Noventa años de viajes, papel, tinta, color, el particular estilo de Hergé, pero sobre todo casi un siglo meciendo los sueños viajeros de millones de personas de todo el mundo. Tintín es más que un personaje, más que un cómic. Rendimos homenaje sentimental a la infancia de millones de personas y contamos muchos detalles no tan alegres de Hergé.
IMÁGENES: Editorial Juventud / Casterman / Wikimedia Commons / Amblin Entertainment
Para entender por qué celebrar los 90 años de Tintín bien merece el texto principal de este número basta con que el lector se haga una pregunta: ¿qué recuerdos tengo de la infancia? Vayan atrás, a las mañanas de fin de semana, cuando el cerebro aún es tan blando que acepta cualquier cosa, antes de que hayan construido los muros de creencias, prejuicios, ideas y cicatrices que luego les conformarán como adultos. Es una época perfecta, porque todo es susceptible de ser fascinante. Ahí es importante lo que los niños hacen y sobre todo leen. A muchos los acunaron (y mantuvieron ocupados para que no molestaran, reconozcámoslo) dándoles libros, cómics o poniéndolos frente al televisor. Y de entre todos los personajes que pasaron por esos años que suelen perderse en la bruma de la memoria selectiva con demasiada facilidad, aparece un reportero pelirrojo de flequillo de niño de primaria que se pasó la vida viajando por medio planeta, de los Andes al Tíbet, de los mares de arena del Sahara y Arabia a la Luna, de las calles y campos de esa Bélgica paralela en la que vivía a las selvas africanas y sudamericanas, las metrópolis modernas…
Una creación donde la línea clara es una constante, una forma de dibujo vacío de expresionismo (apenas unos trazos diferencia al Tintín sorprendido del alegre), lleno de proporciones realistas y donde el detalle pictórico se sustituye por el formalismo que a veces es puro arte pop y que ha logrado enganchar a miles de lectores. Hergé fijó el canon de la línea clara europea de la que beberían casi todos después. Nació un 10 de enero de 1929 cuando el flequillo pelirrojo viajaba a la URSS para denunciar el estalinismo, a través de las páginas de ‘Le Petit Vingtième’, y murió el 3 de marzo de 1983 cuando el historietista tuvo que dejar inacabada ‘Tintín y el Arte Alfa’. Iba a ser uno más de los volúmenes de Tintín. Hergé, que hacía un extensísimo trabajo de documentación previa en sus trabajos, capaz de hablar del Congo, América o Tíbet sin haber pisado nunca esos lugares, se tomaba siempre su tiempo para poder trabajar: en ocasiones pasaba casi un lustro entre un volumen y el siguiente.
En la fase final ya no era tan ingenuo, algo había cambiado desde los años 60 en el personaje, que palpitaba en paralelo a un Hergé cada vez más maduro y consciente de su creación. Tal y como había sucedido en los últimos volúmenes, sus aventuras tenían cada vez menos rasgos infantiles y más complejidad. Incluso calado político y social que compensaba el indeterminismo de los inicios. Fue el caso de ‘Las joyas de la Castafiore’ (con una crítica al racismo de la Europa de posguerra), ‘El Asunto Tornasol’ (tráfico de esclavos en pleno siglo XX, despotismo y crimen), ‘Vuelo 714 para Sidney’ (la primera y única inmersión en la ciencia-ficción) o las revoluciones sudamericanas en ‘Tintín y los Pícaros’. El impacto del cómic es innegable en la infancia o la juventud, una mezcla de imagen y guión que hacen un binomio que impregna la imaginación del lector, algo difícil de mantener cuando te haces adulto. Y sin embargo son éstos los que han convertido a Tintín en algo más que un socorrido producto de lectura para el fin de semana o los largos viajes en coche. No hubo continente que no pisara, país recóndito u océano que no atravesara. Una ventana al mundo para muchos niños.
