La voz dolorida de Kurt Cobain empapó el imaginario de la Generación X, una quinta nostálgica desde hace dos décadas, desde aquel día en el que el cantante más destacado del grunge decidió despedirse de la vida.
“Es mejor quemarse que apagarse lentamente”. La frase acompañará eternamente al ecléctico Neil Young. El verso de su canción ‘Hey, Hey, My, My’ sirvió para revitalizar su carrera pero también para sumirlo en una amarga afección. El ídolo de masas de personalidad inestable que era Kurt Cobain, con ese aspecto tan frágil “que te hacía quererle inmediatamente” (palabras de Pancho Varona), plasmó esta máxima en aquella carta de despedida clavada con un bolígrafo a una maceta. Había consumido una dosis de heroína letal, 1,52 miligramos, y sujetaba la escopeta de perdigones con su mano izquierda. Su cráneo explotó en mil pedazos pero su bonito rostro permaneció intacto. Así lo encontró el electricista que acudió al invernadero de su mansión… Y entonces Neil Young dedicó su álbum ‘Sleeps with Angels’ a la voz de la Generación X, a ese niño que golpeaba los platillos de su kit de batería de Mickey Mouse en Navidad y que presenció una pesadilla: cómo las feroces y hambrientas garras de la industria tomaban la mano de su inocencia para alejarse de su alma libre y pura.
“Sé por lo que estás pasando pero no es malo. Sólo parpadea y habrá pasado. Todo saldrá bien. No te preocupes por todos los que quieren que hagas ciertas cosas que no te apetecen. Sencillamente, detente”. Neil Young le hubiera aconsejado así si hubiera tenido oportunidad. Pero la estrella más brillante del grunge, uno de los genios incomprendidos de la historia, nunca escuchó el aliento del canadiense. Tampoco se oyó el disparo. El reloj marcaba las once de la mañana y probablemente una legión de fans desayunaba con alguna de sus canciones, una ensalada punk con sensibilidad popera y voz dolorida que desgarraba el corazón; los ingredientes necesarios para dar a luz un himno juvenil.
Nirvana en 1991
Jesse Frohman fotografiaba unos días antes al líder de Nirvana con un abrigo de leopardo, las uñas rojas y gafas de sol. Su mirada tranquila no permitía presagiar que se cumplirían los vaticinios de una de las cintas de Super 8 que solía rodar (ésa en la que el cantante se quitaba la vida), irrumpirían las teorías sobre su muerte (el documental ‘Soaked in bleach’ explora las hipótesis, deteniéndose en aquélla que afirma que su esposa, Courtney Love, lo mata para heredar sus posesiones) y su género adoptaría su propio mártir (Lennon, Janis Joplin y Jimi Hendrix eran los hijos del amor; Sid Vicious, el del punk). Aún hoy esperamos a alguien que haga explotar la música y coloque de nuevo el cuentakilómetros a cero como lo hicieron Los Beatles, como lo hicieron los Rolling y como lo hizo ese trío que destruía sus instrumentos al final de cada actuación, que popularizó el grunge en la primera mitad de los 90 y encendió el interés por estilos como el punk, el postpunk y la música independiente en general.
Nirvana germinó del anquilosamiento ochentero en la era Reagan e imprimió fuerza a la cascada de descontento por la que discurrían otras bandas. Pero fue ella la que regaló una huella más profunda en el periodo mágico de los ritmos alternativos. “Menos mal que los Melvins rechazaron al rubio de Aberdeen”, pensarán los adeptos al grupo que se estableció como parte de la escena musical de Seattle con ‘Bleach’ (1989). Ahí empezó todo. Atrás quedaron las primeras canciones que Cobain grababa en el 82 en casa de su tía Mary (una guitarra, un bajo y unas cucharas, golpeando una maleta. ‘Confusión organizada’ fue el título de aquellas sesiones).
