza. Dax dirige un diezmado Regimiento 701 del Ejército Francés con apenas ocho mil hombres. La Primera Guerra Mundial ha superado ya los dos primeros años de cruenta batalla. Las bajas son enormes. Los soldados están exhaustos y desmoralizados. Dax ha recibido una orden suicida: tomar sin refuerzos la Colina de las Hormigas, un asentamiento estratégico en poder alemán en el último año. Las ambiciones del Alto Mando militar importan más que las vidas humanas.
Avanza decidido. Sus hombres, casi todos en silencio, esperan con las bayonetas caladas. Se abren a su paso a ambos lados de la trinchera. Las miradas se cruzan. Todo el Regimiento sabe que se enfrenta a una misión imposible, a los probables últimos minutos de sus vidas. Dax no es, en absoluto, ajeno a esa realidad. La comparte y la sufre. Camina firme en un estéril esfuerzo para insuflar ánimos. La artillería alemana golpea con virulencia la trinchera. Fuera espera el cumplimiento de una orden injusta y una muerte casi segura. Dax mira su reloj. Recorre unos últimos metros. La hora se acerca. Sube por una escalera de mano. Observa por última vez el objetivo del Regimiento: la inabordable Colina de las Hormigas. Comienza la cuenta atrás.
Kirk Douglas en ‘Senderos de Gloria’
El coronel se vuelve hacia sus hombres. No hay palabras. Coge su pistola y el silbato. “Cero menos quince, catorce, trece, doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero”. Dax sube de nuevo la escalera. Silba. No hay vuelta atrás. Ordena la salida de la trinchera. Dos intensos minutos, rodados desde la perspectiva del coronel y sus soldados. Un espectacular ‘travelling’ que ha pasado a la historia del cine. ‘Senderos de gloria’ (1957), dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Kirk Douglas (empeñado en sacar adelante el proyecto), introduce al espectador en la Primera Guerra Mundial (la Gran Guerra como se la conoce en el mundo anglosajón) con más profundidad incluso que los libros de Barbara Tuchman y Ernst Jünger, los dos grandes historiadores del conflicto.
El cine se ha convertido en el imprescindible narrador de un devastador enfrentamiento, imprescindible para comprender el siglo XX pero ‘olvidado’ a menudo en la sociedad ante la dimensión apocalíptica de la Segunda Guerra Mundial. La Gran Guerra fue “la calamidad de la que surgieron todas las demás calamidades”, define el historiador alemán, afincado en Estados Unidos, Fritz Stern. ‘Senderos de gloria’, basada en la novela ‘Paths of glory’ de Humphrey Cobb (que luchó con el ejército canadiense), es la mejor radiografía posible del enorme sinsentido de la Gran Guerra. Entre el 28 de julio de 1914 y el armisticio del 11 de noviembre de 1918, diez millones de soldados murieron en el hasta entonces mayor conflicto bélico de la historia con la participación de 35 países. Unos setenta millones de combatientes se movilizaron durante los cuatro años de la Gran Guerra. La Revolución Rusa, el hambre, las enfermedades (con una pandemia mundial provocada por la gripe española con veinte millones de fallecidos) y la misma guerra causaron hasta un máximo de treinta millones de muertos civiles.
“Casi todos los estados contendientes prohibieron filmar en el frente a sus operadores hasta bien entrado el conflicto limitándose a financiar reconstrucciones ficticias con ángulos de imposible veracidad y actuaciones de oficiales más grotescas que patrióticas”, expone Emilio G. Romero, autor de ‘La Primera Guerra Mundial en el cine: El refugio de los canallas’ (2013). El cine era entonces un arte moderno, con apenas dos décadas de vida, pero rápidamente se había transformado en un espectáculo de masas. Un ‘peligroso’ medio ideológico de adoctrinamiento. Y más en tiempos de guerra. Pero también una nueva fuente de conocimiento y divulgación de hechos desconocidos o manipulados directamente por el poder. El cine de la Primera Guerra Mundial es menos numeroso que el cine de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ofrece una mirada mucho más fiel a la realidad. No hay héroes. Ni vencedores ni vencidos. Solo el relato del sufrimiento de quienes vivieron y padecieron la Gran Guerra. Una mirada crítica, nada complaciente como las películas de Hollywood de la Segunda Guerra Mundial hasta el estreno de ‘Salvar al soldado Ryan’ (Steven Spielberg) (1998). Un enfoque pacifista con una denuncia muy valiente hacia la actitud de los mandos militares y los políticos.
