‘Silencio’, ‘La teoría sueca del amor’ y ‘No soy un asesino en serie’, películas de 2017 y 2016, muy diferentes entre sí, y sometidas a la visión de Darío Tobes, que ya ha colaborado con El Corso anteriormente. Tres proyectos muy diferentes con distintos resultados, desde el tedio a la fascinación, para guiar a los lectores.
‘Silencio’ (Martin Scorsese, 2017)
Durante las casi tres horas de ‘Silencio’, somos testigos de cómo Issei Ogata, en el formidable papel de gran Inquisidor intenta minar la moral de dos jesuitas portugueses en el Japón del siglo XVII. Las pruebas de fe van consumiendo a los protagonistas como un reloj de arena que diluye su tiempo, de manera constante pero segura. Sin embargo, estas demostraciones de paciencia se trasladan al espectador en un vano esfuerzo por seguir manteniendo el interés. ‘Silencio’ es tediosa, a pesar de que las virtudes más genuinas del director se ven reflejadas, no es fácil representar el paciente método empleado por los inquisidores sin hacernos desesperar. Tal vez no es la empresa más adecuada para Scorsese, quien ya lo intentó con ‘Kundun’ o ‘La ultima tentación de Cristo’.
Los devotos jesuitas sufren el dolor de terceros sin experimentarlo en primera persona, hasta el punto de que ese espectáculo bañado en la sangre de sus seres queridos, es tan insoportable como si se lo aplican a ellos mismos. Intimidaciones, amenazas y espectáculos devastadores son cuidadosamente programados y ejecutados con macabra precisión, manteniendo al reo bien alimentado para que pueda asimilar con total consciencia cada siniestro golpe moral.
Una de las torturas consistía en hacer una mínima incisión tras la oreja del cautivo y ponerle boca a bajo para, durante días, hacerle escuchar el goteo de la sangre perdida. Esta es una metáfora del paciente acoso psicológico al que se ve sometido el misionero, pero al mismo tiempo es comparable a la prueba de paciencia que se hace pasar el espectador. Al menos el elemento visual en forma de imponentes paisajes, las buenas interpretaciones y la impecable ambientación, nos mantienen en vilo y ansiosos por la siguiente puesta en escena.
‘La teoría sueca del amor’ (Erik Gandini, 2016)
La escala de países que se nos presenta en ‘La teoría sueca del amor’ parte en su estrato más bajo de aquellas sociedades que aspiran a la “supervivencia” y la “provisión de necesidades básicas”, mientras que en la parte más alta de la tabla se culmina con el concepto de “libertad individual” como el valor final de una sociedad plenamente desarrollada. En paralelo, la tabla muestra otro elemento de medición, en este se caso parte de los “valores tradiciones y la mística de la religión”, más cercanos a las naciones más pobres, y culmina con “la secularidad” propia de otros países avanzados.
En el pico de la secularidad y la autonomía están países como Noruega u Holanda, mientras que Suecia se encuentra en el punto más extremo, donde confluyen la total individualidad y un marco plenamente secular. Esta combinación se vuelve materia tangible en las escenas de interior que nos muestra Erik Gandini, así como en las calles y edificios que conforman escenarios matemáticamente urbanizados. Son lugares de casi nula afluencia, donde personas en tránsito caminan por espacios sin especial emoción.
Tal como se nos muestra, la cumbre de lo que entendemos por una sociedad ideal es un lugar vacío, sin espíritu, sin la mística de la incertidumbre, educadamente deshumanizada. Mientras que el goce de la libertad individual parece desbordar a los personajes, la teoría sueca del amor nos presenta esta realidad como aquello que nosotros entendemos por soledad y somero aburrimiento.
El contrapunto son las escenas donde inmigrantes y refugiados buscan la integración en este marco tan alejado de lo que ellos conocen. El documental se sirve de casos concretos para dejarnos una pregunta que va más allá de problemáticas xenófogas; para quién sería más difícil la integración, para un sueco en un país en desarrollo o al contrario. El documental se refiere a los inmigrantes como personas que han crecido con el sentido de la supervivencia como motor de sus vidas, y se pregunta si podrían realmente pasar de un contexto en permanente alerta, a vivir de puertas adentro, bajo la seguridad de saber qué todas sus necesidades están sobradamente cubiertas.
Estamos hablando de personas para las que el contacto humano es el alimento diario en sus países de origen. En el documental ‘Dios se cansó de nosotros’, se probó a mandar a los EEUU a un grupo de jóvenes que nunca habían salido de un campo de refugiados, el resultado fue en muchos casos la depresión y el deseo de volver a la precaria vida en comunidad del campo. En el caso de ‘La teoría sueca del amor’, es un sueco quien se muda a Etiopía, allí encuentra emociones, valores y un calor humano que no había experimentado hasta entonces.
Sin embargo no se trata de caer en la condescendencia, la mejor conclusión es la firma de Bauman al final del documental, cuando aconseja que la felicidad no debe ser buscada en una vida sin problemas, sino que es el reto de afrontar los problemas lo que nos hace sentir realmente vivos. La felicidad se alcanzaría entonces con el místico momento de la superación. Respecto al logro de la total autonomía, Bahuman es más llano. El sublime estado de no depender emocional ni económicamente de nadie, es simplemente sumirse en el total aburrimiento.
Algo que no puede ser provisto sin nuestro esfuerzo es la compañía de los demás, ya que la cercanía con los otros es algo que nunca puede ser dado si no ponemos de nuestra parte. Tal como dice Bahuman, no se trata entonces de independencia sino de interdependencias. Las métricas aplicadas a la ingeniería social derivan en sus excesos en un sistema donde no hay cabida para las emociones. Cuando se pretende una sociedad funcionalmente perfecta obtenemos un engranaje eficaz pero castigado a prescindir de la subjetividad que nos ofrece la incertidumbre del “qué será de nosotros mañana”.
‘No soy un asesino en serie’ (Billy O’Brien, 2016)
‘No soy un asesino en serie’ no es una película de suspense, tampoco de terror. Se trata de una film que sigue a un adolescente, John Wayne, marcado por las inquietudes de su edad; las tensiones sexuales, la incomprensión, el tedio, la apatía, la atracción por la violencia… La parte más fantasiosa, la sangre, los crímenes y las persecuciones, son elementos que tapan el verdadero drama que significa la rutina de nuestro protagonista en un pueblo de la América profunda.
El estilo de vida más conservador de las zonas rurales estadounidenses, se ve reflejado en cada personaje; los compañeros de clase de John, los periodistas sensacionalistas, el dependiente de la armería… Son ellos los verdaderos lunáticos y al final de la película nos quedamos con la sensación de que la única persona en quien podemos confiar resulta ser el más señalado por su comunidad. El drama se impone a la ficción de manera sutil, y esta escalofriante sociedad que el director Billy O’Brien nos presenta, resulta mucho más cruel que los regueros de sangre y las vísceras que corren a borbotones en cada escena. ‘No soy un asesino en serie’ no es una duda, es una afirmación por parte del protagonista.