Este es el obituario que jamás hubiera querido escribir, porque hacerlo implica decir adiós a una de las voces discordantes en su ejemplaridad, uno de los pocos tótem que le quedaban a Europa, que hoy es mucho más mediocre, pobre y está mucho más sola consigo misma.

Con 84 años Umberto Eco ha muerto en su cama y nos ha dejado a todos con su marcha mucho más solos, especialmente con nosotros mismos. Algunos estudiamos a Eco en la universidad como el semiólogo de prestigio que era, un autor al que cualquier estudioso del lenguaje y la filosofía debía prestar atención y leer. Luego también engullimos ‘El nombre de la rosa’, ‘El péndulo de Foucalt’ o ‘Baudolino’, por poner tres ejemplos de novelas que hicieron mucho más que darle una nueva vida literaria. ‘El nombre de la rosa’, publicada en 1980, fue la novela que dio alas al género histórico de nuevo, y también una piedra angular de muchas adolescencias cuando cayó en las manos adecuadas al empezar los años 90. Sólo un semiótico podía construir un novelón lleno de trampas, a ratos denso y otras ligero sobre un libro que no existe, un tratado sobre la comedia de Aristóteles. Tanta fue la fuerza de sus novelas y sus ensayos que más de uno (de nuevo volvemos a la vida personal) se convirtió en un fan acérrimo que leía todo lo que salía del italiano más honorable que ha tenido el país en mucho tiempo. Un amante de los laberintos intelectuales de Borges y de las bibliotecas, sus templos. El chispazo de un sabio que ya no volverá a alumbrar.

Umberto Eco dio contenido y sentido a la palabra “humanista”, quizás uno de los últimos. Primero por la inteligencia sutil que usó siempre, con críticas mordaces y nunca virulentas. Tenía la suavidad de un cuchillo silencioso envuelto en seda. Nada que ver con la tradición contemporánea del gritar más alto y exagerar más que el resto para hacerse notar. Un párrafo suyo valía más que decenas de libros de muchos otros. Segundo porque se multiplicó para abarcar más y mejor: fue semiólogo, filósofo, ensayista, novelista, columnista y una de las voces más elegantes del periodismo italiano, al que ayudó como pudo mientras Berlusconi y el resto de hienas contemporáneas de los márgenes de la civilización trituraban la cultura del país transalpino. Y tercero porque a la inteligencia sutil y la polivalencia unió el sentido del humor y esa capacidad que tiene todo filósofo que se precie, no el común de los mortales, de ver el bosque y no las copas de los árboles. Y eso que él odió como pocos la manía humana de crear ídolos (él lo era): “Sabiduría no es destruir ídolos, es no crearlos nunca”.

En esta Europa decadente que convulsiona por sus incongruencias Eco ejercía de faro en la costa en medio de la tormenta. Y hoy esa misma Europa que retrató tantas veces en sus múltiples facetas, queda más huérfana, más pobre y con menos futuro. La llama ya no se verá en el mar picado. Una ayuda inestimable que se tradujo en más de 20 ensayos de semiótica, filosofía, lingüística, ética, estética… incluso periodismo, comunicación e historia. Eso sin contar con su otra faceta más popular para el gran público, el de novelista, que se tradujo en ‘El nombre de la rosa’ (1980), ‘El péndulo de Foucalt’ (1988), ‘La isla del día de antes’ (1994), ‘Baudolino’ (2000), ‘La misteriosa llama de la Reina Loana’ (2004), ‘El cementerio de Praga’ (2010) y la última, ‘Número cero’ (2015).

En todos ellos usaba personajes-llave que viajaban, bien en su memoria, en la Historia, en mentiras previas y posteriores, pero siempre hacia algún lugar que era la conclusión de las premisas. Filósofo hasta las meninges el señor Eco. Y esos perfiles en ocasiones tenían personalidades múltiples (‘El cementerio de Praga’), en otras eran criminales y chantajistas (‘Número Cero’) o directamente embusteros consagrados que creaban nuestros mitos culturales, tan persistentes como insostenibles, desde la construcción del mito del Grial (‘Baudolino’) a los textos clásicos del antisemitismo (‘El cementerio de Praga’) o la neblina de la masonería y el esoterismo (‘El péndulo de Foucault’). En ‘La misteriosa llama de la Reina Loana’ es donde mejor se atisba ese viaje a la memoria personal, reconstruida lentamente, un reflejo de la propia visión de Eco.