Los tintinófilos son el ejemplo, un culto que para muchos es como una religión, fans acérrimos capaces de todo (económicamente sobre todo, lo que explica la multiplicación de mercadotecnia alrededor de los personajes), pero el legado de Tintín está tan controlado que se hace duro usar incluso las imágenes. Pero es una fe muy rentable, y prolongada. Tintín no tiene edad, no envejece, apenas cambia, y se queda en un mundo en el que apenas hay cambios tampoco, donde los malos son arquetípicos y sin dobleces, donde los buenos lo son de los pies a la cabeza, sin claroscuros. Pero Tintín es algo más que un simple cómic: más de 200 millones de ejemplares vendidos de los 23 álbumes terminados y el 24º inacabado, traducido a 60 idiomas, varias películas, series de TV y una pequeña religión paralela creada por los tintinófilos. Legiones de europeos adultos (principal foco de difusión de la serie creada por Hergé) le deben parte de su infancia al personaje principal y la legión de secundarios que se convirtieron en parte de su universo cerrado, a ratos infantil y naïf, en ocasiones mucho más adulto y no exento de polémicas.
La mayor parte referidas sobre todo a uno de sus primeros volúmenes, ‘Tintín en el Congo’, que en su versión original era un buen ejemplo del eurocentrismo de aquellos años 30 en los que Bélgica, patria de Hergé (y de donde apenas salió), era un país colonialista. Es muy fácil identificar patrones racistas en ese Tintín primigenio, colonialista, anticomunista (el legendario y primario ‘Tintín en el país de los soviets’, que es como una losa para el más moderno y liberal Tintín de posguerra) y donde las mujeres son personajes de reparto sin peso. Sólo “la Castafiore” parece tener más importancia, una malísima cantante de ópera oronda y caricaturizada que persigue al capitán Haddock. Se le perdonan a Hergé muchas cosas, desde su celo profesional que dejó fuera a muchos colaboradores y asumiendo él toda la autoría hasta las fundada sospechas de haber sido un colaboracionista con los nazis cuando ocuparon Bélgica. Mientras el resto del país padecía sufrimientos, él siguió publicando y viviendo con soltura bajo la bota alemana. En algún momento pudo haber cruzado el Canal de la Mancha, incluso haber hecho un álbum de posguerra en la que Tintín ayudaba a los Aliados, una especie de penitencia artística. Pero ni por asomo: los nazis y los problemas del siglo XX apenas están presentes, sólo sugeridos.
Son lo que podríamos llamar “pecados de juventud”, o mejor dicho, esos “lastres culturales históricos” que todos arrastramos, porque la sociedad cambia y lo que era permisible hace 60 años hoy es inadmisible. Porque el modelo de héroe clásico que representa Tintín, cargado de ética justiciera (a fin de cuentas persigue a los villanos y criminales sin descanso), es también una proyección el autor, un larguísimo viaje vital y visual en el que Hergé cambió muchas cosas, pero nunca el estilo de línea clara prototípico de su escuela francobelga de la que salieron muchos otros cómics fundacionales en Europa, como ‘Blake y Mortimer’, ‘Spirou’ o los propios ‘Mortadelo y Filemón’ de Ibáñez (con todas sus variantes locales, obviamente). Quizás la cima de Hergé fuera ‘Objetivo: La Luna’ y ‘Aterrizaje en la Luna’, en parte porque es realista y posibilista en lo científico, porque se esmeró en el detalle, porque aborda las consecuencias del alcoholismo de Haddock, en un escenario de Guerra Fría, e incluye un sacrificio total de uno de los personajes que no se repetiría en el buenismo tradicional de Hergé. Sin duda uno de los más maduros y trabajados, en la época dorada del belga, los años 50, durante los cuales creó algunas de sus mejores obras. Tanto que hace poco se pagaron casi 2 millones de euros por una de las planchas originales en blanco y negro de ‘Objetivo: La Luna’.
