Esta vez no hablaremos de un sitio al que poder viajar realmente: aunque siguen ahí, ya nunca serán iguales. La barbarie y el fanatismo religioso los ha dañado o destruido para siempre, un crimen contra el pasado, el presente y el patrimonio de sirios y afganos y de toda la Humanidad. Viajamos a lo que fue y ya no será: las ruinas de Palmira y los antiguos Budas de Bamiyán.

IMÁGENES: Wikimedia Commons 

Palmira y Bamiyán son dos lugares que quedan marcados por la Historia, por la huella de varias civilizaciones entrecruzadas, en una región del mundo que ha sido zona de paso a través del tiempo. Eran de hecho lugares Patrimonio de la Humanidad. Hay mucho tiempo, huellas y tesoros entre los montes afganos donde se erigía la huella más espectacular del budismo al oeste del río Indo y las llanuras sirias donde se levantó la ciudad comercial de Palmira. Bamiyán fue griega y bactriana, budista e islámica; Palmira fue romana, siria, persa e islámica. Las dos eran el legado que antiguas culturas habían legado al Islam, y ambas han sufrido heridas terribles y definitivas incluso de esa misma civilización que debía custodiarlas. Isis sobre Palmira, y antes los talibanes sobre Bamiyán, dos versiones extremistas, radicales y suicidas de una religión mucho más abierta y positiva de lo que estas dos ideologías despóticas y represoras plantean. El mismo Islam que conservó Palmira y Bamiyán en su edad de oro ahora ha visto su destrucción a manos de movimientos extremos incubados en su seno, que destruían y también vendían en el mercado negro parte de las piezas para conseguir dinero.

Palmira fue un nudo de comunicaciones y de rutas comerciales en una zona semidesértica en el oriente del Imperio Romano, un puesto estratégico que recibió siempre mucha atención de Roma y de los adinerados comerciantes que hace 2.000 años pululaban y se enriquecían en Palmira. La urbe, construida y ampliada siguiendo el tiralíneas romano, era zona de paso de viajeros, soldados y todo tipo de gentes de Oriente Medio: caravanas, buscadores de fortuna, comerciantes de especias… Fue el puente entre el Mediterráneo y Persia o la India, sobre su foro y sus amplias vías pivotaba el brazo derecho del Imperio. Allí se mezclaron cientos de pueblos, religiones y culturas. Un crisol libre bajo la égida del águila romana, que permitía que cada tribu o pueblo asentado tuviera su propio santuario y templo, como el de Bel, levantado cuando todavía vivía Jesús de Nazaret y destruido por Isis. Cuando cayó Roma la urbe siguió teniendo cierto peso con los bizantinos, pero a llegar el Islam ya sufrió los primeros abandonos y reveses. Quedó en ruinas por el paso del tiempo, pero aún así fue un lugar legendario por lo bien conservadas que estaban sus ruinas. Cuando los europeos llegaron con el imperialismo del siglo XIX documentaron, estudiaron y contextualizaron Palmira, que pasó a ser destino del turismo cultural.

Templo funerario (2007)

Uno de los templos funerarios de Palmira (en 2007)

Y entonces llegó la guerra civil siria. E Isis, que conquistó la nueva ciudad junto a Palmira y las propias ruinas en mayo de 2015; no serían liberadas hasta marzo de 2016 por las tropas del ejército del régimen sirio. Lo que encontraron fue lo mismo que Isis se había encargado de difundir: saqueo de piezas arqueológicas, destrucción de otras muchas y gran parte del complejo arqueológico lleno de minas para destruirlo. Habían dinamitado el Templo de Bel (que aparecen en este reportaje en las fotos de 2009), el templo de Baal Shamin, el Arco del Triunfo y las torres funerarias de siglos de historia, que eran, curiosamente, santuarios islámicos: destruyeron obras de su propia religión, lo que da una medida de lo que puede ser Isis. El resultado es un desastre que quizás no se pueda recuperar jamás. Habrá que esclarecer si hubo más daños durante la liberación, qué fue de muchas de las piezas que se dejaron atrás en la evacuación inicial y decidir qué se hace, si reconstruir lo destruido o no. A ambos lados hay apoyos y detractores. A fin de cuentas las ruinas cuentan el legado de cada momento histórico.

Palmira era especial porque supuso un crisol de culturas; la ciudad era un símbolo de algo que muy probablemente los integristas no entendían ni conocían: uno de los mejores (y últimos) compendios del estilo romano en arte mezclado con el legado helénico y los añadidos de los sirios, mesopotámicos, árabes y asirios. Palmira se construyó siguiendo un modelo imperial que luego generaría variaciones que se confundían con el arte babilónico, arameo, fenicio y persa, de gran importancia éste último por la irradiación de su estilo sobre la región. En pocos sitios el mundo helénico y el itálico se fusionaron con tanta fuerza para servir de base a otros. Ahora toca saber si realmente merece la pena reconstruir (se habla incluso de usar grandes impresoras 3D que harían mucho más barato el proyecto) y si, en el futuro, una vez que se haya “limpiado” la zona y no exista la amenaza de la guerra, se puede reabrir al turismo. Sería una buena noticia, o una vana ilusión de algo que jamás volverá a ser igual.

