Seguro que recuerdan alguna película de ciencia-ficción, serie o novela, en la que aparecía esa palabra, que no significa más que una cosa: convertir un planeta muerto en otro vivo parecido a la Tierra. Pues bien, sobre el papel ya es factible.

El verbo “terraformar” se conjuga con la mente puesta en mundos imposibles, con la imaginación a flor de piel y la ciencia llevada a sus límites. Sobre el papel es una opción científica y tecnológica consistente en cambiar las condiciones atmosféricas, biológicas, químicas e incluso magnéticas de un planeta que no es habitable pero que con pequeños cambios podría serlo. Un ejemplo bien cercano: Marte. Si nuestro hermano rojizo tuviera una atmósfera respirable más gruesa, si tuviera un campo magnético mucho más estable y fuerte, si el agua congelada que hay en los polos y bajo tierra se licuara… Entonces sería la Tierra en pequeño. Más fría, eso sí, porque está en el borde alejado de la zona habitable del Sistema Solar.

Es un proceso relativamente sencillo pero inmensamente complicado desde el punto de vista tecnológico y temporal. Fue acuñado por la ciencia-ficción en los años 40 y luego la ciencia lo adoptó. A día de hoy es inviable a gran escala. Se necesitarían muchos elementos tecnológicos que hoy no existen o están todavía en fases iniciales (como generadores artificiales de oxígeno a partir de CO2, es decir, que hicieran la función de las plantas en la Tierra). Y también depende de las condiciones de cada planeta. El plan más ambicioso es sencillo: encontrar planetas susceptibles de ser terraformados y convertirlas en nuevas Tierras para que los seres humanos los colonicen. Como hemos dicho, más propio de la ciencia-ficción. O puede que menos. Tanto que probablemente volveremos sobre este tema en el futuro. Prometido.

A principios de año la investigadora Courtney Dressing, del Centro Harvard-Smithsoniano para Astrofísica (CfA) determinó lo que era necesario para generar un planeta como la Tierra. Es decir, los ingredientes y los elementos necesarios para que ese mundo fuera viable. Más que una receta era una hoja de ruta para buscar estrellas donde potencialmente se puedan hallar planetas habitables que con una mínima terraformación se pudieran adaptar. Según Dressing muchos planetas rocosos como la Tierra se han formado de forma paralela al nuestro en cuanto a química. Es decir, que los elementos combinables para generar un escenario proclive a la vida están ya ahí. Otra cosa es que se haya dado el proceso.

Según la teoría de Dressing sólo hace falta magnesio, silicio, hierro, oxígeno, aluminio, níquel, calcio, sulfuro y agua, cada uno en diferentes proporciones. Así, se necesitaría más hierro, oxígeno y agua que de cualquier otra, y mucho menos de sulfuro o níquel. Eso a nivel químico. Porque nada funcionaría si ese planeta no está en una zona habitable alrededor de una estrella (ni muy cerca para evitar sobrecalentamiento y excesiva radiación, ni muy lejos para que se congele), y su tamaño no es muy grande. Sobre el papel ha quedado claro que un planeta del doble de tamaño que la Tierra ya no es viable si no es bajo condiciones mucho más fuertes. Es mejor un arco que va desde el tamaño de Marte a 1,5 veces la Tierra. A partir de ahí sólo queda esperar.

Las cuatro fases de la terraformación de Marte, el gran ejemplo 

Pero evidentemente la terraformación es un proceso mucho más corto que esperar pacientemente a que un planeta genera vida después de varios miles de millones de años de “horneado”. Terraformar significa convertir algo más que “cocinarlo”. Es ingeniería planetaria aplicable a partir de disciplinas como la bioquímica, la climatología, la geología o la física. Una combinación que no tiene todavía ningún ejemplo aplicable, que sólo es una teoría sobre el papel y que, hasta ahora, sólo ha sido factible en ensayos de laboratorio bajo condiciones muy concretas, controladas (y en el Universo nada es controlable) y en reducido tamaño. A día de hoy se puede crear vida a partir de la nada en un laboratorio. Pero trasladas eso a escala planetaria todavía está en el mundo de la ciencia-ficción.

Según cualquiera manual de biología bastaría con plantar una fina capa vegetal sobre la superficie de un planta con suficiente CO2 en la atmósfera (y luz solar) y esperar el tiempo suficiente para que la fotosíntesis diera sus frutos en forma de oxígeno. Eso sí, hablamos de un mínimo de 100.000 años de espera. Son los verdaderos generadores de oxígeno que aparecían, por poner un ejemplo cinematográfico, en la película ‘Aliens Returns’ de James Cameron en los años 80. No hace falta: bastaría con poder desarrollar algún tipo de liquen resistente o de arbusto que necesitara muy poco agua (como los que hay en las zonas semiáridas de la Tierra). Hay muchos ejemplos actuales verificados de entornos terriblemente hostiles en los que una agricultura de precisión e intensiva ha conseguido darle la vuelta. Por ejemplo en las plantaciones que Israel hizo en los bordes del desierto del Neguev, o en la agricultura estacional de Egipto en la cuenca del Nilo, o incluso del regadío en el sur de España en zona donde apenas llueve. Pero Almería no es Marte.

