Diciembre de 2018: un meteorito de diez metros de diámetro cae sobre el Mar de Bering, en una de las regiones más remotas para el ser humano. El estallido se produce en la atmósfera, cuando la presión es tan grande que provoca la explosión por impacto, antes incluso de tocar el agua. La energía equivale a diez bombas de Hiroshima.
Podría el lector pensar que es un ejemplo más de la fragilidad de nuestra particular burbuja azulada, que a la Tierra alguien le ha pintado una diana gigante a la espalda, pero en realidad sólo es parte de lo habitual en un entorno plagado de fragmentos a la deriva, atrapados en sucesivos campos gravitatorios que convierten las rocas dispersas en balas perdidas. Una cayó en diciembre pasado sobre el mar de Bering con una potencia similar a diez bombas de Hiroshima. Poco si lo comparamos con el meteoro que cayó en 2013 sobre Cheliabinsk (Rusia), que liberó 30 veces la energía de aquella bomba y sacudió Rusia como un muñeco.
Pero esta vez no fue tan mediático, ni tan visible. La lejanía de la zona de impacto, prácticamente deshabitada incluso en zonas cercanas, y que fuera en mar abierto, hizo que pasaran meses antes de que el investigador Peter Brown, de la Universidad de Ontario Occidental (Canadá) diera el aviso de que el Mar de Bering recibió el disparo estelar. Fue cerca de la península de Kamchatka, una zona de alta actividad volcánica y reserva natural rusa. Para poder concretar el impacto se utilizó una red global de infrasonidos utilizada para detectar, irónicamente, pruebas nucleares.
En realidad el impacto de un meteorito se parece mucho a una bomba nuclear. Tiene un efecto parecido, pero sin radiación, aunque igual de mortífero o mucho más como en este caso. Utilizado durante décadas por EEUU para saber quién estaba testando armas atómicas e incluso controlar a los soviéticos, ahora se puede usar para controlar la caída de meteoritos, un asunto que a la vista de este suceso cobra cada vez más importancia: no hay que olvidar que cada día caen sobre nuestro planeta más de 4.000 toneladas de media de material espacial.
El meteorito de Chebialinsk en 2013
La mayor parte se pulveriza en la atmósfera, casi siempre incluso antes de entrar realmente en ella, pero otra parte es demasiado grande y logra penetrar la burbuja. Entonces estalla en el aire por la mezcla de presión física, velocidad y resistencia de la atmósfera, que en la Tierra es muy densa. Para que toquen suelo deben ser auténticos monstruos, y si lo hacen los estragos que pueden provocar son inmensos. Lo cual es muy raro. Además, las posibilidades de que a un humano le caiga un meteorito encima son muy bajas (mucho): no hay que olvidar que aunque cada humano en la Tierra ocupara un espacio de unos 2 metros cuadrados en un punto concreto, apenas cubriríamos un 0,4% de la superficie terrestre. Y sólo el 1% real de la misma está poblada.
El problema no es tanto que nos caiga encima, lo cual sólo sucedería en casos extremos, sino las consecuencias de la energía liberada en el impacto, que puede ser igual de devastador si se produce en el aire. El suceso de Cheliabinsk (que dejó cientos de heridos y destrozó estructuras ligeras en cientos de km a la redonda) demostró que el meteoro tiene un comportamiento equivalente al de un arma atómica, que es incluso más mortífera cuando se hace estallar antes de tocar el suelo, entonces la energía liberada es como un martillo sobre la superficie. El comportamiento de un meteoro sobre el suelo provoca un cráter, liberación de materiales sólidos, una onda de energía seguida de otra sónica y luego la propia ola de materiales en barrido. Cuando estalla en el aire libera la energía de manera uniforme, no está frenada por los materiales que soportan toda la energía de impacto.
El plan de la NASA: identificar y monitorizar
La agencia norteamericana fue de las primeras en intentar lo que es casi una quimera: identificar todas esas potenciales balas perdidas que nos rondan. En el inmenso del vacío, detectar un objeto de más de un km ya es una proeza, así que imaginen lo que es intentar tener un listado de todos los objetos de varios cientos de metros que son asesinos potenciales. El que cayó sobre Siberia tenía 10 metros. Imaginen el daño que podría provocara uno de 400 metros, por ejemplo. La agencia empezó en los años 70 con el proyecto, que incluso tiene el respaldo de un mandato del Congreso de EEUU para encontrar y “marcar” todos los asteroides de más de 140 metros de diámetro.
El crácter Barringer (EEUU), un claro ejemplo de lo que sucede cuando el meteoro toca suelo
Creyeron que podrían conseguirlo, pero el catálogo sigue abierto, hay cientos de astrónomos amateurs asociados que buscan por su cuenta, y el cálculo es que quizás para 2050 puedan tenerlo cerrado. El proyecto NEO (Near Earth Objetcs) tiene la misión de localizar y alertar de la presencia de estos cuerpos en tiempo real para evitar catástrofes. Funciona a medias entre los ojos de una mosca (con cientos de telescopios apuntando las 24 horas del día al espacio cercano) y un sistema contra incendios, donde cuando en un lugar salta la alarma el resto se pone en marcha al unísono.
Con la tecnología actual pueden localizarse esos objetos a cierta distancia y, lo que es más importante, con tiempo de antelación. El problema son los pequeños, esas rocas del tamaño de pequeñas casas que pueden hacer mucho daños, y para los que el tiempo de antelación se reduce a días. De hecho sí existe una red mundial de detección, pero sólo cuando entran en la atmósfera. La política oficial de los gobiernos que pueden monitorizar esa lluvia continua es no revelar mucha información, sólo cuando es notable, para no crear una sensación pública de indefensión ante el cielo. Sobre todo hay que evitar que la opinión pública entre en pánico. Aunque esa sensación de que vamos con una diana a la espalda es muy real.
Nuestra mejor garantía es precisamente la burbuja. La Tierra es un planeta “raro”, por razones muy concretas: su campo magnético es muy fuerte, gracias a que el núcleo terrestre es muy activo, muy denso, lo que a su vez provoca una gravedad suficiente para anclar una atmósfera densa que actúa a medias entre un chaleco antibalas y un colchón en el que rebota casi todo. Tenemos otra ventaja, ya apuntada al principio: las posibilidades matemáticas de que caiga uno sobre nosotros son escasas: los desiertos, las estepas, las montañas y los inmensos océanos se llevan casi todos los impactos.