Un gran viaje: Indochina. Un destino que crece por momentos en las agendas de cada turista con dinero suficiente para pagar el plan, o para dejarse llevar mochila al hombro y con un puñado de euros.

Por Santiago Criado

Como todos los viajes, este no iba a ser menos. Todo empezaba en el concurrido Aeropuerto de Barajas. En esta ocasión, me dirigiría a una porción de lo que en un momento de la historia se llamaría la Indo­china francesa. Sí amigos, sí. Ese sitio existió y sí, se hizo una película sobre ello. De momento, solo gastaría algo de tiempo en Laos y parte de Vietnam.

Los viajes en avión nunca han sido mi fuerte. Sobre todo, los que duran un total de 24 horas. Si alguien quiere saber lo que se siente cuando un elefante te pone la pata encima, únicamente ha de viajar lejos, muy lejos. Con eso basta. Por eso, no es de extrañar que sea un auténtico apasionado de los masajes que las bellas señori­tas ofrecen por todas partes. Y no me vayan a malinterpretar, la función de esos masajes no tienen otra meta que la de aliviar al agotado y entumeci­do viajero. Pero, por 5 euros la hora, ¿ustedes que harían?

Cuando parecía impo­sible llegar, de repente, diviso lo que podríamos llamar la capital: Vientián. Si hay una cosa que tengo aprendida es que un país se puede adivinar por su aeropuerto. Este iba a ser un viaje en el que nos meteríamos de lleno en el Medievo. Pueblos sin agua corriente, selva, el río Mekong, la malaria… No os contaré mucho de su capital. Tan sólo decir que jamás en mi vida he visto una capital asiática sin caos en su tráfico. Esta es la excepción. Con esto, se pueden hacer una idea de la tranquilidad con la que viven sus habitantes y el grado de desarrollo que se espera del país en sí. Después de unos días, nos sumergiríamos en pleno río Mekong. Seguramente os suena su nombre. Quizás de películas o de la historia en sí, porque este río atraviesa Tailandia, Birmania, Vietnam, Camboya, Laos… Vamos, que es un pedazo de río. Además, es navegable en su mayoría. Y eso es precisamente lo que haríamos para adentrarnos en la selva. Tengo que decirles que no hay muchas formas de acceder a donde nosotros íbamos.

Todo parecía un viaje feliz; el típico viaje del Im­serso. Las cámaras, la loción antimosquitos apestaba allá donde fueres, las viseras, los flashes. De repente, se empe­zó a levantar un viento de la leche. Parecía que estuviéra­mos en pleno monzón. Hasta ahí, bien. Pero amigos, cuando el techo sale literalmente volando del barco, estando en medio de la nada y con lluvias torrenciales, tiendes a acojo­narte un poco.

El barco, quedó encallado en una de las orillas para poder recoger el techo. ¿A quien co­ños se le ocurriría esta idea? Al final se quedó allí. Lógico. La pega, es que se había he­cho de noche. Y no, no había farolas a los lados como en la M40. Aún recuerdo al capi­tán del barco enchufar unas linternas al motor y con ellas ayudarse para no chocar con­tra las orillas. No se por qué, pero me vino un flashazo de la segunda película de Rambo. Lo que iba a ser un trayecto de 3 horas, duró más de 7.

La siguiente parte del viaje ocurría en Luang Prabang. Es el principal foco turístico del país y una de las ciudades con más encanto de las que he estado. Al haber pertenecido a la Indochina Francesa, se puede respirar esa influencia europea por to­das sus calles y sus bellísimas construcciones. En el 95 es declarada, y con razón, patri­monio de la Humanidad por la UNESCO. Este es, sin duda, “el lugar” del viaje. Gente bohemia por todas sus calles, artesanos, templos budistas mezclados con casas colonia­les, naturaleza soberbia…

Después de esto, volaríamos hasta Hanoi, capital de Vietnam. Aquí si que encontraríamos un caos absoluto en su tráfico. Había­mos vuelto sin lugar a dudas al bullicio de Asia. Si me pidie­ran una imagen de Hanoi, les daría la de una moto. ¿Qué por qué? Podría afirmar, sin ser presuntuoso, lo obvio: hay más motos que personas. Lo que más impre­siona de esta capital es su tráfico. Ellos lo llaman “caos organizado”. ¿Cómo puede ser esto? Curiosamente, al final de mi estancia allí, les daría la razón. A pesar de que parece imposible atravesar sus calles, con un poco de prác­tica, superaremos con éxito esta cuestión. Aquí explicare­mos cómo: si eres religioso, te será más fácil. Cruzar aquí se volverá un acto de fe. Aunque parezca que te van a atrope­llar, no puedes dudar. Has de lanzarte al asfalto con abso­luta firmeza y convicción. No parar es la clave para poder llegar al otro lado. Y un ritmo constante en tu caminar, la llave. Milagrosamente, todo el mundo te irá esquivando y llegarás sano y salvo a tu ob­jetivo. Como último detalle, añadiré una foto de postal: la bahía de Hanoi. ¿Qué también les suena? Es muy posible, porque allí se rodó parte de la famosa película de Indochina. En el barco en que la navegamos, nos pusieron la película por la noche. Creo, a ciencia cierta, que nadie la vio. La mayoría se dedicó a emborracharse.

Aquí termina este viaje. Una vez más por el continente asiático. Como siempre acabamos hablando de comida, comentaré que después de llegar de Laos, la suculenta y sabrosa cocina de Vietnam fue como un vaso de agua para alguien que ter­mina de cruzar el desierto.