Esa vertiente adulta es la que da fuerza al propio cómic, reeditado una y otra vez sin apenas cambios por la red de editoriales con los derechos delegados. En el que suscribe se trata de un recuerdo de infancia muy querido, pero en otros es una bola de nieve difícil de parar. Y un negocio nostálgico perfecto: por una plancha original de Hergé de los dibujos que se usaban en los álbumes entre los años 30 y 50 pagó un coleccionista de EEUU 2,6 millones de dólares en una subasta. Y detrás va todo el torrente de figuras, muñecos, litografías, posters, cómics, ediciones especiales, coleccionables, películas, series de animación, y subastas crecientes. Hay desde asociaciones a museos, coleccionistas sin mesura. Hay muchos lugares de peregrinación, tiendas de cómics y regalos que se centran parcialmente en Tintín. O por completo, como La Estrella Misteriosa de Madrid. Parte de los precios tan altos obedecen a la enorme fama internacional de Hergé, pero también porque el control cerrado que ejercen los herederos hacen que los originales alcancen precios altísimos. Incluso las reproducciones en serie son caras. Apenas se suelta nada de las cadenas, con lo que todo sube de precio.
El viaje se cortó de raíz con su muerte, y a diferencia de lo ocurrido con otros personajes, no siguió adelante. Después del funeral emanó la famosa frase de su viuda, Fanny Remi, heredera, albacea y guardiana de todo lo que rodea a Hergé junto con la editorial Moulinsart, y que ha evitado que nadie se haya apoderado de Tintín todavía: “Si otros retomaran Tintín, lo harían quizás mejor, quizás peor, pero una cosa es segura, lo harían de otra manera y entonces ya no sería Tintín”. Lo cierto es que esa losa se ha mantenido inalterable, con lo que los tintinófilos tienen una serie cerrada a la que sumar películas, series y añadidos, pero la postura de esta obra es clave: el telón que baja. Tanto es así que el cálculo más aproximado para que dibujantes y guionistas puedan poner las manos sobre Tintín es 2052, cuando caduquen los derechos de propiedad intelectual sobre la creación de Hergé. Para entonces habrán pasado 70 años de su muerte y según la legislación belga y de la UE, ya será patrimonio libre. Entonces el universo de Tintín ya será libre para ser consumido por los nostálgicos que fueron niños al lado del reportero.
Actualmente los dueños de los derechos de propiedad, publicidad y reproducción sobre cualquier cosa de Tintín es propiedad de sus herederos, Studio Hergé, la Sociedad Moulinsart (en la que está incluida Fanny) y la Editorial Casterman. Y tiene fecha de caducidad. Según Nick Rodwell, nuevo marido de la viuda Fanny Rodwell: “Hergé dio órdenes de que nadie más publicara álbumes. No quería que otros crearan nuevas historias del personaje después que él”. Y todo eso en medio de una manía persecutoria que hizo incluso que se prohibiera a fotógrafos y cámaras tomar imágenes de los originales de Tintín que se exponían en el Museo Hergé en Lovaina. Fue Nick Rodwell quien se enfrentó a los medios. Las críticas fueron tan intensas que la propia viuda de Hergé tuvo que salir a defenderle. Pero lo que es cierto es que su legado sigue encapsulado. Una mina de oro complicadísima y que necesitó de las mejores dotes de diplomacia de Steven Spielberg y Peter Jackson para que por fin hubiera un filme de animación a la altura del personaje. Lo que pase en el futuro, ya es otra historia. Mientras tanto, quedan los 23+1 de Hergé. Aptos para todos los públicos, para acunar más infancias.
El premonitorio viaje a la Luna
Entre las muchas proezas de Tintín figura quizás la más grande: viajar a la Luna. Desde el 18 de diciembre pasado CosmoCaixa Madrid mantiene abierta una exposición que une el 65º aniversario de la publicación de los dos álbumes con el medio siglo de llegada real del ser humano a la Luna. Lo hizo Tintín en 1953. Ese año publicaba Hergé ‘Objetivo: la Luna’, y en 1953 llegaba ‘Aterrizaje en la Luna’, la delirante aventura de un dibujante y guionista belga que soñó su particular cohete X-FLR6, quizás uno de los mayores iconos pop del siglo XX y sin duda de la Historia, reconocible casi universalmente. Era además la historia más seria y desarrollada, producto de su autoría en colaboración con Bernard Heuvelmans y Jacques van Melkebeke, pero también Bob de Moor, el creador original del cohete X-FLR6. Aquellos dos volúmenes, distribuidos entonces por entregas, fueron un éxito que catapultaron a Hergé y su creación por encima del marco francófono de entonces. Fueron uno de sus grandes éxitos. Tenían todo: ciencia, divulgación, una cuidadísima documentación (fruto de la obsesión de Hergé, que estudiaba a fondo todos los detalles de cada volumen), espionaje, humor, intriga… eran algo más.