Ensayista sin fin

Entre sus ensayos destacan un puñado de títulos que son como peldaños de una escalera ascendente hacia un nivel de conciencia cultural superior, como ‘Apocalípticos e integrados’ (1965) ,’Obra abierta’ (1962) y el ‘Tratado de semiótica general’ (1975, una de sus mejores aportaciones a la semiótica), pero también ‘Diario mínimo’ (1963), ‘La estructura ausente’ (1968), ‘La forma y el contenido’ (1971), ‘El signo’ (1973), ‘El super-hombre de masas’ (1976), ‘Lector in fabula’ (1979), ‘Semiótica y filosofía del lenguaje’ (1984), ‘Los límites de la interpretación’ (1990), ‘Seis paseos por los bosques narrativos’ (1990), ‘La búsqueda de la lengua perfecta’ (1994), ‘Kant y el ornitorrinco’ (1997), ‘Cinco escritos morales’ (1998), ‘La Historia de la Belleza’ (2005) y su contraria ‘La Historia de la Fealdad’ (2007), ‘La nueva Edad Media’ (2010, muy recomendable visto cómo es la deriva actual de Europa, que parece empeñada en darle la razón), el reivindicativo ‘Nadie acabará con los libros’ (2010, escrito junto a Jean Claude Carrière) y un guiño final que dice mucho de él, ‘Historia de las tierras y los lugares legendarios’ (2013). También ejerció de crítico literario tan mordaz y cómico como contundente, de los que arrancan seguidores fieles. Y como buen hijo del siglo XX sacó la fusta contra los excesos “onanistas y narcisistas” de los nuevos tiempos, donde internet y el ordenador llevan a la Humanidad a un ciclo cuasi-infantil del que Eco renegó parcialmente.

Una vida centrada en las vertientes académicas y literarias, donde el Piamonte y la Lombardía eran los epicentros vitales de este sabio con las estanterías repletas de premios y reconocimientos, original de la ciudad de Alessandria (que retrató en sus orígenes en ‘Baudolino’), un italiano del norte consciente de ello pero con vocación de ser universal educado por los salesianos que abrazó el lenguaje como auténtica religión. Su alma mater, la Universidad de Turín, le vio despuntar a principios de los años 50 como doctor en filosofía y letras para luego centrarse en la semiótica y lingüística. Fue profesor en Turín, Florencia y Milán en los años 60, fundamentales para su faceta filosófica con el mencionado ensayo ‘Obra abierta’. Finalmente recalaría en otro de los templos de la Italia culta, la Universidad de Bolonia, donde ocuparía la cátedra de semiótica durante décadas. En esta vieja urbe universitaria crearía, sólo para los mejores, la Escuela Superior de Estudios Humanísticos, pensada para forjar, proteger y difundir la cultura universal. Además creó la Asociación Nacional de Semiótica, un temeridad intelectual en una Italia berlusconiana.

Eco fue, sobre todo, una llama juguetona, humana y crítica, el espejo en el que mirarse, un hombre severo y cómico a la vez, que ejerció de guía para varias generaciones de estudiosos o lectores. Esa tranquilidad con la que arremetía contra los excesos de la posmodernidad o ese nuevo mundo paralelo que es internet, repleto de ayudas que él estimaba, pero también de múltiples trampas donde la estupidez tiene tanto nivel como la sabiduría, porque la red no discrimina. Esa democratización mal hecha del conocimiento en el que la ignorancia campa a sus anchas y cada voz, pero rebajada y estúpida que sea, tiene el mismo valor. Nos alertó sobre los cánones estéticos que nos aprisionan, sobre cómo Europa regresa hacia sus puntos de partida tardomedievales, sobre la vigencia de la Ilustración en pleno proceso de deconstrucción de la misma en los tiempos actuales, pero especialmente sobre cómo el poder usa los medios de masas para arrinconar, modelar y velar, tres verbos muy peligrosos.

Firma de Umberto Eco

El mito novelesco: ‘El nombre de la rosa’

Año 1980, la editorial Bom­piani publica un libro de 533 páginas con el registro mun­dial ISBN 88-452-0705-6 con el título ‘Il nome della rosa’; empezaba la vida de todo un clásico capaz de fusionar géneros y recuperar otros. Pasarían dos años antes de que Ricardo Pochtar tradujera para Lumen su versión en español. Para entonces la marea del éxi­to de la novela preferida por los menores de 40 años en toda Europa ya era una realidad que luego se convertiría, en 1986, en una película de Jean-Jacques Annaud, con Sean Connery en plena madurez y un todavía adolescente Christian Slater. Que tendría incluso una segunda vida en forma de videojuego primitivo y legendario para el mundo del ocio electrónico (‘Asesinato en la Abadía’), una adaptación teatral que fue vista en el Teatro Apolo de Madrid (con Juan José Ballesta como Adso de Melk y Juan Fernández como Guillermo de Baskerville, dirigida y adaptada por Garbi Losada y José Antonio Vitoria) e incluso una existencia más en forma de serie de televisión.

Es una más de las muchas vidas paralelas que ha tenido la que es, quizás, una de las mejores novelas que hayan salido de Europa en mucho tiempo, no tanto por su calidad literaria trascendental (que la tiene, pero no con aspiraciones estéticas como un clásico) sino por su impacto cultural, popular e incluso formal, ya que gracias a esta obra renació el gusto popular por la novela negra y la histórica, que fueron fusionadas con acierto en este texto de más de 500 páginas en las que Eco fue incapaz de reprimir al filósofo que lleva dentro (por ejemplo con la discusión entre los jerarcas eclesiásticos y los franciscanos, donde la narración se hace densa, intelectual y se aleja del argumento novelesco).

