Se cumplen 150 años del nacimiento de Jean Sibelius, una isla antigua rodeado de vanguardias que se cebaron con el compositor clásico nacional finlandés, un arcano que dejó de componer en la cima de su éxito harto del mundo y quizás de sí mismo.
Quien haya escuchado alguna vez ‘Finlandia’, el poema sinfónico considerada una de las mejores obras del compositor Jean Sibelius (1865-1957) habrá detectado lo mismo que uno ve cuando cae la aurora boreal en medio de un paisaje nevado: grandilocuencia. Como un mazo que te cae, lentamente, con notas que imitan esa serpiente multicolor que ilumina los cielos del norte. Era la misma composición que sonaba en el país que luchó a brazo partido contra el imperio ruso primero y la URSS y Stalin después para sobrevivir, el mismo país civilizado actual que en su pasado guarda más de un cadáver en el armario, como aliarse con el Tercer Reich y luchar codo con codo con los nazis contra el Ejército Rojo. Los finlandeses se salvaron sólo por dos cosas: porque firmaron la paz pronto con Moscú y porque el invierno finlandés no tiene nada que envidiarle al ruso. El poema sinfónico de Sibelius es quizás la obra más conocida de este compositor que en realidad era de origen sueco y que primero aprendió este idioma y luego el finés. Una paradoja más de lo extraño que puede resultar el nacionalismo en Europa.
Cuando nació Sibelius el país para el que compondría sus mejores notas era un ducado del Imperio de los Zares; cuando murió era una república independiente que intentaba sacar la cabeza de sus inviernos infinitos jugando a ser estado-tapón y socio comercial limitado de la URSS. Entre medias la vida de Sibelius y de Finlandia había dado para muchas cosas: independencia, varias guerras, fascismo, dictaduras, democracia y un talento más que reseñable para sobrevivir cuando nadie daba un penique por ellos. De hecho nació en pleno invierno a 17 bajo cero. Un anticipo de la contradicción entre su música telúrica y emotiva y lo que es el país en sí. Escuchen ‘Finlandia’ y se darán cuenta: a pesar del frío y de que la Naturaleza moldea en hielo a sus habitantes están vivos. Y de nuevo, las incongruencias: Sibelius en realidad era sueco, hijo de una familia de la élite “sverige” que dominaba comercialmente el territorio y que en casa hablaba esa lengua. El finés lo aprendió más tarde, y parte de su familia no lo hablaba. Una vez más, las incongruencias de Europa.
Hay varias cosas que contar de Sibelius. La primera es su música: es el compositor finlandés más célebre, y uno de los representantes de cierto romanticismo tardío, un toque retrógrado que bebió del romanticismo alemán musical del siglo XIX y el nacionalismo de una cultura en lucha por sobrevivir. Sibelius ejerció de catalizador simbólico de Finlandia, igual que Grieg lo hizo de Noruega, Wagner de Alemania, Smetana y Dvorak de Bohemia (República Checa) o Verdi de Italia. El joven Sibelius aprendió música en Berlín y Viena, asimiló todo el ideario de la potencia cultural musical por definición y lo transformó en su propio estilo, una simbiosis de romanticismo y música descriptiva de la naturaleza y el ambiente de Finlandia. Para rizar el rizo fusionó ese cóctel con las sagas finesas, la Kalevala. Y además se alejó de la atonalidad, la tendencia típica del siglo XX que adoraban las vanguardias de su tiempo y que él esquivó con su fuerza sinfónica al estilo tradicional pero remozado para adaptarlo a su visión que en cierta medida era panteísta, como un buen pagano de los viejos tiempos: la Naturaleza lo era todo. Su fuerza vertebraba sus obras. Era como un islote arcano rodeado de mares vanguardistas. Y eso pasa finalmente pasa factura.
Todo eso jugando a ser un “antiguo”. No hay que olvidar que sus contemporáneos musicales (en formación también) fueron Richard Strauss y Arnold Schöenberg, que ya jugaban a la música contemporánea (Dodecafonismo en aquella época) mientras él parecía un émulo de Wagner. Y se cebaron con él. Sibelius era un “retrógado”, algo así como imitar a los Beatles en la era de la música electrónica y el hip-hop. Su camino estaba más que trillado, pero él tenía una misión cultural y su música no es lo que parece, hay más experimentos internos de los que se podrían deducir. Y a ella se entregó. Meterse con aquel hombre grave y calvo se convirtió en un hobby compartido por igual por críticos, compositores e incluso filósofos como Theodor Adorno, al que le daban ataques de nervios con sólo escuchar unas notas. Las vanguardias de la primera mitad del siglo XX le veían como un buen ejemplo de lastre cultural: el mundo se abría a nuevos conceptos y él seguía con la herencia decimonónica. Pero cuanto más arremetían contra él, más seguidores tenía en su país de origen. Su música era sinónimo de Finlandia y se tarareaba o interpretaba igual que los italianos cantaban el ‘Va pensiero’ de Verdi como seña de identidad.
