Desde el pasado octubre El Prado expone ‘Invitadas’, una muestra que reflexiona sobre el papel de la mujer y su rol creativo y simbólico en el arte español durante el siglo XIX, en el que se construyó el icono femenino contemporáneo hasta la ruptura actual. Sirve de excusa también para hablar de la mujer artista en las artes, siempre tapada, silenciada cuando no saqueada para gloria de otros.
IMÁGENES: Museo del Prado / Wikimedia Commons
El Museo del Prado inauguró el pasado 6 de octubre una exposición colectiva orientada con un fin muy concreto: estudiar y exhibir la imagen de la mujer durante el siglo XIX, el momento en el que se crearon los cánones académicos culturales y en el que la mujer fue definitivamente relegada en el mundo del arte, usada en la mayoría de ocasiones como un elemento decorativo o erótico de la creatividad. Justo cuando mayores libertades se ganaban en Europa, es cuando más cerril fue la misoginia aplicada por una sociedad cada vez más conservadora. Usando fondos propios (en gran parte restaurados para la exposición), algunos préstamos temporales y una estructura didáctica, la muestra ‘Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931)’ quiere saldar una deuda pendiente con las artistas durante siglos, que sufrieron en toda Europa (en España aún con más saña) un proceso de silencio, oscuridad e incluso apropiación que las escondió durante siglos de la cultura oficial.
La muestra no sólo quiere rescatar obras, sino también hacer pedagogía ante el público por el papel de la mujer en el mundo del arte, desde su posición artística oscurecida a su rol como elemento artístico en aquella España convulsa entre Isabel II y Alfonso XIII en lo político, y en lo artístico desde Rosario Weiss (1814-1843) a Elena Brockmann (1867-1946). Comisariada por Carlos G. Navarro, conservador del Área de Pintura del siglo XIX, la muestra ocupa las salas A y B del edificio de los Jerónimos hasta marzo de 2021. Se estructura en 17 secciones con cerca de 130 obras (60 firmadas por mujeres, aunque una tuvo que retirarse cuando se descubrió que su autor era en realidad un hombre) salidas de los casi inagotables fondos del Prado más piezas de las colecciones de Patrimonio Nacional y privadas. Muchas de esas obras se crearon para competir en las Exposiciones Nacionales desde mitad del siglo XIX, usadas como herramienta estatal para fomentar el arte como medio de propaganda nacional.
Autorretrato (Clara Peeters)
Las otras 70 piezas son parte de ese esfuerzo de historiografía del arte para mostrar cómo la mujer era confinada en un rol erótico, moralizante o tradicional, según el caso, la época, el estilo y la conveniencia del artista. Ya fuera como imagen de la piedad, de la madre de familia o como desnudo, la mujer no tuvo un papel de igual con los autores, en su mayoría hombres que trabajaron para mecenas o por encargo y utilizaron a la otra mitad de la población como un objeto más. ‘Invitadas’ pretende ser un viaje contextualizado a esa misoginia decimonónica, mayor incluso que en épocas anteriores, estrecha de miras y que “objetivizó” (o usando la jerga sociológica, cosificó) a los seres humanos, es decir, los convirtió más que en inspiración o tema en símbolos intercambiables. Desde el sistema del arte, desde el Estado y las instituciones oficiales, las mujeres sólo fueron eso, “invitadas”, no partícipes en pie de igualdad, sólo elementos temporales supletorios, lo que eliminaba de un plumazo toda su fuerza creativa.
Las mujeres eran esos “ángeles del hogar” cuyo lugar estaba constreñido, como en el gineceo de la Grecia clásica, a apenas tres misiones: refugio del guerrero (sexualidad), madres amantísimas (crianza inicial) y guardianas del hogar (desde la limpieza a la custodia de la infancia). Un escalón por debajo. El ideal femenino del siglo XIX era el de la burguesía imperante; ya no existía la imagen de la matriarca de la plebe ni tampoco la aristócrata culta y frívola, ambas imágenes consolidadas por la propia burguesía, sino los “ángeles” domésticos. Este imaginario fue respaldado por el Estado y las élites a través de concursos públicos, premios y mecenazgos particulares que buscaban perpetuar un reparto de roles muy concreto: los hombres creadores, las mujeres cuidadoras, los hombres en la cima, las mujeres en la casa. Y por supuesto la representación del cuerpo de la mujer sólo era una herramienta: frente a la polivalencia de la figura masculina, ella sólo podían ser objeto erótico, madres o (con suerte) reinas.