El sello independiente Sub Pop arropaba a esta formación con influencias del mencionado grupo liderado por Buzz Osborne, Mudhoney (con ellos actuaron en Europa, en una gira en la que al intérprete de ‘Endless, Nameless’ le robaron la cartera y el pasaporte pero en la que conquistó el viejo continente) y el rock clásico de los 70 de Black Sabbath y Led Zeppelin. Las emisoras universitarias se enamoraron del álbum y de la estética de aquellos chicos: Vaqueros desgarrados, camisas de franela y pelo largo. Los movimientos juveniles antiglobales se desataban los pañales e imperaba el “hazlotúmismo”, alejado del lujo en la vestimenta como contestación al poder creciente de multinacionales como Starbucks o Microsoft (nacidas precisamente en Seattle).
Durante el Unplugged de MTV
Su exigua carrera depararía una bomba de mayor calado, ‘Nevermind’ (1991), disco que no sólo auparía a Nirvana a lo más alto del podio musical, sino que ayudaría a otros trabajos del estilo a figurar en las listas de éxitos (ahí tenemos el ‘Ten’, de Pearl Jam, o el ‘Badmotorfinger’, de Soundgarden), a popularizar el rock alternativo de la mano de una compañía discográfica con laureles, DGC Records. Este título con aquella icónica portada en la que un bebé bajo el agua sonreía tras un dólar (hace un par de años aquella criatura adorable, Spencer Elden, recreaba la carátula. Afortunadamente, con pantalones) desplazó del primer puesto del Billboard a ‘Dangerous’, de Michael Jackson, y al ‘Use your illusion’, de Guns’N Roses (alguna que otra gresca con Axl revolucionó el cotarro musical de entonces). Casi nada.
Cuando se le preguntaba a Kurt Cobain qué sentía ante esta proeza, él contestaba: “Es como ser número 16 sólo que las personas te besan más el culo”. Claro, que viniendo de Metallica se considera un honor. Los maestros enviaron un fax al trío: “Habéis dado en el clavo. ‘Nevermind’ es el mejor disco del año. Nos vemos pronto. Lars Ullrich os odia”. Y es que la llegada de Dave Grohl y su poderosa batería condujeron al grupo a nuevos horizontes. El ahora líder de Foo Fighters, Kurt Cobain y el bajista Krist Novoselic constituían la Santísima Trinidad de la música de aquella década y lo lograron con sólo un lustro de existencia. Una especie de religión sin ataduras con un mesías rubio y dos aplicados discípulos.
Nirvana sufrió restricciones con su primer sello que le permitieron alejarse del pop para asentarse en un sonido más pesado, y también se vio sometida a la censura con su tercer trabajo, ‘In Utero’ (1993). Grandes cadenas de almacenes se negaron a depositar el disco en sus estanterías por su collages de fetos de la contraportada y los nombres de sencillos como ‘Rape me’ (viólame), que finalmente aceptaron modificar por ‘Waif me’ (déjame). El cantante sintió cómo lanzaban las redes sobre su libertad y no pudo soportarlo. Ojalá hubiera imitado su instinto infantil, aquel que le obligaba a sentarse en el suelo y cruzarse de brazos cuando le inscribieron en la escuela de lucha y su deseo no era pelearse con contrarios. Ojalá se hubiera sentado en un rincón durante 45 minutos sin hablar, como hacía cuando se enfadaba. Ojalá hoy pudiera reírse de su dramático final como aquella vez en la que se cachondeó de su estado mental, irrumpiendo en el escenario en silla de ruedas y con peluca.