Tal fue la fusión simbólica que entre 2015 y 2016 el país ha vibrado de nuevo con su música y ha hecho todo tipo de homenajes dentro y fuera de sus fronteras. Los sellos discográficos de música clásica se han lanzado además a reeditar sus mejores grabaciones sobre partituras de Sibelius: Decca y Deutsche Grammophon, dos de las más grandes (la segunda con el mejor catálogo grabado que existe) acumulan más de 20 discos sobre el finés que están a la venta en esas zonas desérticas llamadas “Sección Clásica” en las tiendas de música.
En la localidad de Ainola está su casa-museo venerada por los finlandeses pero también el símbolo de cómo una vida artística puede agrietarse. Algo pasa con los autores escandinavos que en un momento determinado la cabeza les fluye hacia la niebla: Ibsen, Kierkegaard, Munch y Sibelius. Todos han tenido golpes mentales que les han tumbado de alguna forma. En el caso que nos ocupa hay que viajar a 1929, año del Crack de Wall Street y del propio Jean, que dejó de componer harto de los ataques que recibía por todos lados, sumido en el alcoholismo (el mal endémico de los países nórdicos). De su cabeza ya no saldría nada más salvo los fragmentos finales de obras inconclusas. No había problema: su éxito y fortuna le permitían hacerse “un Rossini”: retirarse antes de tiempo para no hacer nada que no fuera su voluntad. En su caso su viaje a sí mismo plagado de minas.
Pero toda historia agria, y la suya lo fue, tiene sus pequeñas venganzas. A Sibelius le pasó lo mismo que a Munch: la etapa final de su vida fue un fracaso personal tormentoso, depresivo, culpable y enfermizo. Las dos potencias musicales del siglo XX, Francia y Alemania, no paraban de fustigarle con saña, pero el mundo anglosajón que heredaría el dominio de Occidente de estas dos potencias continentales en proceso de suicidio colectivo en el siglo XX le encumbraron. Primero fue Gran Bretaña, que le admiraba e interpretaba cíclicamente sus composiciones; luego EEUU, contagiado, elevó el listón para convertirle en un fetiche del siglo (la monumental obra ‘Tapiola’ se estrenó en Nueva York antes que en Europa), a pesar de que en realidad Sibelius era un superviviente sofisticado del anterior. A Sibelius le quedaba el amor sacralizado de su país y su gente, y de los fans que tenía al otro lado del Atlántico, que presionaban sin fin a su favor. Cuando finalmente el oficialismo vanguardista musical continental se resquebrajó tras la Segunda Guerra Mundial el finlandés volvió a su sitio, el de ser uno de los compositores favoritos de los ciclos orquestales.
Curiosamente hoy es un maestro de discípulos con los que se lleva décadas de lejanía. Su obra sinfónica es la más apreciada porque en ella resumió la mayor parte de su talento. Para escuchar a Schöenberg hay que hacer las maletas rumbo a Alemania, pero a Sibelius se le interpreta en todos lados. El juicio del tiempo y la Historia, que no conoce de filias y fobias.
92 años de vida de un finlandés peculiar
Tuvo una larga vida (92 años) de los cuales pasó la mayor parte aislado en su casa-refugio en un exilio interior voluntario después de muchos años de trabajo, éxito, críticas y problemas con el alcohol. Nació en Tavastehus en 1865 y falleció en Järvenpäa en 1957, una horquilla de tiempo en el que su país pasó de provincia ducal de los Zares a república independiente con dos guerras contra la URSS por medio. Su familia era de origen sueca y desde muy temprano tuvo que afrontar una vida sin padre (a los tres años, fallecido el patriarca). En la escuela aprendió finés y abrazó con fuerza al país y toda la mitología panteísta, pagana, histórica y los usos y costumbres de un pueblo adaptado como pocos al medio natural.
