El Nobel de Química de este año es la consagración de una revolución que transformará nuestra forma de fabricar, producir o de contemplar la propia tecnología: controlar la materia a nivel molecular para crear máquinas y soluciones muy pequeñas.
El presente siglo verá muchas revoluciones, demasiadas quizás como para que las viejas estructuras sociales y culturales resistan. Pero es un alud que no se va a detener. Una de las vías primordiales en las que el ser humano va a romper su propio techo será la “tecnología de lo muy pequeño”, que tiene un grado nanotecnológico (máquinas basadas en componentes y circuitos progresivamente más pequeñas, hasta alcanzar incluso el tamaño celular) y otro cuántico (moléculas manipuladas para convertirlas en máquinas o motores a un nivel de pequeñez que dejan a una célula como un coloso). La gran prueba final la ha dado el Nobel de Química de este año para Jean-Pierre Sauvage, Fraser Stoddart y Bernard Feringa, que fueron capaces de diseñar y fabricar “máquinas moleculares”. Es decir, máquinas operativas formadas por moléculas que pueden ser controladas y con una misión programable en ese nivel, capaces de curar enfermedades, infecciones o incluso reparar sobre la marcha ADN defectuoso.
Las posibilidades son casi infinitas. Sólo es cuestión de desarrollo y aplicaciones posteriores, una auténtica revolución de lo más pequeño que sigue la estela de la nanotecnología, pero en el terreno químico y llevándolo al extremo. Un salto adelante que une la química, la genética y la ingeniería en un trabajo integral como no se había llevado a cabo antes. Literalmente la química roza ya a la Mecánica Cuántica, a un nivel donde las leyes de la Física (las que rigen el universo de lo muy grande) dejan de funcionar y surge otra estructura. Entramos en un nivel que ya ha tenido avances muy importantes en la informática o el diseño de materiales, como la creación de discos duros atómicos (los átomos son manipulados para conformar un sistema de respuesta binario, como un interruptor con dos opciones) o el diseño de materiales a la carta, más resistentes, ligeros o incluso programables a partir de descargas eléctricas.
Estructura del anillo molecular de catenano (izquierda) y diseño de motor molecular (derecha)
El consenso general es que estamos a las puertas de una tercera revolución industrial que produciría un cambio general en todo lo referente a la fabricación de la materia. Los avances de lo “muy pequeño” en sus dos niveles (nano y molecular). La química explora desde hace años el trabajo de laboratorio en la manipulación de moléculas a partir de un principio sencillo: unirlas para construir sistemas que puedan moverse o realizar acciones concretas a partir de órdenes (de muy diversas formas) igual de concisas. Los físicos por su parte descienden un peldaño más y trabajan directamente sobre el átomo y su estructura mediante la cuántica para poder alterarlos y configurar sistemas que permitan su uso mecánico. Y finalmente los ingenieros, basándose en parte en los trabajos anteriores, pero a una escala algo más grande (nanotubos, placas de grafeno, etc), desarrollan máquinas, materiales y sistemas cada vez más eficientes en un tamaño que sólo es visible con microscópicos electrónicos. Casi podría decirse que la imaginería de la película ‘Un viaje alucinante’ ha quedado incluso desfasada por tamaño.
La puerta se abrió cuando en los años 80 y 90 el trabajo combinado de Sauvage, Stoddart y Feringa dieron lugar a dos tipos de moléculas especiales con características diseñadas a priori: el catenano y el rotaxano. Ambos compuestos, de manera sucesiva, dieron dos pasos de gigante. El primero supuso la primera máquina molecular conocida, un anillo de dos moléculas unidas sin enlaces covalentes sino de manera mecánica con un fin concreto. Y el segundo fue un poco más allá: un anillo insertado en un tubo con topes, como una mancuerna de gimnasio, y que podía moverse hacia un extremo y otro de ese tubo. A partir de ambos se crearon los primeros motores moleculares (Feringa, en los 90) que eran capaces de mover piezas 10.000 veces más grandes. Tenían forma de palas que podían moverse induciendo luz ultravioleta en ellas.