Al menos nos queda el ‘Incesticide’ (lados b y rarezas), el demo ‘You know you are right’ (dos meses antes de su muerte) y su canción favorita de Los Beatles, ‘In my life’, que sonó en su funeral. Este tema junto a su foto homenajeó al cantante en la cuenta de Facebook de Foo Fighters durante el vigésimo aniversario de su muerte. Por entonces el Salón de la Fama del Rock esperaba la ceremonia de ingreso de Nirvana (Kiss, Peter Gabriel, Hall And Oates, Cat Stevens y Linda Ronstadt invadieron el selecto club en la misma gala) con una incógnita, ¿quién haría de Kurt Cobain sobre el escenario del museo musical? Sus excompañeros eligieron bien, atendiendo a la importancia que su líder otorgaba al feminismo (“Siempre he tenido una parte femenina muy desarrollada”, exponía). Girl Power para cuatro temas de altura. La inigualable Joan Jett interpretó ‘Smells Like Teen Spirit’ y el resto corrió a cargo de Kim Gordon, de Sonic Youth (‘Aneurysm’), Lorde (‘Lithium’) y St. Vincent (‘All Apologies’). Parece una tarea imposible imaginar cómo sería la música si Nirvana no se hubiera paseado por ella. ¿Y qué pasaría si Kurt Cobain no hubiera muerto?
A la vera de William Burroughs
Para el principal representante de la Generación Beat, todo parecía susceptible de ser experimentado hasta el límite. Tanto que jugó a ser un Guillermo Tell con su propia esposa (montado en la uva y hasta el cuello de heroína). La manzana se marchó de rositas. El descerebrado de Burroughs hizo diana en Joan. Nacía así la voz literaria de este ser de sombría identidad y explorador del lado más salvaje de la existencia que amasó la cultura tras la Segunda Guerra Mundial. La tragedia parió el mito; sin esa muerte no habríamos descubierto su particular lenguaje narrativo, ya eterno. Tan infinito como la estela del bello ángel rubio del grunge, cuya despedida sirvió para prolongar a la perpetuidad su música y su figura.
La droga repartió abrazos entre William y Kurt, pues para alcanzar su paraíso se antoja necesario abatirse en su infierno. Y tras relajarse en el regazo de la adicción, se adhirieron a aquella declaración que Nietzsche regaló a punks y poetas rebeldes: “El que ha perdido el mundo quiere ganar su propio mundo”. En ello estaban ambos cuando estrecharon sus manos aquel octubre de 1993. El músico de Aberdeen bebía los vientos por el autor de ‘El almuerzo desnudo’ (la cola de admiradores continuaba con David Bowie, Patty Smith o David Cronenberg), no obstante, la primera incursión del escritor en la literatura pulp, ‘Yonqui’, ejercía de libro de referencia para el cantante, que se adjudicó un ejemplar firmado de la narración del amante de la morfina William Lee.
Los felinos del viejo gurú de la contracultura (Burroughs adoraba a sus gatos por encima de cualquier cosa) caminaban entre el veinteañero, lapidado por libros sobre armas (otra pasión del autor) en su hogar en Kansas. El ensayista abrió las puertas a su fan después de rechazar su invitación a desempeñar el papel de anciano cristo yonqui en el inolvidable videoclip del tema ‘Heart-shaped box’. Meses antes de aquel ofrecimiento, los seguidores del grupo escuchaban la guitarra de su líder junto a la voz del novelista en la mezcla Le llaman el cura. Y claro, el crítico no pudo resistirse ante la entrega de aquel muchacho que no olvidó en casa su vinilo del compositor de Louisiana Leadbelly. Fue el propio Burroughs el que, sin saberlo, incitó al joven a escuchar las originales canciones del pilar del blues-folk norteamericano. El chico no se perdía una entrevista de su ídolo. Nombre que aparecía en sus declaraciones, nombre que investigaba. Conocía sus frases al dedillo, como los diálogos de ‘Encuentros en la tercera fase’ cuando era niño. Y el virtuosismo de este prestidigitador de la guitarra de doce cuerdas encandiló a nuestro protagonista de tal manera que lo consideró el primer punkrocker (el ‘MTV Unplugged’ desplomó su telón con una versión de ‘Where Did You Sleep Last Night’, una melodía popularizada por Leadbelly).