Las fases de la terraformación

Se divide en tres etapas. La primera, la generación o “inyección” de agua en la superficie del planeta. Si la contiene, bien en forma de hielo o bajo superficie, habría que sacarla o volcarla. Muchos asteroides y cometas contienen grandes cantidades de agua congelada, bien mezclada con otras sustancias o en estado puro. En el espacio también hay gigantescos bloques de hielo flotante que pueden recolectarse y desviarse hacia ese planeta (como anticipó Arthur C. Clarke en sus novelas). La segunda fase consistiría en la transformación de la atmósfera: lograr una combinación adecuada de oxígeno, hidrógeno y gases nobles que pudiera igualar la composición del aire terrestre. Y tercera fase, la más compleja: creación de una biosfera (vida sostenible) que pudiera asegurar la habitabilidad, no sólo para poder vivir de los recursos de ese nuevo mundo, sino también para asegurar que una masa vegetal suficiente generara oxígeno y una atmósfera adecuada. A este proceso se le conoce como “ecopoiesis” (Robert Haynes, 1990). Por supuesto, sobra decir, todo esto sería imposible si ese planeta no tiene un campo magnético lo suficientemente fuerte como para frenar las oleadas de radiaciones cósmicas y solares. Ni Marte ni Venus lo tienen, y son auténticos infiernos para la vida. Sin ese campo magnético no hay posibilidad alguna.

Estas tres fases se alargarían o segmentarían en función de las propias condiciones del planeta. Hablamos de un proceso que podría llevar siglos o incluso milenios. Depende de qué planeta rocoso se eligiera. Y como siempre hay imponderables que no pueden obviarse: magnetismo, posición respecto a la estrella cercana, y, una vez más, el agua. No se conoce, todavía, ninguna forma de vida que no necesite agua en algún momento, bien para asimilarla como parte de su propio organismo o para usarla para su química interna. Por eso Marte y la luna Europa son esos mundos soñados, que o bien disponen de la química o del agua necesaria. La inversión tecnológica supondría una factura descomunal, inviable para nadie, ni siquiera juntando esfuerzos económicos. Y hablamos, claro está, de un arco temporal de varias generaciones, y nunca se sabe lo que puede ocurrir en la Tierra que pueda frenar el proceso.

El caso de Marte

Marte es sin duda el ejemplo más cercano. No sólo porque tiene parte de los elementos clave para que finalmente haya una ecopoiesis: hierro, silicatos, agua. Lo que le falla a Marte son tres cosas: para empezar su atmósfera es fina y débil, y se sabe que pierde componentes en las capas altas, que salen al espacio. Además sufre rachas de viento en superficie de 250 km/h que hacen inviable cualquier forma de vida. Esta debilidad nos lleva al segundo problema: Marte no tiene un campo magnético lo suficientemente fuerte, lo que pone en serio riesgo la posibilidad de vida sostenible. Llega demasiada radiación cósmica y solar que destruye la vida celular. Y finalmente, en tercer lugar de los contras, está la temperatura. Marte está en la parte exterior de la zona habitable, su temperatura cae por debajo de los 100 grados bajo cero y por arriba apenas roza los 20 grados en las zonas más calientes. Una atmósfera más gruesa, y vida microbiana o vegetal primitiva bien podría compensar este proceso, incluso creando un efecto invernadero temporal se podría aumentar la temperatura en superficie, pero es un proceso muy complejo.

Pero eso no significa que la ciencia se rinda. El cálculo es que la fase inicial de acondicionamiento de la atmósfera durara 200 años. Hay que recordar que Marte fue, según muchas teorías, una pequeña Tierra en su origen, que pudo tener océanos, una atmósfera mucho más fuerte y vida, al menos a nivel microbiano, que es justo el tipo de biología que debería “inyectarse” inicialmente en Marte durante la terraformación. Se trataría de seguir los pasos de la Tierra: primero agua y atmósfera, después vida microbiana, vida vegetal y luego ya veríamos. Y eso supone un mínimo de 200 años. Y es la parte menos duradera. Según los cálculos básicos, la ecopoiesis sin ayuda tecnológica futura supondría unos 100.000 años. Inviable. Por eso harían falta ayudas externas que aceleraran el proceso.

Concepción artística de Marte después de la terraformación. Centrada en el meridiano principal y a 30º Norte de latitud, con un océano hipotético con un nivel de agua 2 kilómetros por debajo de la elevación media de la superficie marciana, que inundaría lo que es ahora Vastitas Borealis, Acidalia Planitia, Chryse Planitia, y Xanthe Terra; las masa terrestres visibles son Tempe Terra a la izquierda, Aonia Terra abajo, Terra Meridiani abajo a la derecha, y Arabia Terra arriba a la derecha. Los ríos que alimentan a este océano abajo a la derecha, ocupan lo que ahora son el Valles Marineris y Ares Vallis, mientras que el lago enorme que se encuentra abajo a la derecha es lo que ahora es Aram Chaos.