Arriba, estatuas destruidas por Isis (2016) y abajo voladura de uno de los mausoleos, también por Isis (2016)

Imagen de la destrucción de un Santuario en Palmira (2016)

Budas de Bamiyán

El mismo tipo de fanatismo, pero años antes, habían demostrado los talibanes antes de que EEUU y sus aliados invadieran Afganistán y dieran paso a otra situación política. Los talibanes no han desaparecido, sólo se han convertido en un grupo terrorista que actúa en el país y en Pakistán. Pero se hicieron tristemente famosos cuando destruyeron (sin posible reconstrucción) los restos de los Budas de Bamiyán, una de las pocas obras que sobrevivieron de un tiempo sorprendente, el que fusionó la civilización helénica llevada por Alejandro Magno hasta aquellos lugares y el budismo que se expandía desde la India. No hay apenas muestras de ese mundo greco-budista de la región llamada “bactriana” durante siglos. Estos budas eran en realidad dos, de 55 y 37 metros de alto (llamado Grande y Pequeño) excavados en la roca pura de un acantilado en el valle de Bamiyán en la región central de Afganistán, a 230 km de Kabul y a una altura de 2.500 metros sobre el nivel del mar. Se cree que fueron elaboradas entre los siglo V y VI d. C, y eran la perfecta simbiosis del arte griego con los modelos de representación clásicos del arte indio.

Se tallaron directamente en la roca de arenisca y se les añadió, para decorarlos, estuco y barro que moldeaban algunas partes. Además, originalmente, fueron pintados de vivos colores que se perdieron con el tiempo, quedando la imagen que hoy reconocemos en las fotos antiguas, con el color grisáceo terroso de la piedra desnuda. Para moldear caras, manos y pies se usó también madera que luego era pintada, y que se fijaba a través de vigas y estacas clavadas en el nicho de roca que, al perderse dejaban al descubierto una gran cantidad de agujeros muy característicos. Curiosamente tiene sentido que estuvieran en ese valle: al igual que Palmira, Bamiyán era zona de paso ya que era una de las etapas de la Ruta de la Seda que unía Occidente con Oriente, por lo que la fusión cultural era lógica. Allí se encontraron pacíficamente el mundo griego y el hindú previo al hundimiento del budismo en el subcontinente.

Antes y después de la destrucción de uno de los Budas

Antes y después de la destrucción de uno de los Budas

En Bamiyán se erigieron varios monasterios budistas que recogieron la cultura helénica y la adaptaron a sus necesidades. También se extendió el culto eremita: los monjes budistas vivían como ermitaños en cuevas excavadas en el gran acantilado y en otras zonas del valle, y crearon una gran corriente artística muy específica de la zona que no se dio en otros lugares. Fue además lugar de peregrinación para muchos creyentes budistas, con lo que aumentó todavía más su importancia incluso durante la dominación islámica. Los musulmanes no pusieron problemas para que los fieles de Buda acudieran allí. Pero poco a poco los budistas fueron menguando hasta desaparecer. Aquel mundo mestizo se perdió con rapidez pero dejó una huella imborrable en el centro del montañoso país de los afganos. En el siglo XII sufriría su primer azote venido desde el oeste bajo la Media Luna: los monjes lograron salvar los Budas y algunos frescos, que ya por entonces tenían más de 500 años. Pero la tradición islámica más ferviente se afanó en destruir las caras y las manos, ya que no toleran la representación humana.

Pasaron los siglos y el tiempo los demacró poco a poco. Los budistas desaparecieron de la región y los grandes Budas quedaron como simples herencias desfiguradas de un tiempo anterior. Hasta el año 2001, antes incluso de los atentados del 11-S: fue en marzo de ese año cuando el gobierno de los talibanes decretó que estas estatuas eran ídolos y por tanto contrarias a su visión del Corán. Durante semanas mantuvieron en vilo al resto de países por su afrenta: el lugar era Patrimonio de la Humanidad y los talibanes utilizaron todo el manual de propaganda política para enardecer a una parte de los suyos y preparar el terreno para el gran giro de Occidente contra el terrorismo islámicos de meses después. Los Budas se resistieron: estaban tallados en la roca y firmemente fusionados con el gran nicho de piedra, por lo que hicieron falta dinamita y disparos de tanques para destruirlos. La furia generada jugó en su contra: cuando tres años después EEUU invadió Afganistán aquel episodio fue recordado una y otra vez por los medios para dar cobertura a la guerra que acabó con el régimen talibán.

Buddhas_of_Bamiyan_1885

Budas de Bamiyán según un grabado de 1885

Aquellos Budas eran parte de la historia de Afganistán y del Islam en aquella zona, razón por la cual incluso el resto de países musulmanes trató de evitar su demolición. Sin éxito. Los talibanes se esforzaron en la destrucción, pero todavía hoy el contorno de los Budas es apreciable en los grandes nichos. En los últimos meses han sido reconstruidos digitalmente con proyección de imagen para devolverles lo que pudo ser su aspecto original, pero la realidad es que ya nunca volverán salvo si son reconstruidos al milímetro, algo bastante improbable. Japón fue el país que más se implicó, y pactó con el gobierno afgano la reconstrucción de los Budas, pero sin una resolución real. Lo que si hizo el esfuerzo japonés fue localizar cuevas y estatuas en la zona del valle, y que a través de un sistema de láser se puedan ver los Budas por la noche durante un tiempo. No obstante, a día de hoy, se sabe perfectamente que ya no podrán se restaurados por completo a pesar de los trabajos de recomposición de las piezas.

El resultado final en ambos casos es una pérdida colectiva. Cada obra de arte heredada del pasado es una parte de nuestra cultura compartida en todo el planeta. Cada lugar destruido es un viaje imposible para nuestra generación y las siguientes, una pérdida global. Como bien dijo el arqueólogo Paul Veyne, autor de la monumental obra ‘Palmira, un tesoro irremplazable’, “quien solo conoce una cultura, la suya, y solo quiere conocer esta se condena a sí mismo a vivir bajo una campana de cristal”. Y lo peor es que destruye la riqueza de los demás. Por eso son viajes imposibles a Palmira y Bamiyán.

Buddha_Bamiyan_1963

Uno de los Budas en 1963