Morir en Venecia, además de el eje de una de las grandes novelas de Thomas Mann, fue la última ópera de Benjamin Britten que estrenará el Teatro Real en diciembre.

No solemos hacer muchas referencias al noble arte de la ópera, esa fusión de música y teatro que es la máxima expresión del concepto espectáculo que ha dado, antes del cine, Occidente. Y también Oriente. La ópera es una de esas rarezas compartidas por Europa y China, donde interpretar al son de una música, o la revés, hacer música mientras se interpreta, es totalmente ajena a la mayor parte de culturas. Algo tendrán ambas civilizaciones que miman como nadie este arte que hoy parece añejo y desfasado. El cine y el circo modernizado, dicen, lo puede todo. La cuestión es que la ópera resiste incluso en España, país poco dado a los cariños con la cultura. Y a las pruebas del día a día nos remitimos. Ahora el Teatro Real se anima a estrenar ‘Muerte en Venecia’, de Benjamin Britten entre el 4 y el 23 de diciembre, con dirección musical de Alejo Pérez y la artística de Willy Deckery. En coproducción con el Gran Teatre del Liceu de Barcelona.

Es una de las grandes apuestas del Real madrileño para esta temporada. Después de recortes, muertes de antiguos gestores y mil y una polémicas, vuelve la música. Apuesta el escenario máximo con una de las últimas obras de Benjamin Britten (1913-1976), una suerte de despedida del público y para la que eligió el libreto de Myfanwy Piper sobre la inmortal novela decadente e íntima de Thomas Mann, mil veces mencionada (y muchas menos leída) que llevara al cine Luchino Visconti en 1971 con Dirk Bogarde. La ópera, organizada en dos actos y diecisiete escenas, narra el final del escritor Gustav von Aschenbach, hundido y en busca del talento perdido años atrás después de una larga carrera y que se topa en un hotel veneciano, y en sus playas, con Tadzio, un joven que en la película de Visconti adoptaba una belleza de efebo que quizás en la novela no estaba tan exagerada. Aschenbach, fascinado, convierte al joven en un icono de belleza perfecta que le arrastra todavía más hacia la oscuridad, sin acercarse siquiera a él.

El dilema entre el estoicismo del autor y su pasión por Tadzio son la espiral en la que se basa toda la historia y que Britten representó en la ópera. En realidad casi podría decirse que es la misma dualidad de lo apolíneo y lo dionisíaco que narrar Nietzsche personificada en un ser humano incapaz de tomar uno de los dos caminos, el del rigor o la pasión. En realidad el ideal de la belleza absoluta que sobrecoge y emborracha es una excusa para poder plantear los dilemas entre lo intelectual y lo emocional, el mismo abismo que ha asolado a todos los seres humanos desde el momento de su nacimiento. Aquí Mann hizo algo más: también era una Venecia enferma bajo una epidemia que era una metáfora del hundimiento de un mundo, el tradicional europeo, que ya no volvería jamás bajo el peso de la incipiente guerra y la cultura de masas. Aschenbach lo sabe, pero prefiere callar por seguir adorando a Tadzio desde la lejanía. Allí, en una ciudad decadente bajo el peso de una peste silenciada para evitar que se vayan los turistas morirá junto con su mundo.

La ópera de Britten era una forma perfecta de decir adiós, la crisis existencial que a su manera también vivió él. Un largo monólogo musical en el que la estética y la moral se entrelazan para el final que todos anticipan ya en el propio título. La ambigüedad y el simbolismo son continuos tanto en la versión operística de Britten como en la novela, con una muerte. La música se llena de texturas y del estilo que hizo a Britten uno de los mejores músicos del siglo XX. Los paralelismos simbólicos y argumentales entre novela y ópera son continuos, y el alma se repite, como si Mann y Britten se superpusieran. Sin embargo la música se impone, y el largo argumento literario aquí se convierte en una monólogo atormentado personificado en la voz del tenor John Daszak.

Daszak no está solo, entre los solistas figura el barítono Leigh Melrose (que se atreve a dar voz a siete personajes diferentes). Todos bajo la batuta de Alejo Pérez y la mano en escena de Willy Decker,  responsable, entre otras producciones, de la tetralogía de Wagner presentada entre 2002 y 2004, de una versión de ‘La ciudad muerta’, de Korngold, en 2010, y de ‘Werther’, de Massenet, en 2011. El simbolismo interior acompaña esa misma puesta en escena, centrada en lo interior más que en darle formalismo veneciano a la obra. Como con otras producciones, a la ópera la acompañan en paralelo muchas otras actividades con la Biblioteca Nacional, la Filmoteca, la Fundación Juan March o el Círculo de Bellas Artes que incluyen exposiciones y conferencias.

Britten, Visconti y su ópera despedida

El británico creó una gran ópera para decir adiós apenas tres años antes de morir (se estrenó en 1973), y para hacerlo pensó sobre todo en el gran amor de su vida, Peter Pears, pareja del autor, encargado de personificar a Aschenbach, mientras que en aquella primera versión Tadzio era un bailarín sobre el escenario. Vio la luz por vez primera en el Covent Garden, abierto de par en par para el compositor. A pesar de ser una de las que menos veces se ha representado en el mundo firmadas por Britten, y que quizás sea de las más íntimas hechas nunca, vería su estreno alargado en el Metropolitan Opera de Nueva York en el 74. No llegaría al mundo hispano hasta que el Teatro Colón de Buenos Aires la estrenara en 2004, y cuatro años después en Barcelona Y ahora en Madrid, en 2014.

Britten llevaba años queriendo poner música a la novela de Mann, una de las que más le había cautivado en su vida. Hay que recordar que Britten nació al año siguiente de la publicación de la original (en 1912). Para entonces la película estaba en pleno auge, estrenada en 1971 con un Visconti en estado puro. Le aconsejaron a Britten que no la viera para evitar verse influenciado ya que muchos consideraban que el italiano había exagerado el sentimentalismo que en la novela es mucho más intelectual y menos emotivo. Quizás por eso hubo modificaciones en la composición, como la idea de convertir a Tadzio en un bailarín mudo que cargara por completo las tintas en el monólogo interior de Aschenbach. Porque lo que importaba era él, no la belleza en sí.

Britten nunca fue una persona fácil, y su carácter se refleja en sus obras. Además de la carga de ser homosexual en el mismo país supuestamente liberal y democrático que fue capaz de condenar a un manicomio al hombre que ayudó a salvar Reino Unido de los nazis (Alan Turing, padre de la computación moderna y que descifró los códigos Enigma de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial), fue también un activo pacifista en pleno conflicto. En sus biografías queda demostrado su gusto por parejas jóvenes y en ocasiones casi adolescentes, siguiendo, curiosamente, el mismo camino de Aschenbach, como si la relación entre personaje ficticio y persona real fuera mucho más verosímil de lo que nos imaginamos. A pesar de las polémicas (muchas posteriores a su muerte, aunque todo el mundo del arte sabía cómo era el compositor), Britten fue uno de los más laureados y honrados músicos de su país, tanto como para recibir un título nobiliario por sus méritos artísticos. Es más, está enterrado en la catedral de San Pablo, reservada para los grandes de Britannia.