Stoddart, Sauvage y Feringa
Estos simples avances suponen abrir una nueva línea de trabajo industrial con tantas aplicaciones como la imaginación permita: disponer de estas máquinas moleculares permitiría eliminar la cirugía invasiva, una gran cantidad de fármacos, poder acceder al ADN de un feto en gestación donde se han detectado malformaciones… y eso sólo en medicina. En cualquier tipo de ingeniería permitiría construir máquinas más ligeras, eficaces, eficientes e incluso crear la base para poder trabajar en el espacio a pequeña escala y sumar elementos hasta poder construir en dimensiones más grandes. La puerta ya está abierta para la ciencia. Pero en realidad la investigación hacia la dimensión micro es mucho más antigua, y va más allá de la reducción de tamaño de los transistores que se dio a partir de la Segunda Guerra Mundial en la industria.
Nace con el Nobel de Física, antiguo miembro del Proyecto Manhattan e ídolo de la comunidad científica, así como uno de los grandes divulgadores: Richard Feynman. En 1959 fue el primero en anunciar públicamente, durante una conferencia, que la investigación debería ir directamente sobre la reducción de tamaño de herramientas y productos a partir del simple reordenamiento atómico. Él fue de los que vieron las posibilidades de manipular el orden y estructura de los átomos, o cuando menos su unión de forma determinada, para crear maquinaria infinitamente más pequeña. Y la idea inicial, el chispazo, salió de la informática: ordenadores con este tipo de tecnología podrían consumir una ínfima cantidad de energía y ser mucho más eficientes y rápidos.
Richard Feynman
Un ejemplo fue el trabajo conjunto del Instituto Internacional Ibérico de Nanotecnología (IBL) y la Universidad Tecnológica de Delft (Países Bajos) en su experimento (publicado en Nature Nanotechnology), que han hecho realidad la predicción de Feynman a través de una técnica que convierte a los átomos de cloro sobre sustrato de cobre en unidades parecidas a las de un ábaco gracias a los microscopios “de efecto túnel” y electrónicos. Con estos aparatos se puede observar la disposición de los átomos en una muestra y detectar los lugares vacíos donde no hay un átomo, las llamadas “posiciones vacantes”. Cada presencia de un átomo se liga a una vacante anexa, y ambas conforman un bit, y en función de su posición equivalen a 0 y 1 en el código binario (p-v o v-p). De esta forma se puede, alterando su posición, crear unidades de control a nivel atómico ya que pueden moverse y cambiarse de posición con corrientes eléctricas concretas; cada movimiento equivaldría a una acción, guardar información o grabar nueva información.
Tanto que es imposible de apreciar sin un microscopio electrónico. Eso sí: el trabajo se hace inmensamente lento, por la pequeñez del material y porque la precisión de los microscopios MET usados para poder manipularlos es tan grande que la velocidad es algo que no existe. Se tarda una media de 10 minutos en poder grabar un pequeño bloque. Y las condiciones son de un frío extremo para ralentizar lo suficiente los átomos: el trabajo se hace a temperaturas por debajo de los 190º bajo cero y en el vacío, por lo que pasarán muchos años (décadas quizás) antes de que su ordenador opere a este nivel. Paciencia. Para este nivel, y para el molecular. Pero la senda ya está abierta.
Nanotecnología: el nivel previo al cuántico
La nanotecnología se define como el campo de la ciencia dedicado a la creación, control y manipulación de la materia a una escala menor al micrómetro, es decir, al mismo nivel que los átomos y moléculas. El rango de uso está entre 1 y 100 nanómetros. Un ejemplo: un robot básico de este tipo, capaz de hacer lo que he dicho antes, sería de unos 50 nanómetros, es decir, apenas cinco capas moleculares, lo cual supone un tamaño tan insignificante que no servirían ninguno de los microscopios a la venta para el público (otra cosa son los que tienen hospitales y universidades). A ese nivel de operatividad todo es nuevo: en los últimos años se han tenido que desarrollar técnicas nuevas, buscar materiales diferentes (como el grafeno, que casi parece la piedra filosofal de todo lo “nano”) y crear todo un mundo nuevo que opera siempre con el prefijo nano para todo. Y abarca de todo, desde la medicina a la electrónica pasando por la química, la bioquímica, la informática, la física o la ingeniería aplicada.