Cada uno tenía 62 páginas, y hacían el 16º y 17º, fue la única vez que Hergé partió en dos una historia. Aquí la empresa fue tan grande que se vio obligado a dividirla. Era un realista convencido que dejó de lado extraterrestres, ciencia-ficción fuera de marco, se basó en muchos aspectos conocidos de la Luna y otros no tanto (anticipó que había cuevas con hielo en el satélite, una imaginada certeza que no fue confirmada hasta hace no demasiado), como el uso de la energía atómica en su cohete, algo que todavía no se ha intentado. Hergé envió a la Luna a un periodista (Tintín), un ex marinero alcoholizado (Haddock), un perro (Milú), un científico sordo (Tornasol), un ingeniero veterano y desubicado (Frank Wolff) y tres polizones. El país que se apuntaba la hazaña además no era EEUU o una potencia europea, sino el pequeño país de Syldavia, una brumosa nación centroeuropea de origen eslavo. El humor era parte del viaje, algo aburrido y acartonado para el lector de hoy, cebándose en el alcoholismo de Haddock y la torpeza infantil de los inspectores Hernández y Fernández. En su momento lo del amor alcohólico del barbudo marinero ya provocó roces con la censura. Hoy sólo es políticamente incorrecto.
El álbum inacabado: Tintín y el Arte Alfa
Iba a ser uno más de los volúmenes de Tintín. Hergé, que hacía un extensísimo trabajo de documentación previa en sus trabajos, capaz de hablar del Congo, América o Tíbet sin haber pisado nunca esos lugares, se tomó su tiempo (ya era mayor) para poder trabajar. Tal y como había sucedido en los últimos volúmenes, Tintín ya era algo más adulto y maduro, y sus aventuras eran más adultas. Tenía incluso el título, ‘Tintín y el Arte Alfa’, pensada para publicarse en la mitad de los años 80. Hergé notó que la enfermedad le vencía, así que dejó en manos de su esposa Fanny toda la documentación y la misión de velar por su creación. En el último año apenas puede trabajar pero deja más de 150 escritos, dibujos, bocetos e ideas anotadas para diálogos, escenas y temática. Hergé murió en 1983, justo cuando estaba en el ecuador: no eran simples esbozos, había ya una temática y un argumento montado, pero al mismo tiempo no tenía todavía la forma básica para ser un volumen. Habrían tenido que sumar muchas ideas externas y no habría sido un auténtico Hergé. En 1986 vieron la luz, a modo de homenaje, los esbozos con Casterman. Se volvió a publicar en 2004 con más material todavía. Y en 2012 la Editorial Juventud publicó una versión con toda la preparación del autor.
Este volumen, el que se vende actualmente, intenta ser el esqueleto básico: aparecen las planchas originales sobre las que más trabajó con los diálogos reproducidos en grande que él mismo anotó viñeta a viñeta en francés. De esta forma el lector puede hacerse cierta idea de un gran volumen de Tintín. A un lado la palabra, al otro el dibujo, además de muchos más documentos que contextualizan el trabajo de Hergé, inmenso, y no de un simple creador de cómics. Hubiera sido además uno de los mejores álbumes: hay mucho movimiento, una vida más urbanita y sin largos viajes, se acerca al género negro. Hergé tenía un buen tema: el arte contemporáneo, que tan bien conocía, sus formas, el tipo de vida y de artificio que rodea el mercado del arte. El hecho de que esté inacabado y que la última viñeta sea justo el momento álgido de la trama hace pensar que realmente tenía bien pensado hacia dónde ir. No obstante, hay una duda: si realmente es cierto que quería matar a Tintín en este número, cerrar para siempre el personaje. Es un rumor sostenido por algunas entrevistas de amigos con los que habría hablado Hergé para saber si era viable la escena de asesinato que había planeado. No obstante, son sólo rumores y nunca llegó a acabar con él.