Marina (Flora López Castrillo)
En ese ambiente era muy improbable que una mujer artista pudiera crear con libertad. Debían ser otra cosa (esposa de, hija de, reina, aristócrata) para poder tener opciones de ser artistas, o bien una fuerza y carácter envidiables. Todas las carreras de las artistas estuvieron marcadas por un sistema que las coartó incluso desde la formación, que las censuró y evitó que tuvieran reconocimiento público o que participaran en la escena artística, dominada por hombres que tampoco necesitaban instrucciones desde arriba para barrer a esas mujeres: Renoir consideró siempre que la “mujer artista es sencillamente ridícula”. Se las envió a los márgenes del arte: fotografía, copias de otras obras (que entre los hombres era el inicio de la carrera pero para ellas era el destino tolerado), miniaturistas, apoyo artesanos o incluso géneros considerados menores, como el bodegón o el paisajismo costumbrista. Ese sistema, que era tan visible como invisible, también se encargó de silenciarlas sutilmente: muchas de sus obras fueron apartadas, confinadas, enviadas al fondo de los almacenes, sin exposición pública cuando no apropiadas por otros. No sería hasta el siglo XX cuando se rompiera ese corsé cultural, institucional y social en paralelo con el arte académico.
Según el historiador del arte Manuel Jesús Roldán, fueron muchas las que tuvieron que encubrirse bajo otros nombres, u ocupar los pocos resquicios que le dejaba el mundo. Nombra en varios de sus libros divulgativos (como ‘Eso no estaba en mi libro de historia del arte’, destinado al público no experto) a estas artistas perdidas, ocultas, como Ende, una iluminista de libros medievales y considerada la primera pintora reconocida, Hildegarda de Bingen, Sofonisba Anguissola (que fue contemporánea y alabada por Miguel Ángel, presente en las colecciones del Prado y aún así marginada), la escultora Properzia de Rossi, la pintora Lavinia Fontana (retratista, pionera del desnudo de ambos géneros, que llegó a ser pintora de corte del Papa Clemente VIII), Judith Leyster (alumna de Frans Hals e influenciada por Rembrandt), Artemisia Gentileschi (protegida de los Medici y cuyas obras están expuestas en la Galería Uffizi), la escultora sevillana Luisa Roldán (que trabajó para Carlos II y Felipe V), las retratistas del siglo XVIII Angelica Kauffmann y Marie Louise Elisabeth Vigée Lebrun, las autoras decimonónicas Berthe Morisot, Mary Cassat y Marie Bracquemond, la legendaria escultora francesa Camille Claudel…
El Cid (Rosa Bonheur)
En el siglo XX el arte explosionó en mil vanguardias y movimientos que se sucedieron o intercalaron, relacionaron o superaron en una carrera hacia la total libertad creativa. Dentro de esa energía florecieron las mujeres artistas, que aún así tuvieron que luchar enconadamente para no sucumbir o ser marginadas, desde Frida Kahlo a la española Maruja Mallo, unida al movimiento surrealista, admirada por Dalí pero que fue una y otra vez enterrada en vida por el arte oficial español después del exilio, o incluso antes. Muchos conocen a Georgia O’Keefe, Sonia Delaunay o Tamara de Lempicka, pero pocos a Sophie Taebuer Arp, Lee Krasner (la esposa del desquiciado Pollock pero una creadora abstracta de primera línea), Lenora Carrington o la pionera Florine Stettheimer, que pintó el primer autorretrato desnuda.
Hubo que esperar hasta bien entrado el pasado siglo para que comenzara a despertar la reivindicación. Uno de los momentos fue en 1971, cuando la revista Art News publicó el artículo de Linda Nochli titulado ‘¿Por qué no ha habido grandes artistas mujeres?’. Después de 2000 es cuando más fuerte ha sido el movimiento, que incluye ya a muchas instituciones oficiales que en su momento fueron cómplices de ese “sombreado” sistemático. Quizás por eso sea tan útil (aunque no perfecta) exposiciones como ‘Invitadas’, que ponen el foco en la época que forjó la misoginia lacerante (siglo XIX) y sirve de catapulta para arrojar luz y desmontar buena parte de los mitos y simbología heredada, que pasó también a la publicidad y otras esferas sociales.
