Mar, salitre, viajes, el horizonte perdido sobre las dobleces de un papel. O mejor dicho, ya hoy en día, sobre el código binario que fundamenta internet.
Carlos Fidalgo es como muchos otros escritores españoles: ha sido cocinero antes que fraile, es decir, periodista (lo sigue siendo) antes que aprendiz de Joseph Conrad, ese mito legendario al que se agarran los escritores que prefieren viajar sobre el papel que mirarse en el espejo. No es casual que en su particular bitácora digital (el blog Cuatro Lunas) el fondo sea un mapa cartográfico antiguo.
Fidalgo (Bembibre, 1973) es autor de dos libros de cuentos (‘El país de las nieblas’ y el reciente ‘Tierra adentro y otros cuentos de naufragios’ en la plataforma digital LEER-E), un microrrelato que fue publicado por capítulos en el Diario de León y en su blog (‘El diablo del mar’) y una estupenda novela corta de ciencia-ficción, ‘El agujero de Helmand’ (Editorial Menoscuarto), Premio Tristana 2010 y un sublime ejemplo de cómo la economía del lenguaje es lo más puro, eficiente y cautivador. Aunque no es su última obra, mérito que se lleva ‘Tierra adentro y otros cuentos de naufragios’, esta novela es un ejemplo de circularidad narrativa y una demostración de que si bien todo está inventado ya siempre se puede tener un punto de vista original y diferente.
Pero si hay dos parecidos razonables en Fidalgo son el mencionado Conrad, patrón de los autores agarrados a la Rosa de los Vientos, y Jacinto Antón, también periodista (El País), cronista y especialista viajero del pasado, desde la guerra a esa mar océano que ha sido una mina inagotable de ideas, historias y maravillosos relatos que surcan olas. Tanto en Antón como en Fidalgo las páginas (en papel o digitales) huelen a Historia, salitre y esa moral del héroe que nuestro tiempo ha perdido. Sea héroe trágico, fracasado, maldito o triunfante. Da igual. Es el heroísmo humano lo que destaca. En Fidalgo se mezcla la escritura económica, práctica y sencilla del buen periodista con las ansias de echar a volar desde el Bierzo en el que vive, una tierra entre montañas que parece espolearle hacia el cielo y el mar.
Un buen ejemplo es el texto que os ofrecemos, ‘La náusea del mar’, uno de los relatos escogidos de ‘Tierra adentro y otros cuentos de naufragios’, impregnado de ese ambiente de libro viejo y eterno a la vez, de mar, de salitre, muerte y supervivencia. Y todo con poco, con muy poco, sin alardes, con sencillez estructural y de estilo. Un ejemplo de que al todo se llega con poco.
LA NÁUSEA DEL MAR
Una ola me arrancó de las jarcias y pensé que en aquel momento se terminaba mi vida.
“La muerte tiene forma de remolino”, me dije. Pero el mar me arrojó otra vez contra la cubierta del barco y mientras mis compañeros del buque escuela hacían lo imposible por sujetarse a los mástiles, aproveché la segunda oportunidad que me ofrecía la tormenta y me liberé de todo aquello que pudiera molestarme para nadar. En cubierta, dejé las botas y el chubasquero y cuando el océano me reclamó de nuevo con otra embestida sólo vestía un jersey y un chaleco salvavidas.
El oleaje me empujó contra las rocas donde habíamos encallado y de verdad pensé que en aquel momento se terminaba mi vida. Noté un intenso dolor en la pierna derecha, imaginé que me sería imposible nadar y traté de recordar alguna oración para entregarle mi alma al Señor de una forma más piadosa. Pero el mar no se atrevía a tragarme, me golpeó contra las piedras, llevó mi cuerpo en volandas y me dejó magullado sobre una ensenada.
La arena húmeda me abrasaba los ojos, la sal me corrompía la boca, las rocas me habían machacado toda la musculatura y después de arrastrarme con torpeza lejos del agua, me puse en pie en el interior de la playa. Mareado, hice un esfuerzo para caminar entre los cadáveres de mis compañeros, sacudidos por la tempestad, desmembrados y desperdigados por toda la costa como manzanas caídas de un árbol, hasta que la pierna me dijo basta y el dolor se hizo tan intenso que pensé que me desmayaría.
Así me encontró el marinero Burton, recostado contra una roca, vomitando agua del mar y con el chaleco salvavidas puesto, mientras las olas alborotaban la Ensenada del Trece, después supe su nombre, con los restos de nuestro naufragio.
“¿Estás entero, Luxton?”, me preguntó.
Pero no tenía fuerzas para responderle.
Burton me ayudó a levantar la espalda de la roca y deambulamos por la playa, apoyados el uno en el otro, hasta que dimos con una cabaña de piedra en la oscuridad. Un hombre, una mujer y dos niñas, nos abrieron la puerta, asustados, y no hizo falta que les dijéramos nada para que entendieran lo que nos había pasado. El hombre nos dio algo de comer y después nos guió hasta la casa de un sacerdote, no demasiado lejos de la Ensenada. Y en la vivienda de aquel hombre de Dios, cobijados de la lluvia, encontré las palabras para preguntarle por el lugar donde habíamos naufragado en una noche tan nefasta.
“En la Costa de la Muerte”, nos respondió en inglés, dejándonos sobrecogidos.
“¿Quiénes son ustedes?”, preguntó él.
Y antes de que Burton le respondiera que éramos dos marineros del Serpent, y que habíamos zarpado dos días antes del puerto de Plymouth, recordé los cuerpos de nuestros compañeros mutilados por las rocas, abrí la boca para hablar, y le dije a aquel cura que sólo éramos un poco de espuma.
Great Eastern cuatro chimeneas