Nerea González Pascual describe la serenidad y cercanía de Uruguay en este viaje en blanco y negro al otro lado del mar.
TEXTO Y FOTOS: Nerea González Pascual
A un lado la fascinante y luminosa Buenos Aires, que se lleva todas las miradas; pero al otro lado está Uruguay, más sereno aunque el acento sea el mismo.
Miles de turistas llegan cada año a visitar la ribera sur del Río de la Plata. Es la ribera argentina, donde se levanta orgullosa Buenos Aires. La capital argentina es la que se lleva las luces de los flashes, la que se convierte en bohemio plató de películas y escenario de conciertos para las grandes bandas cuando hacen giras por Latinoamérica. Nadie se asombra de esto al otro lado: Uruguay es un país más tranquilo, menos nervioso, aunque el acento sea el mismo. Poca gente viaja directa desde otros continentes para visitar su capital, Montevideo, una ciudad pausada, de calles largas y poco transitadas, que contrastan con la locura de tráfico y peatones llamada “día a día” en Buenos Aires.
La mayoría de los turistas llegan a Uruguay en barco, cruzando el río que hace las veces de frontera entre dos países que tiempo atrás fueron uno. El de la Plata –bautizado así porque los expedicionarios creían que era una zona donde abundaba este metal debido a los relatos de los indígenas– resulta de la unión de los cauces del Uruguay y el Paraná para formar el río más ancho del mundo (algo más de 200 kilómetros). Hacia Argentina es más río y hacia Uruguay es más mar, por su concentración salina.
El Teatro Solís, el Palacio Salvo y el Congreso
La encargada de dar la bienvenida a los visitantes que recibe Uruguay suele ser Colonia del Sacramento, un pequeño pueblecito fronterizo con casas coloniales y calles empedradas que fue fundado por los portugueses en el siglo XVII y cuya dominación fue objeto de disputas frecuentes con los españoles. Su Barrio Viejo, declarado Patrimonio Histórico de la Humanidad por la Unesco a mediados de los años 90, cuenta con varios museos (el Español, el Portugués, el Indígena, el del Azulejo…) pero lo mejor para disfrutar del día en Colonia es pasear por el puerto y la costa que rodea el casco. En el centro de la ciudad, al que se accede por los portones de piedra, se levanta la Iglesia del Santísimo Sacramento, de paredes blancas, y el Faro le da la réplica junto a la orilla del río.
Colonia es un lugar tranquilo, cuyas atracciones turísticas tienen que competir con otro motivo de visita frecuente: los bancos. Uruguay era considerado hasta hace poco un paraíso fiscal y a día de hoy es la única opción de obtener dólares para los argentinos. En el país vecino existe un cepo cambiario impuesto por el Gobierno que impide conseguir moneda extranjera para intentar combatir –sin éxito– la imparable carrera de devaluación del peso argentino. Es una práctica habitual ir a Uruguay para sacar dólares de los cajeros, que dan la opción de sacar el dinero directamente en esa moneda, y luego cambiarlos en el mercado cambiario paralelo (el conocido como “dólar blue”) por casi un 50% más del valor oficial en pesos argentinos.
Rambla de Francia
A unos 180 kilómetros de Colonia se levanta Montevideo, una ciudad que empezó a crecer hace apenas 300 años y que cuenta con una intensa vida cultural que se expresa a través de sus numerosos teatros y museos. El espacio dramático más importante de la capital es el Teatro Solís, que con más de un siglo y medio de historia constituye el auténtico corazón de la cultura montevideana. El Solís se encuentra apenas unos metros de la Plaza de la Independencia, cuyas baldosas custodian el mausoleo del General Artigas, una de las grandes figuras del imaginario revolucionario de la lucha por la independencia en esta parte del planeta durante el siglo XIX. Sobre la misma plaza se encuentra también el Palacio Salvo, cuya torre de 105 metros fue la edificación más alta de Sudamérica hasta 1935 y es hoy una de las imágenes más reconocibles de Montevideo. El Palacio Salvo fue obra del arquitecto italiano Mario Palanti, a petición del empresario Ángel Salvo, y su diseño estuvo inspirado en la Divina Comedia de Dante.
El casco histórico consta de pocas zonas monumentales más, al margen de la de la Catedral, ubicada en la Plaza Matriz, pero al recorrer sus calles es raro no desembocar en alguna de las zonas de ramblas, en las que la ciudad se encuentra con el Río (o Mar) de la Plata. El casco histórico es un reducto relativamente pequeño dentro de esta gran ciudad que se asienta por completo en un cabo, por lo que está rodeado por las aguas. En uno de sus laterales se encuentra el Mercado del Puerto, donde cuentan los viajeros que se pueden comer las mejores carnes del mundo. Cuando cae la noche, desde este límite de la gris Montevideo, se puede ver el atardecer sobre el agua.
Plaza de la independencia – Estatua General Artigas
Otra de las cosas en las que las dos riberas del Río de la Plata compiten, además de en aquello de quién inventó el tango, es en la fama de la carne. No hay duda que la vaca es animal sagrado en Argentina, aunque sea para ponerla en lo alto de sus mundialmente famosas parrillas. En Uruguay se quedan con otra especialidad, el chivito: un bocadillo cuyo ingrediente principal es un filete de ternera fino (a diferencia de las gruesas porciones preferidas en Argentina) acompañado normalmente de lechuga, tomate y queso.
La vida de Uruguay toma más mate –esa infusión amarga que se toma desde el sur de Brasil hasta la punta de Argentina– que la de ningún otro país. Es raro ver al uruguayo que no va cargado con su termo, su mate y su frasquito de hierba. En el trabajo, en el supermercado, dando un paseo o en un centro de conferencias: no hay sitio donde no se puedan “tomar unos mates”. Y mejor si además se hace compartiéndolos con alguien.
Mate es el nombre tanto de la bebida como del pequeño recipiente, normalmente de calabaza, que se usa para contenerla. El mate pasa de mano en mano para que todos puedan beber a través de la bombilla. No hay escrúpulos para compartir el mate: es un acto social que tiene que ver con la forma en que transcurre la vida en esta parte de América. Nadie compartirá contigo su mate si le caes mal o si no eres bienvenido. Lo recibes de la persona anterior, rellenas el pequeño recipiente lleno de hierba con agua caliente del termo y cuando terminas tu mate (después de cuatro o cinco sorbos de la bombilla) se lo entregas al siguiente para que continúe el ritual hasta la próxima vez que llegue a tus manos o se acabe el agua del termo. Solo cuando no quieres más dices “gracias”.
El omnipresente mate
Iglesia del Santisimo Sacramento en Colonia del Sacramento