Uno de los mejores libros para conocer algo más de las letras británicas es un compendio de Jorge Herralde para Anagrama, ‘Lo mejor del humor inglés’, que reúne algunas de las mejores firmas de los últimos 200 años alrededor de un rasgo tan definitivo de los inglés como es el “humor”, a su manera, claro, que ya es universal.
Por Luis Cadenas Borges
Albión tiene algo especial, una contradicción en bucle que obliga a los demás a odiarles y adorarles quizás a partes iguales. Envarados, flemáticos, viciosos, borrachos empedernidos, en muchos casos elitistas y racistas, la educación la usan selectivamente en función de quién esté delante y sus habilidades artísticas son más que discutibles en cuanto los sacan de la literatura. ¿Alguien recuerda un pintor inglés de renombre, o un escultor, o un bailarín, un músico que no sea pop-rock o un arquitecto que haya cruzado fronteras? Bueno, en el último caso está Norman Foster, pero ésa es otra historia. Sin embargo, Inglaterra y añadidos (Gales, Escocia y durante algún tiempo Irlanda) es tierra de escritores, como España: dos naciones unidas por la asombrosa facilidad para dar al mundo literatos que marcan el paso y el camino con una naturalidad que deja perplejo.
Martin Amis
Y al igual que España, la retranca, la acidez, el cinismo, el humor negro y macabro… son señas de identidad que se repiten. El humor inglés es inabarcable por su capacidad para ser el mismo desde hace tres siglos pero a la vez diferenciarse: no es lo mismo el de Saki que el de los Monty Phyton, por ejemplo, pero donde uno pone la ironía y la burla social los otros colocaron el surrealismo inteligente, y al mismo tiempo son parte de la camada de funambulistas de las palabras que reunió recientemente Anagrama en ‘El mejor humor inglés’, editado y prologado por Jorge Herralde y que incluye textos de P.G. Wodehouse, Saki, Evelyn Waugh, Tom Sharpe, Roald Dahl, Alan Bennett, Julian Barnes, Martin Amis, Ian McEwan, Douglas Adams y Nick Hornby. Personalmente, de la lista, me quedo sin lugar a dudas con Sharpe, Dahl y dudaría entre McEwan y Hornby. Y me falta el maldito católico recalcitrante, Chesterton, curiosamente no incluido a pesar de ser un referente de la literatura anglosajona.
Es un libro que todo el mundo debería tener, al menos una vez en la vida, en la mesita de noche o en el cuarto de baño, los dos sitios donde quizás mejor se paladea el ácido sulfúrico destilado que los ingleses manejan como nadie, un placer gozoso para los fans de lo pynthonesque. Todos los literatos ingleses han tenido su momento Saki, y todos han sacado de quicio a la censura activa de Gran Bretaña, colando sexo, drogas y prejuicios por cada esquina. De Sharpe destaca el interrogatorio surrealista de ‘Wilt’, primera novela de su personaje que resume toda la impotencia moral y mental del inglés medio; de Adams un trozo de sus relatos que componen la guía de los autoestopistas galácticos, de Hornby un pedacito de su ya demasiado sobado ‘Alta fidelidad’, mientras que de McEwan y Amis sobresalen dos escandalosos e hipersexuados textos con masturbación e incesto de por medio.
Nick Hornby
De Wodehouse, Saki y Waugh hay mucho de ese aire de bufón victoriano que tanto ha servido para hacer clichés sobre lo que es ser inglés, mientras que de Bennett queda la historia del loro de Flaubert y, por fin, del más grande de todos, Dahl, uno de sus “cuentos negros” que han encandilado al cine y a la legión de fans del nunca suficientemente reverenciado autor inglés del que han salido millones de referencias y guiños cómplices en el arte moderno. Es, a fin de cuentas, la primera de mis grandes recomendaciones, una compra furtiva que se convierte en una delicia al paladar, un pastel de crema inglesa que a más de uno se le indigestará (cuando lleguen a McEwan, seguro) y a otros les parecerá absurdo: pero es que ése es el quid de lo inglés.