Retrato de Bianca Degli Utili Maselli con sus hijos (Lavinia Fontana)
Fontana y Anguissola
Entre la reivindicación, el magisterio y la pedagogía artística, El Prado trajo en octubre a primera línea a dos artistas italianas de gran talento y reputación, a caballo entre los siglos XVI y XVII, contemporáneas de Cervantes, Shakespeare, el inicio del Barroco y de Velázquez. Anguissola y Fontana fueron dos grandes creadoras pictóricas con carreras de peso en su época, pero que sólo tenían un pequeño defecto: eran mujeres. Ambas son excepciones elevadas, supieron romper con los estereotipos que la sociedad asignaba a las mujeres en relación con la práctica artística y el arraigado escepticismo sobre las capacidades creativas y artísticas de la mujer. A través de sesenta obras, el Museo del Prado reunió por primera vez (muestra comisariada por Leticia Ruiz, Jefa del Departamento de Pintura Española del Renacimiento), en el mismo espacio, los más importantes trabajos de Sofonisba Anguissola (ca. 1535-1625) y Lavinia Fontana (1552-1614), pintoras que alcanzaron reconocimiento y notoriedad entre sus contemporáneos. Sin embargo, fueron desdibujadas por el peso del tiempo hasta la revisión y particular ajuste de cuentas histórico con las mujeres en el Arte.
Sofonisba Anguissola está considerada como la primera pintora de éxito del Renacimiento tardío, especialista en el retrato (y el autorretrato al estilo de Rembrandt), modificando los cánones de la representación de la mujer con aportaciones psicológicas. Se asentó en la corte de Felipe II con apenas 27 años, donde trabajó para la Corona e introdujo las técnicas italianas en la pintura española. Su figura fue clave para que otras mujeres siguieran su camino a posteriori, excluidas de los encargos eclesiásticos, académicos y de los gremios, pero bien recibidas por los mecenas privados. Por su parte, Lavinia Fontana fue pionera del primer barroco pictórico, una de las artistas más importantes de su tiempo que llegó incluso a ser pintora de corte del papa Clemente VIII, rompiendo con su talento el veto habitual de la Iglesia católica. Su catálogo incluía más de 130 obras, pero sólo están fechadas y firmadas (y conservadas) 32 de ellas.
El juego de ajedrez (Sofonisba Anguissola)
Críticas a la exposición ‘Invitadas’ por “la oportunidad perdida”
A pesar de la iniciativa de arrojar luz sobre las artistas olvidadas o silenciadas, de pretender desvelar las claves de la manipulación de la imagen femenina en el arte moderno, el Museo del Prado ha recibido críticas de dos asociaciones de artistas respecto a la muestra, considerándola una “oportunidad perdida”. Y no es la única noticia: tuvo que retirar uno de los cuadros al descubrir que en efecto lo había pintado un hombre. La Red de Investigación en Arte y Feminismo y el Observatorio de Mujeres en las Artes Visuales protestaron por la muestra abierta desde el 6 de octubre: alegan que la misoginia sigue presente incluso en la estructura de la exposición, y que no es toda la ambiciosa que debería haber sido. Achacan una mala preparación temática, por simplista, y que no aborda una visión feminista del arte.
Critican que las obras de mujeres no son ni el 50% del total (130 piezas) y que sólo son protagonistas en la las últimas siete secciones de las 17 que componen la muestra. Recalcan que hasta 1931 la creación de mujeres se aceleró y aumentó, pero que apenas están representadas en la exposición. También señalan que El Prado se limitó a “restaurar” fondos propios y piezas a su disposición en lugar de hacer algo más extenso y profundo, comparando su trabajo con el de otros museos que sí crearon una visión libre de misoginia. Según las asociaciones, la muestra se centra en la propia mirada misógina sobre la mujer en lugar de liberarla y mostrar su creatividad. Desde El Prado apuntaron en octubre que son opiniones minoritarias y que académica y políticamente la muestra ha tenido una amplia acogida entre el público, especialistas y grupos feministas. El trabajo sí fue extenso, de casi tres años, y supuso un enorme esfuerzo para restaurar cerca de 40 piezas.
Joven pintando (Autorretrato de Marie-Denis Villiers)
Puesto de flores (María Luisa de la Riva y Callol)
Retrato mujer como vestal (Angelica Kauffmann)