Una novela clave para entender el auge de la literatura histórica en Europa y todo lo relacionado con el simbolismo religioso que muchos años más tarde alguien mucho menos capacitado (Dan Brown) recogió, a su manera, para sus novelas. Por poner un ejemplo conocido por todos. Porque si el plano y mediocre Dan Brown le debe algo a alguien, sin duda ése es Umberto Eco, que no ha alcanzado la gloria del Parnaso como otros pero que esculpió a golpe de tecla su nombre en la literatura oc­cidental. También Eco le debe más de una vida del gato a su obra a Jean Jacques Annaud, que adaptó en 1986 la novela al cine y le dio una forma visual y física que se ha acrecentado con los años. Sean Connery como Guillermo de Baskerville y un jovencísimo Christian Slater como Adso de Melk dieron buena cuenta de una novela que relanzó a Annaud, a Connery y que logró nada menos que 16 premios internacionales. Contó además con actores sólidos como Michael Lonsdale, F. Murray Abraham o Ron Perlman (Salvatore). Pero sobre todo, creó una imagen clásica: puede cambiar Adso de cara, pero Baskerville siempre será Sean Connery.

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Ambientada en un monasterio perdido del norte de Italia en pleno siglo XIV, la novela cuenta la investigación del franciscano fray Guillermo de Baskerville, acompañado de su pupilo Adso de Melk, a partir de una serie de terribles asesinatos que tienen un final ya épico y famoso. Sólo un detalle para quien no haya leído la novela: háganlo, y si no, es mejor que no sigan leyendo. Nunca se mezclaron con tanta clase filosofía, liberalismo, género negro e historia; Eco perpetró un auténtico “homenaje literario” a escritores como Borges, Arthur Conan Doyle, la lista entera de escolásticos y buena parte del alma del Renacimiento que su país, Italia, construiría un siglo después. Treinta años de éxito, de fieles lectores que le siguieron luego en ‘El péndulo de Foucoult’ y ‘Baudolino’, otras dos novelas que se sumergen en el mismo ambiente pero con resultado desigual (inconmensurablemente densa la primera, pura aventura fantástica la segunda).

‘El nombre de la rosa’ tiene la finezza toscana del filósofo que se eleva, por puro poder intelectual, por encima del escritor habitual. Fue su gran obra novelesca porque supo fusionar el desarrollo teológico y filosófico con la novela policíaca. Fue el hombre que bajó del púlpito el intelectualismo y lo democratizó para todos en forma literaria, para bien, o para mal. Brutal, tanto como para impactar a toda una gene­ración y parte de la siguiente. Ese Salvatore desfigurado que introduce las herejías idealistas que luego degenerarían en el protestantismo, el pulso entre el enfermizo catolicismo oficial y el subterráneo, compasivo y popular, más auténtico. Y en el eje de todo, un libro perdido que no existió: el segundo libro de la Poética de Aristóteles, centrada en la comedia, y que al ser leído por los monjes les inducía a una risa sin fin. Era el humor lo que les mataba, pues cuanto más reían más leían… y hasta aquí puede leer, para dejar de fondo la clave de todo. Han pasado 36 años desde su publicación, pero les vamos a dejar el regusto de leerlo.

Sean Connery en la adaptación que hizo Jean Jacques Annaud de ‘El nombre de la rosa’

Palpita subterránea toda la teoría escolástica de Guillermo de Ockham, filósofo clave de la Baja Edad Media que dio los primeros pasos hacia el ra­cionalismo empírico de los si­glos XVI y XVII, y que sirvió de germen a Eco para crear al personaje de Guillermo de Baskerville, que toma a su vez el apellido de una célebre no­vela iniciática de Conan-Doyle y conserva la nacionalidad inglesa. Y en una segunda línea inferior, una crítica demoledo­ra contra ese fanatismo religio­so que no permite reír porque “la risa significa que no tienen miedo, que no viven en el te­mor absoluto a Dios”, y por lo tanto podrían desobedecer a la Iglesia. Una y otra vez los dos personajes, maestro (Guillermo) y alumno (Adso de Melk).

Las críticas hacia ‘El nombre de la rosa’, que ha envejecido con una elegancia absoluta, podrían ir encaminadas a que Eco se pierde hacia la mitad del texto en disquisiciones filosóficas que pierden al lector que no tenga ni idea de filosofía medieval o antigua; en el debate que se ce­lebra entre obispos y francisca­nos es muy fácil hundirse entre mares de conceptos y palabras. Pero luego quedan las descripciones, la escena de la biblioteca laberíntica, de la despensa con esa rosa humana que hace un hombre a Adso, las alucinaciones increíbles del monje homosexual en el cementerio, los diálogos entre Guillermo y Adso, y también la aparición final de Jorge de Burgos… Deliciosamente sublime para quien pueda leérsela entera y comprender todos los guiños internos, al más puro estilo borgiano, que hace Eco. Uno de los clásicos contemporáneos.