El pupilo emprendió el camino de vuelta y el maestro marujeó con su ayudante. Encontró algo extraña la expresión de su huésped (“como si estuviese librando una batalla secreta”). Y meses después, Kurt perdía esa despiadada guerra interna, ingresando en el fatídico club de los 27, poblado de músicos trascendentales pero incapaces de lidiar con sus fantasmas. Burroughs corregía tras la muerte del artista: “Por lo que yo sé, él no tenía la intención de suicidarse; ya estaba muerto”. Los textos de la agrupación anunciaban a gritos el final de su creador. No, no era postureo.
La banda y los adolescentes de hoy, frente a frente
Resulta conmovedor que la generación que maquilla su acné mientras menea su cuerpecito con las pastelosas letras de Justin Bieber y se desquicia con un contoneo de cualquier miembro de los One Direction conecte con aquellos postadolescentes fabricantes de historias que se colaban bajo la piel, de relatos honestos, inmediatos y con el máximo de calorías de rabia que abanderaron la rebeldía juvenil dos décadas atrás. Quizá no está todo perdido y la autenticidad le esté haciendo la cama a lo superficial en las habitaciones de los oyentes en la edad del pavo. El sucedáneo de marshmallow ejecutado por los Fine Brothers (Youtube es el escaparate de las reacciones de niños y ancianos sometidos a sus estudios) arroja resultados curiosos. ¿Cómo responden los adolescentes de hoy a la música de Nirvana?
Los responsables de la prueba proyectaron tres vídeos de la banda (‘Smells like teen spirit’, ‘Heart-Shaped box’ y ‘About a girl’) a un grupo de jóvenes de entre 12 y 19 años (nacidos todos los integrantes después de la muerte del solista). Adam, Tori, Ali y Tom no pueden evitar zarandear sus cabezas y acompañar en el tarareo a Cobain en esas estrofas que algunos confundieron en su tiempo con las creaciones de Los Pixies: “Load up on guns and bring your Friends. It’s fun to lose and to pretend…”. Nirvana es para Adam su banda favorita de todos los tiempos y para Tom, el grupo tocó por el amor a la música “y no por el dinero”. Shant no ha estado tan confundido “con un videoclip” en su vida y ellas suspiran cuando el músico aparta su melena de la cara mientras los cuervos picotean el gorro de Papá Noel de un crucificado de la tercera edad: “Es tan atractivo…”, confiesan con deseo púber mientras otros compañeros sueltan carcajadas con las imágenes que acompañan a aquel “he estado encerrado en tu caja en forma de corazón”.
Los chicos discuten sobre el carácter pesimista de los temas y la herencia de la banda. “Tenemos la misma angustia e idénticos problemas que los chicos de hace 50 años”, expresa Jeordy, una jovencita de 17, quien añade que la formación deleitó al público con lo que era y no con lo que quisieron que fuera. También opinan sobre la apariencia de los integrantes. Unos los califican de “skater”; otros, de “artísticos”, “inconformistas” o incluso “góticos”. ¡Ah! Y alguno cree que “no se lavaban el pelo”. Los participantes muestran el pulgar hacia arriba a la agrupación. Eso sí, muchos no se encuentran familiarizados con el movimiento “grunge”. Los chicos de 2014 consideran la música del trío como rock clásico (lo que nos hace sentir un poco más viejos si cabe) e incluso alguno de ellos desconocía que el pobre Kurt ya no se encuentra entre nosotros.
La personalidad, la fidelidad infinita hacia sí mismos, la naturalidad, las entrañas… Cuando todo parecía perdido, llegaron ellos y lo pusieron todo patas arriba, cantando al desencanto, y hoy, dos décadas después, el legado de la banda que triunfó con guitarra, bajo y batería, sigue calando en las recién nacidas generaciones que crecen con arreglos barrocos instrumentales. Kurt, es la prueba palpable de que no viviste una vida desperdiciada.