Movistar estrena la segunda temporada de ‘La Peste’, que prosigue la historia cinco años después de la epidemia que fue el personaje devastador de los primeros episodios, el escenario perfecto para el teatro humano en aquella Sevilla imperial, tan mísera como opulenta, tan cruel como azotada.
En esta ocasión el jefe del proyecto (showrunner en el argot) es Rafael Cobos, uno de los creadores de ‘La Peste‘ en 2018 junto con Alberto Rodríguez; el escenario sigue siendo Sevilla en el siglo XVI, cinco años después de la última epidemia, de la que ha logrado recuperarse aumentando la población, que ya es excesiva y tiene a la ciudad al límite. El gobierno de la villa no es capaz de alimentar a todo el mundo y las tensiones crecen. Ahí nace el crimen organizado como respuesta a la desatención del gobierno de Sevilla: aparece La Garduña (que existió realmente y que sobrevivió a sucesivos reyes hasta el siglo XIX), que lentamente se apodera de la ciudad. Precisamente el subtítulo de la segunda temporada, ‘La mano de La Garduña’, es lo que marca el tono de una nueva temporada.
Los nuevos personajes son Pontecorvo (Federico Aguado), encargado de doblegar a La Garduña y poner orden en Sevilla antes de que se subleve. Para lograrlo recupera a Mateo (interpretado por Pablo Molinero), y que había emigrado al Nuevo Mundo antes de que Teresa (Patricia López Arnaiz) le avisara de que amenazan a los suyos desde La Garduña. Se servirá también de Baeza (Jesús Carroza), un criminal al que infiltrarán para conseguir información. Entre tanto Teresa, que no se ha marchado de Sevilla, sigue sacando mujeres de la prostitución, que está también en manos de esa particular mafia sevillana, por lo que toda la familia y el mundo de Mateo está en la diana de La Garduña.
‘La peste’ lleva al espectador a aquella Sevilla que todavía tenía el monopolio del comercio con América, enriquecida, ennoblecida, pero también un centro de poder inmenso y un referente en toda Europa por su potencial. Era la joya de la Corona. El Archivo de Indias no se estableció allí por nada: Sevilla era el cuello de botella de todas las conexiones con las nuevas colonias, donde salía la riada humana y de materiales y a donde llegaban las toneladas de oro, plata y demás riquezas naturales. Llegó con el tiempo a ser la ciudad más rica y poderosa de España, del imperio y de media Europa.
Una zona de paso, con comunidades de todo el mundo, legaciones comerciales de todo Occidente y de otros reinos africanos y orientales; un detalle para los puristas patrioteros: en aquellos tiempos una décima parte de la población eran africanos de tez oscura. Y no se fueron, se quedaron y mezclaron para dar lo que hoy son los actuales sevillanos. Las licencias de comercio salían de aquella urbe prodigiosa que salía de un dominio árabe de siglos hacia otro cristiano que siempre estuvo sujeta a herencias no tan pías, con una población mestiza y una cultura propia que la hacía diferente. Y eterna.