Los dos generales Mireau y Broulard en ‘Senderos de Gloria’
‘Senderos de gloria’ supone el mejor ejemplo. La ambición personal del general Mireau (George Macready), hábilmente manipulado con la promesa de un ascenso por el general Broulard (Adolphe Menjou), arriesga la vida de ocho mil hombres por un objetivo inalcanzable. El fracaso de la operación provoca la rabia del general Mireau, dispuesto a ordenar un ataque de la artillería contra sus propios soldados: “Si esos cobardes no se enfrentan a las balas alemanes, se enfrentarán a las francesas”. Con el apoyo del Alto Mando, Mireau monta un vergonzoso Consejo de Guerra. Las vidas de tres hombres para dar ejemplo a un Regimiento ‘cobarde’. “No podemos dejar que los soldados decidan si una orden es posible o no. Si resulta imposible, la única prueba válida serían sus cadáveres en las trincheras”, clama Mireau. Kubrick, más que un alegato abiertamente pacifista, carga contra “la ignorancia autoritaria”. Broulard, el maquiavélico general que desencadenó el ataque a la Colina de las Hormigas, ironiza: “Francia no puede permitirse a idiotas al frente de su destino”. ¿Se vería reflejado en sus palabras?
El antimilitarismo de Kubrick no supone una excepción. La guerra, si es que alguna vez la tuvo, perdió su dignidad con una carnicería a mayor gloria de los militares de la vieja escuela, de los que contemplaban los conflictos con honor y como un periodo imprescindible en sus vidas, y de los reyes y políticos europeos: el káiser Guillermo de Alemania, el emperador Francisco José I de Austria, el sultán Mehmed V de Turquía, el zar Nicolás II de Rusia, el rey Víctor Manuel III de Italia, el rey Jorge V de Inglaterra, el presidente de la República Francesa, Raymond Poincaré, y el presidente Woodrow Wilson, que apuntó al ‘festín’ a última hora a Estados Unidos. ‘Senderos de gloria’, que recoge el título de un poema de Thomas Gray, no es ficción. Los consejos de guerra y ejecuciones dentro de cada ejército eran algo cotidiano. Francia fusiló a cerca de un millar de soldados. El cine galo desnudaba las vergüenzas de sus mandos militares en la Gran Guerra en las recientes ‘La vida y nada más’ (Bertrand Tavernier) (1989), ‘Capitán Conan’ (Bertrand Tavernier) (1995) y ‘Largo domingo de noviazgo’ (Jean Pierre Jeunet) (2004).
‘Gallipoli’
“Por unos pocos que pagan sin motivo, 100.000 merecen un Consejo de Guerra y se libran”. Ni siquiera tras el armisticio hay piedad con los soldados que arriesgaron sus vidas para ganar la guerra. Un grupo de mandos debate, con cómoda mesa y mantel de por medio, los castigos para el Regimiento, que espera el regreso al hogar en ‘Capitán Conan’: “O la falta es patente y se castiga, o es incierta y no se puede probar. Pero, incluso en ese caso, también se castiga”. La absurda rigidez militar pisotea, una vez más, las vidas de los soldados. No importa que sea para conquistar la Colina de las Hormigas de ‘Senderos de gloria’ o para apoyar el desembarco británico en ‘Gallipoli’ (Peter Weir) (1981). Otra orden militar absurda. El 10º de Caballería de Australia Occidental acaba despedazado por las ametralladoras turcas nada más salir de la trinchera.