Estudió con Wegelius y Csillag, conoció a músicos como Ferruccio Busoni y Armas Järnefelt (se casaría con su hermana años más tarde) y finalmente se fue a estudiar a Berlín a finales de siglo XIX. No duró mucho: dos años después ya estaba en Viena, donde sí que se formó como músico con solidez. De regreso a Finlandia se unió a varios grupos que estudiaban la cultura finesa para enaltecerla; además viajó por el país para fijar por escrito las canciones populares de la tradición oral finesa. A finales de siglo, a pesar de ser un músico importante, pasó a dar clases en Helsinki al tiempo que nacían sus primeras hijas. Fue entonces cuando empezó la relación entre Sibelius y las élites finlandesas en el gobierno local, que le pasaban una pensión anual para mantenerle.
El éxito de verdad llegaría con el nuevo siglo. En 1900 ya había firmado contratos con editoriales musicales alemanas y hacía giras por Europa con sus composiciones; con esta fuerza fundamentó gran parte de su carrera. Pero los males personales ya asomaban: Sibelius bebía cada vez más, como una muleta para compensar su vida diaria. Fue entonces cuando su familia compró la casa de Järvenpää, a la que llamó Ainola en honor a su esposa Aino. De allí no se movería salvo por los viajes para las giras y entregas de trabajo a las editoriales alemanas con las que trabajó. Fundamental fue su viaje a Gran Bretaña en 1905, y luego en 1914 a EEUU, las puertas por la que adquiriría una grandísima fama en el mundo anglosajón, creciente mientras que en la Europa continental descendía a ojos vista. Pero la depresión y el alcohol no se iban. Finalmente, en 1930, dejaba de componer, abatido por la mezcla de tristeza crónica y alcoholismo.
La obra de Sibelius y dónde encontrarla
Siete sinfonías, varios poemas sinfónicos y piezas no sinfónicas (menos apreciadas). Y los retazos de la Octava Sinfonía inacabada que muchos piensan que podría estar escondida entre su legado de papeles dispersos en su refugio de Ainola, el nombre de su casa en Järvenpäa. Eso es Sibelius a fin de cuentas. Su última obra conclusa es ‘Andante Festivo’ de 1930. Entre medias figura ‘Finlandia’, ‘Tapiola’, la Segunda Sinfonía y ‘Valse Triste’, algunas de sus mejores composiciones. La inmensa mayoría ha sido grabada y publicada. En estos días algunas de las principales discográficas con catálogo clásico han reeditado las mejores grabaciones de Sibelius. Decca ha publicado sus versiones de grabaciones de los años 40 y 50, con Sibelius todavía vivo pero aislado. Y Deutsche Grammophon, que tiene el mejor catálogo, ha publicado una caja con 14 discos con grabaciones en las que dirigen las orquestas mitos como Bernstein, Mutter o Karajan. Además la Filarmónica de Berlín ha intentado restañar heridas con el legado Sibelius al grabar la integral de las siete sinfonías del finés con Simon Rattle a los mandos.
Con un catálogo de cientos de obras, en la carrera de Sibelius destacan piezas como ‘Kullervo’ (1882, sinfonía para dos voces, coro y orquesta), ‘Karelia’ (1893, suite), ‘Lemminkäinen’ (1893, parte de la adaptación musical de la saga ‘Kalevala’), ‘Finlandia’ (1899, poema sinfónico en dos versiones, con y sin coro), la Primera Sinfonía (1899), la Segunda Sinfonía (1902, emblema musical de Finlandia que fue usado incluso como himno nacional), Concierto para Violín en Re menor (1903), ‘Valse Triste’ (1904), ‘Pohjolan’ (1906, poema sinfónico), la Tercera Sinfonía (1907), ‘Ocaso y amanecer’ (1909, poema sinfónico), Cuarta Sinfonía (1911), ‘El bardo’ (1913, poema sinfónico con arpa solista), ‘Luonnotar’ (1913, poema sinfónico con soprano), la Quinta Sinfonía (1915), las dos piezas “nacional-telúricas” para coro y orquesta, ‘Oma maa’ (1918) y ‘Jordens sang’ (1919), la Sexta y Séptima Sinfonía (1923 y 1924), ‘Tapiola’ (1926, poema sinfónico) y su último suspiro artístico, ‘Andante Festivo’ (1930, para orquesta de cuerdas).
Inicio del poema sinfónico ‘Finlandia’ (arriba) – Casa de retiro de Sibelius (abajo)