Imágenes microscópicas del grafeno
El material perfecto para este tipo de tecnología es el grafeno, sintetizado desde 2004 por los rusos Geim y Novoselov, que les valió el premio Nobel. El grafeno es una finísima lámina de carbono de un átomo de grosor, lo que la hace transparente, flexible, más resistente que la mayor arte de los metales, totalmente impermeable, en abundancia en la naturaleza y quizás el mejor transmisor eléctrico conocido. Son sus cualidades lo que hace posible el desarrollo de la nueva tecnología junto con otro puñado de materiales que necesitan también trabajo previo para su tratamiento. Lo “nano” es una forma de crear un nuevo universo de opciones a partir del tamaño, como si todo la tecnología pasara a un nuevo nivel, y al mismo tiempo se pudieran fabricar instrumentos hasta ahora imposibles que podrían ayudar en todos los campos. Y lo que es más importante: con unos costes mucho más bajos, lo que permitiría a países menos desarrollados acceder a esta tecnología.
Aplicaciones prácticas: de la informática a los materiales
Es difícil de concebir pero es muy real: un disco duro basado en átomos de cloro, manipulados para conformar un disco duro a un nivel infinitamente más pequeño que el más jibarizado de todos los discos duros informáticos actuales. Un sistema en el que los átomos son movidos de sitio para que puedan actuar como una red que graba, lee y regraba datos. Una de las muchas aplicaciones de esa revolución de lo muy pequeño, más allá incluso del simple microscopio, al nivel cuántico. Estos discos duros, presentados en su fase inicial este mismo año, se basan en simples átomos que por sí mismos son capaces de almacenar hasta un kilobyte (KB) de memoria. Hay que ponerlo en perspectiva: si apenas un puñado de átomos de cloro pueden hacer esto, qué no se podría hacer con redes mucho más grandes. Nunca antes se había logrado una memoria en dos dimensiones capaz de almacenar un Kb, lo que equivaldría a 500 veces las memorias actuales. Sin embargo es una apuesta muy a largo plazo, en fase experimental. Diseñado por un grupo de investigadores holandeses y españoles, intenta hacer realidad la predicción de Richard Feynman a finales de los años 50, cuando dijo que la Física permitía soñar con ordenadores del tamaño de un grano de arena capaces de almacenar una inmensa cantidad de información.
Junto con la informática a nivel atómico también este año se ha dado un paso adelante en el campo de la resistencia de materiales, una disciplina cada vez más importante en la industria y con aplicaciones en casi todos los campos humanos. Desde luego ser capaz de triplicar la presión del centro de la Tierra en un experimento de laboratorio abre nuevas perspectivas en el desarrollo de materiales, y con consecuencias en geofísica, astrofísica y química de sólidos. La Universidad de Bayreuth (Alemania) apadrinó a un equipo de investigadores dirigidos por Leonid Dubrovinsky y Natalia Dubrovinskaia (publicado en Science Advances) que logró alcanzar un terapascal de presión, el triple del que comprime el núcleo de hierro de nuestro planeta, y considerado un estado de la materia extremo: sería el equivalente a depositar un céntimo de euro en el suelo y colocáramos encima (toda la masa en su superficie) cien torres Eiffel unidas. En ese estado de presión la materia se comporta de forma parecida al plasma altamente cargado de energía. En ese punto se puede observar los límites de la materia como tal y poder aprender de su comportamiento con vista a posibles aplicaciones en la ciencia de materiales ultrarresistentes.
Nanotubo de carbono