La guerra de los mandos militares y de los políticos. La guerra de los grandes imperios: Austria-Hungría, Francia, Reino Unido, Turquía y Rusia, más otro que aspiraba a serlo, Alemania. La guerra del colonialismo. La guerra de la industrialización, del despegue tecnológico, de una incipiente aviación, de las primeras armas químicas. La guerra que provocó otra aún mayor: la Segunda Guerra Mundial. La guerra por la que el cine no ha mostrado ninguna empatía, por una contienda en la que murieron los únicos que realmente no la querían. Un grupo de soldados alemanes cuestiona entre trinchera y trinchera la inutilidad del conflicto en ‘Sin novedad en el frente’ (Lewis Milestone) (1930), adaptación de la homónima novela del germano Erich Maria Remarque, otro excombatiente como Humphrey Cobb:
-¿Y cómo se empieza una guerra?
-Bueno, un país ofende a otro…
-¿Cómo puede ofender un país a otro? ¿Una montaña alemana se pone a insultar a una montaña francesa?
-¡Serás idiota! La gente se ofende entre sí.
-¡Ah, pues entonces no sé qué hago aquí. No me siento ofendido!
-No quiero matar a ningún inglés. No había visto ninguno hasta que vine. Y supongo que la mayoría no había visto hasta ahora a ningún alemán. No, seguro que nadie les preguntó.
‘Johnny cogió su fusil’
La Gran Guerra solo dejó muerte y dolor. El cine no ocultó la verdad. Los mensajes de propaganda, de gestas heroicas no tenían cabida. John Wayne no era el soldado ideal para la Gran Guerra, la del fracaso de la diplomacia y del militarismo con una mezcla de crueldad y estupidez extremas evidente en películas como ‘Johnny cogió su fusil’ (1971), la única producción de Dalton Trumbo, una de las principales víctimas en la Caza de Brujas del senador McCarthy en Hollywood. Trumbo llevó al cine su propia novela, editada en 1939, en los albores de la Segunda Guerra Mundial. Se mofa del patriotismo bélico aludiendo a una conocida canción estadounidense de George M. Cohan, ‘Over there’, que insta a los jóvenes a alistarse con un revelador primer verso: ‘Johnny, get your gun’ (‘Johnny, coge tu fusil’).
Un combatiente de la Primera Guerra Mundial, sin piernas, sin brazos, con la cara destrozada (sin lengua, nariz y ojos) permanece vivo por decisión (y capricho) militar para experimentar con su cuerpo. Muerto en vida:
-Ahora sé la verdad. Nunca me sacarán de aquí. Me mantendrán como un secreto hasta que un día, cuando sea un anciano, consiga escapar de ello con la muerte. Es terrible, dentro de mí estoy gritando como un animal acorralado, pero nadie me hace caso. Si tuviera brazos, podría matarme. Si tuviera pierdas, podría correr. Si tuviera voz, podría hablar y mi voz me haría compañía. Podría pedir ayuda. Pero no puedo hacer nada. Nada. Nadie oye mi grito. Y sin embargo, tengo que hacer algo. Lo que no sé…, no sé cómo voy a poder seguir viviendo así. ¡S.O.S., ayúdenme! ¡S.O.S., ayúdenme! ¡S.O.S., ayúdenme! ¡S.O.S., ayúdenme! ¡S.O.S., ayúdenme! ¡S.O.S., ayúdenme!
Ni los mandos militares ni los políticos pisaron nunca unas trincheras que el cine ha descrito sin ninguna gloria. Porque no la hubo. Trincheras protegidas apenas por ametralladoras y sacos llenos de arena, con soldados hambrientos, congelados, con el barro y el agua a menudo a la altura de las rodillas, rodeados de ratas y piojos, con la artillería machacando las posiciones de un enemigo al que realmente no odian. Con una ‘tierra de nadie’ socavada por los proyectiles, con decenas de cráteres, alambradas y miles y miles de muertos. Soldados que murieron por el interés exclusivo de monarcas, políticos y militares.
“Entre tres mil valientes lo conseguimos. Esa maldita guerra la ganamos nosotros, los tres mil. Los demás solo la hicieron”, clama el “guerrero”, como se proclama, capitán Conan. Años después, agotado física y mentalmente, desubicado y al borde de la muerte, se reencuentra con su amigo, el teniente Norbert. ¿Qué ha quedado de aquella guerra?: “Si te mueves un poco, encontrarás algunos más por aquí. Y míralos bien, Norbert. Míralos bien. Estarán todos como yo. Adiós”.
‘Capitán Conan’